Dietario de la tienda. Día 6
Grandes conclusiones antropologicoproletarias:
1.- La vida proletaria es muy descansada para la mente.
2.- La vida proletaria es cansadísima para el cuerpo.
3.- Puestos a trabajar en una tienda, me tenía que haber centrado en las librerías: un libro ofrece muchas menos posibilidades de doblado que una camisa, a saber: abrir y/o cerrar.
4.- Ídem que tres y, además, un libro, con un poco de suerte, puede llegar a dar pie a conversaciones más interesantes que una camisa.
5.- De hecho, puestos a trabajar, igual me tendría que haber centrado en algo que no fuera una tienda: el dinero ensucia las manos una barbaridad (literalmente).
6.- Ídem que 5 y, además, trabajar los sábados es un coñazo.
7.- El horario proletario va en claro detrimento del horario social: no me extraña que la gente se coja los pedos que se coge en la cena de Navidad de la empresa.
8.- Ídem que siete y, además, tampoco me extraña que la gente viva en la ilusión de que son amigos de los papás de los compañeritos de cole de sus hijos, y se empeñen en hacer excursiones de fin de semana todos juntos y en invitarlos a las merendolas de los cumples de las criaturas.
9.- Si se es proletario para ganar dinero, una vez tienes asumido el pastón que pagas al banco cada mes por la hipoteca del piso, es normal pedir un préstamo también para comprarte la tele, el coche e ir de vacaciones: uno trabaja demasiado para vivir sólo con lo que realmente tiene. El exceso de trabajo (sensación real) y el no tener tiempo entre semana para gastarse la pasta (sensación real también) da como resultado la sensación (irreal, esta) de ser rico. Esto parece verse más claro en esta fórmula:
TRABAJAR MUCHO + GASTAR POCO = SER RICO
Nadie tiene en cuenta, de tan asumida, que la hipoteca del piso es también un gasto (pagar 800€/mes es pagar casi 30€/día, que es más de lo que ganan algunos.
Esta misma fórmula, ya se lo digo, está mal planteada: si se trabaja mucho, le sumes lo que le sumes a este primer factor, es porque se es pobre y no hay más vuelta de hoja.
dimecres, 6 de juliol del 2011
Dietario de la tienda. Día 5
Llego a la tienda y me encuentro con mi hermano con unas treinta perchas en cada mano, diciéndome: acompáñame al coche que aún hay más.
En el coche, tres cajas y otras tropecientas perchas de trajes, americanas y pantalones.
Intento coger tantas perchas como él. Avanzo del coche a la tienda. Se me caen unos pantalones. Un señor que come un helado se levanta de la mesa de la terracita y recoge los pantalones del suelo. ¿Dónde te los pongo? Extiendo el brazo: aquí. Se me cae una americana. ¿Y esto? Extiendo el mismo brazo. Aquí. Se me cae otra chaqueta. Aquí, ¿no? Sí. A cada cosa que se cae y me recoloca, avanzo un pasito hacia la tienda. Llego con ropa en las manos, en los dos brazos, en los hombros... Entro en la tienda y lo dejo caer todo encima de una caja.
Ahora hay que meterlo todo en el stock y luego, quitar las bolsas y colocarlo en su sitio. Empiezo a pasar toooodas las etiquetas por el lector del código de barras: voy cogiendo la ropa de una pila y poniéndola en otra. Cuando he hecho la pila entera, coloco las prendas de una en una con sus hermanas: las americanas de rallas con las americanas de rallas, las camisas de cuadros con las camisas de cuadros... De vez en cuando tengo que interrumpir mi actividad para atender a algún cliente. Cada vez que cobro, si tengo el registro de un albarán a la mitad, tengo que salir del programa y, cuando acabo con el cliente, volver a abrirlo y empezar desde el principio. Mi mala leche va en aumento a una velocidad supersónica. Entonces, me pongo a pensar en una reunión que he tenido por la mañana.
Para la semana que viene, estamos organizando una serie de tres mesas redondas/coloquios o lo que salga (no doy para definir nada yo, ahora mismo) de presentación de Terapias Verdes, el sello de autoayuda de la editorial, en Fnac La Maquinista. Ayer al mediodía fui a la consulta de la psicoterapeuta que vendrá a hablarnos sobre la autoestima. La cita era a la 1. Llego, llamo a la puerta y me abre una chica de unos 30, sonrisa serena y voz pausada, que me dice nada más entrar: tenemos la costumbre de ir descalzos, aquí. Me quito los zapatos pensando que llevo las bambas que huelen mal (sí, tengo unas bambas que huelen mal) y que me importa un pito: ella lo ha querido. Me siento con ella en el sofá y empiezo a recibir imputs positivos por todos lados: que si esto es muy interesante, que le parece una iniciativa genial, que si compartimos muchas cosas, ellos y nosotros, y unir fuerzas siempre da buen resultado. Ni siquiera arruga la nariz por el olor de pies.
Tres horas después, les decía, en plena actividad frenética en la tienda y con una mala hostia que no puedo con ella, tiro de memoria inmediata e intento volver mentalmente a esta experiencia en el oasis del buen rollo y del olor de pies que no importa, en busca de la relajación perdida. No funciona.
Pasa mi hermano por ahí y me pregunta qué tal. Hostia, Javier, esto no se puede hacer con la tienda abierta, es un caos de la hostia, la gente entra y cada vez que cierro esa hostia en el ordenador, tengo que empezar desde el principio, estoy hasta los cojones!!! Ya (grita Javier), pero ¿cuándo cojones quieres que lo hagamos si abrimos todo el día? Venga, joder, que lo tenemos que acabar esta tarde. Grrr. Grrr. Y estos últimos cuatro gritos, resulta que sí funcionan. Mi hermano se pone a pasarme las prendas de una en una y yo las voy metiendo en el stock. Cuando acabamos, los dos vamos colocando la ropa en su sitio. A los 10 minutos, nos estamos riendo por cualquier tontería; hacemos como que nos peleamos por coger la misma camisa y nos entra la risa floja cuando la pila de ropa se derrumba y, al recolocarla, se nos va para el otro lado. Y todo, sin quitarnos los zapatos.
Cerramos, muertos, a las 20.30h. La tienda está aún a medio recoger. Nos despedimos, sin embargo, de una manera muy relajada, contentos.
Vuelvo en el tren pensando en qué hubiera pasado, si en vez de pegarnos cuatro gritos con mi hermano, yo le hubiera propuesto quitarnos los zapatos, tranquilizarnos, concentrarnos en nuestras posibilidades y contentarnos con ellas no queriendo nada más y sintiéndonos orgullosos de quienes somos. Me habría estampado una percha en la boca para que callara, probablemente.
Me pasa por la cabeza la peregrina idea de invitarlo a él, y no a la psicoterapeuta, a dar la charlita de la semana que viene, en la Fnac, sobre la importancia de la autoestima para hacer frente a la vida. Me río un poco y decido que no. Mejor no mezclar las cosas. A fin de cuentas, todo el mundo tiene unas bambas que huelen mal y momentos en los que dar cuatro gritos bien dados.
Llego a la tienda y me encuentro con mi hermano con unas treinta perchas en cada mano, diciéndome: acompáñame al coche que aún hay más.
En el coche, tres cajas y otras tropecientas perchas de trajes, americanas y pantalones.
Intento coger tantas perchas como él. Avanzo del coche a la tienda. Se me caen unos pantalones. Un señor que come un helado se levanta de la mesa de la terracita y recoge los pantalones del suelo. ¿Dónde te los pongo? Extiendo el brazo: aquí. Se me cae una americana. ¿Y esto? Extiendo el mismo brazo. Aquí. Se me cae otra chaqueta. Aquí, ¿no? Sí. A cada cosa que se cae y me recoloca, avanzo un pasito hacia la tienda. Llego con ropa en las manos, en los dos brazos, en los hombros... Entro en la tienda y lo dejo caer todo encima de una caja.
Ahora hay que meterlo todo en el stock y luego, quitar las bolsas y colocarlo en su sitio. Empiezo a pasar toooodas las etiquetas por el lector del código de barras: voy cogiendo la ropa de una pila y poniéndola en otra. Cuando he hecho la pila entera, coloco las prendas de una en una con sus hermanas: las americanas de rallas con las americanas de rallas, las camisas de cuadros con las camisas de cuadros... De vez en cuando tengo que interrumpir mi actividad para atender a algún cliente. Cada vez que cobro, si tengo el registro de un albarán a la mitad, tengo que salir del programa y, cuando acabo con el cliente, volver a abrirlo y empezar desde el principio. Mi mala leche va en aumento a una velocidad supersónica. Entonces, me pongo a pensar en una reunión que he tenido por la mañana.
Para la semana que viene, estamos organizando una serie de tres mesas redondas/coloquios o lo que salga (no doy para definir nada yo, ahora mismo) de presentación de Terapias Verdes, el sello de autoayuda de la editorial, en Fnac La Maquinista. Ayer al mediodía fui a la consulta de la psicoterapeuta que vendrá a hablarnos sobre la autoestima. La cita era a la 1. Llego, llamo a la puerta y me abre una chica de unos 30, sonrisa serena y voz pausada, que me dice nada más entrar: tenemos la costumbre de ir descalzos, aquí. Me quito los zapatos pensando que llevo las bambas que huelen mal (sí, tengo unas bambas que huelen mal) y que me importa un pito: ella lo ha querido. Me siento con ella en el sofá y empiezo a recibir imputs positivos por todos lados: que si esto es muy interesante, que le parece una iniciativa genial, que si compartimos muchas cosas, ellos y nosotros, y unir fuerzas siempre da buen resultado. Ni siquiera arruga la nariz por el olor de pies.
Tres horas después, les decía, en plena actividad frenética en la tienda y con una mala hostia que no puedo con ella, tiro de memoria inmediata e intento volver mentalmente a esta experiencia en el oasis del buen rollo y del olor de pies que no importa, en busca de la relajación perdida. No funciona.
Pasa mi hermano por ahí y me pregunta qué tal. Hostia, Javier, esto no se puede hacer con la tienda abierta, es un caos de la hostia, la gente entra y cada vez que cierro esa hostia en el ordenador, tengo que empezar desde el principio, estoy hasta los cojones!!! Ya (grita Javier), pero ¿cuándo cojones quieres que lo hagamos si abrimos todo el día? Venga, joder, que lo tenemos que acabar esta tarde. Grrr. Grrr. Y estos últimos cuatro gritos, resulta que sí funcionan. Mi hermano se pone a pasarme las prendas de una en una y yo las voy metiendo en el stock. Cuando acabamos, los dos vamos colocando la ropa en su sitio. A los 10 minutos, nos estamos riendo por cualquier tontería; hacemos como que nos peleamos por coger la misma camisa y nos entra la risa floja cuando la pila de ropa se derrumba y, al recolocarla, se nos va para el otro lado. Y todo, sin quitarnos los zapatos.
Cerramos, muertos, a las 20.30h. La tienda está aún a medio recoger. Nos despedimos, sin embargo, de una manera muy relajada, contentos.
Vuelvo en el tren pensando en qué hubiera pasado, si en vez de pegarnos cuatro gritos con mi hermano, yo le hubiera propuesto quitarnos los zapatos, tranquilizarnos, concentrarnos en nuestras posibilidades y contentarnos con ellas no queriendo nada más y sintiéndonos orgullosos de quienes somos. Me habría estampado una percha en la boca para que callara, probablemente.
Me pasa por la cabeza la peregrina idea de invitarlo a él, y no a la psicoterapeuta, a dar la charlita de la semana que viene, en la Fnac, sobre la importancia de la autoestima para hacer frente a la vida. Me río un poco y decido que no. Mejor no mezclar las cosas. A fin de cuentas, todo el mundo tiene unas bambas que huelen mal y momentos en los que dar cuatro gritos bien dados.
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