Un día que estaba petarda perdida (y aburrida) fui a parar a una serie que se llama 'Drop dead, diva'. Va de una supermodelo que muere en un accidente y, porque sí -porque en el cielo se hacen un lío, explica la voz en off de la cabecera-, resucita allá mismo, en otra cama del hospital, en el cuerpo de una obesa abogada de éxito. El resultado: la protagonista es una gorda con gestos y actitud de supermodelo; va dando golpes de cabeza para apartarse el pelo de la cara y haciendo giros de final de pasarela por los juzgados de la ciudad.
La parte de la gorda, casi todo el rato, es de vergüenza ajena; la de la abogada hace un retrato extremo, supongo (aunque, desde hoy, me temo que no tanto), de lo que es la práctica de la búsqueda de la grieta en el sistema legal americano.
Explico: ella trabaja en un bufete al que llegan siempre casos delirantes. En el episodio que vi, llegaba a su despacho una señora con la urna de las cenizas de su novio en las manos. Iba porque había denunciado a la madre del difunto por querer quitarle las cenizas, cuando él, antes de morir, había ido a una agencia que ofrecía el servicio de dejar grabada tu última voluntad, se había plantado delante de una cámara y había dicho que, si le pasaba algo, quería que su novia supiera que le pertenecía (él a ella) en cuerpo y alma. Eso, según la novia, incluía las cenizas que la zorra de su exsuegra le quería robar.
La gorda, conmovidísima, acepta el caso, claro.
El expectador para este momento ya se ha puesto salomón y piensa que no hay caso: la mitad de las cenizas para una y la mitad para la otra... Pero bueno, llega el juicio, la gorda hace un discurso increíblemente efectivo y lacrimógeno explicando cómo cada uno vivimos de diferente manera la pérdida de un ser querido; la simbología de las cenizas en cuestión; la importancia de la urna como presencia dentro de la casa... Llegados a este punto en el que ella, protagonista, parece que lo tiene ya todo ganado y yo, espectadora, me he puesto a buscar el mechero dispuesta a reducir a cenizas el geranio del balcón, tan falta de simbología y presencias en mi casa me hallo, sube a testificar la hermana de la novia y entre lágrimas, para a-lu-ci-ne del jurado popular, declara que su hermana no puede de ninguna manera quedarse con las cenizas porque está tan mal de la cabeza que se las está comiendo. Y que le duele más a ella que a ella otra y tal.
El juez se enfada mucho, martillea repetidamente con el macito, y grita, entre los ahs y ohs escandalizados de toda la sala, que le quiten inmediatamente la urna a esa tarada. La tarada forcejea un poco con el alguacil, el alguacil consigue quitarle la cajita de las manos, la tarada se desmaya.
La gorda, que no puede perder un caso bajo ninguna circunstancia, va a verla al hospital. En el hospital se entera de que no se ha desmayado del soponcio, qué va, se ha desmayado porque le han encontrado restos de noséqué en la sangre. La gorda piensa: tate, la suegra, que también está loca, la estaba envenenando. Cita a la suegra en el despacho, se pone hamletiana perdida y le mete un sermón tras el cual la suegra acaba confesando cual pajarillo que sí, que la quería matar, a la tarada. La gorda, claro, lo ha grabado todo. Vuelve al juzgado, le mete otro discurso terriblemente dramatizado, con cada frase en su sitio, con cada cabeceo ejecutado en el momento exacto, al juez.
La madre va a la cárcel, la tarada no puede recuperar nada de las cenizas (se había comido la mitad, recuerden, y la otra mitad, la zorra de la madre la había tirado por ahí en cuanto tuvo ocasión, para eliminar pruebas y tal) pero ya anda contenta porque empieza la terapia.
Tres discursos espectaculares -dos en el juzgado y otro en el despacho- y el público, el jurado y el juez en el bolsillo. El caso sigue siendo delirante, el planteamiento de la serie absurdo. Es igual. La retórica gana. This is America.
Lo digo por el discurso de Clinton de esta pasada noche, claro. Todo el mundo entregado a Clinton la Abogada Obesa. Qué gran orador.