Les voy a explicar algo para que se hagan una ligera idea de cómo ha sido la cosa.
Es una entretela de la tele, un cotilleo de entre bambalinas, una de aquellas cosas que no se ven pero que explican resultados que sí son visibles; el ingrediente secreto, la clave de que las cosas sean tan redondas.
La cosa iba así: cada día de rodaje, teníamos un plató reservado para hacer una hora de falso directo. Una hora de falso directo es una hora de grabación, ni más ni menos: el programa empieza, no se para en ningún momento y cuando el cronómetro marca que han pasado 59 minutos, el presentador se despide, créditos y adiós.
Por si las moscas, teníamos un margen de entre una y media hora (dependiendo de lo puntuales que habíamos sido a la hora de empezar) de tiempo extra reservado de plató. En principio era para solucionar posibles problemas; si se tenía que volver a grabar el saludo, si fallaba alguna cosa técnica, si no acababa de entrar un vídeo... Si no pasaba nada de esto, acababamos de trabajar a la una o a la una y media en vez de a las dos, y nos íbamos a comer antes.
Les implicaré en el asunto, a riesgo de caer en la demagogia, para que ustedes lo entiendan mejor: TVC es una tele pública; la pagamos entre todos. Ustedes y yo, los viernes por la mañana, pagábamos dos horas de plató para L'hora del lector. Si L'hora del lector aprovechaba una hora de plató, ustedes y yo seguíamos pagando dos: la de la grabación y la que el plató quedaba vacío porque ya estaba todo grabado.
Un día pensamos que era casi un delito desaprovechar así una hora por el simple motivo de que esa hora extra no pudiera verse por la tele. No voy a engañarles; nadie dijo nada de contribuyentes timados ni de servicios ni responsabilidades públicas; la cosa fue más por la vertiente del: joder, acaba la hora de programa y no hemos hablado ni de esto ni de esto otro; teníamos a figurones en el plató diciendo cosas interesantísimas y, cataclonc, nos caía el tiempo encima y, corre, corre, corre, a decir adiós y dejarle al otro -y el otro era Ana María Matute, era Josep Maria Castellet, era Bernard Pivot- con la palabra en la boca. Y decidimos hacer una cosa que parecía dificilísima de conseguir: decidimos hacer que cámaras, gente de sonido, de iluminación, regidores y realizadores, se quedaran trabajando una hora más de lo que en principio se suponía que tenían que trabajar si todo iba bien. Una hora más de trabajo por el mismo sueldo. Decidimos, pasada la hora de grabación y la despedida del programa, quedarnos el ratito que aún nos correspondía de plató grabando aquello que se había quedado en el tintero para después ofrecerlo por internet, en el blog; un espacio destinado en principio sólo a repasar y comentar lo que había pasado en el programa, que acabó siendo contenedor de material extra con el que, a veces, podríamos haber hecho otro programa entero.
Acabamos, cuando todo el mundo estaba aún pensando cómo hacer para que en internet se pudiera ver lo mismo que en la tele, utilizando internet para dar lo de la tele y más, y para irnos a comer un poco más tranquilos, sin la cosa esta del habernos quedado a medias por el simple motivo de que una hora es una hora y no una hora y media.
Así que acabamos haciendo programas de hora y media o más en vez de programas de sólo una hora.
Y más: salíamos de la tele y nos llevábamos a comer al invitado con nosotros. Y hasta comiendo, a veces pensábamos que qué pena no tener allí una cámara para seguir grabando y colgar un rato más de programa en internet o donde fuera. Y aún a veces, cuando ya hacía rato que habíamos olvidado que aquello era trabajar, alargábamos la sobremesa todo lo que podíamos hasta que llegaba la despedida.
Así ha sido y así seguiría siendo pero ya no será.
Esta noche, a las 21h., tendrán en el Canal 33 el último L'hora del lector. Vino Miquel Barceló de invitado y tampoco le dejamos marchar sin venirse después a comer con nosotros. Entiéndanlo; no nos había acabado de contar lo de las pinturas rupestres, los pulpos, el otro Miquel Barceló y lo bueno que es el pan mallorquín.
Aquí es donde pueden ver todos esos minutos extras que nosotros decidimos que también podían caber en una hora.
Dígamne, por ejemplo, que no hubiera sido un delito privarles de cosas como esta por un simple tener que ajustarnos a la dictadura del reloj: