dimarts, 3 de juliol del 2012

Yo quería que me tocara la noche en el monestir de Sant Benet que sorteaban entre los participantes en el concurso escoja usted el título de la nueva novela de Martí Gironell entre estos tres que les damos a elegir, pero no me ha tocado.

Quería que me tocara por puritica maldad, para luego contar aquí que me parece una cutrada como una casa que un escritor se preste a que un grupo de gente que no ha leído la novela elija por él el título de esta. Me parece una cutrada al nivel de la del periodista que el día antes de entrevistar a alguien pregunta a los lectores de su diario o a los espectadores u oyentes de su programa qué quieren que le pregunte. Es como si un banderillero preguntara por twitter a sus seguidores cuántos pares de banderillas quieren que le meta al tercer toro de la corrida de esta tarde; como si un taxista preguntara a los oyentes de RadioTaxi cuántos euros quieren que les clave a los turistas que coja en la siguiente carrera.

No me ha tocado y lo he escrito igual, pero no sé qué me da que lo habría escrito muuuucho más a gusto mientras pasaba el fin de semana inspirándome entre monjos. Es pura maldad, ya lo sé, pero bueno, Gironell también podría haber escrito la novela desde su casita, ¿no? Podría incluso haberle puesto el título él mismo.
Dietario de la tienda. Día 3

He vuelto a hacer una cosa que se supone que no debería hacer o, más bien, que nadie espera que haga. Manías mías: si hay letras, me pongo a leerlas sin contar que a veces hay letras que están ahí puestas contando con que nadie va a pararse a ver qué dicen. Es el caso de las camisetas estampadas que tenemos en la tienda.

National Reserve Project
Fari Tour and Wildli... esto está cortado.

O esta otra:

To the highest standards
Replacement part downpipe manifold
Manufactured for tough we... se corta aquí también.

¿Y esta?

Human rights to live in their native habitat.
No death should be allowed and unpunished.

Es el mensaje de un sheriff chungo defensor de los derechos humanos de los nativos de cualquier lado.

Nadie lee el texto de este tipo de camisetas. Las letras están ahí puestas a modo de... no sé, estampado al que nadie -más que yo, en un rato que no entran clientes- se va a poner buscarle significado. Ni siquiera la persona que se la compra. Nadie pregunta: ¿Esta del tour del Fari, la tenéis con cuello de pico? O ¿tenéis una talla más de la de la prohibición de la muerte? Todo el mundo las pide por colores: ¿No la tenéis en verde? ¿No la tenéis en rojo? Luego salen contentos de la tienda porque ya tienen camiseta para combinar con los pantalones caqui, pero para nada dispuestos a pasear orgullosos un mensaje que diga que son personas con standards elevadísimos... porque nadie, en la calle, igual que ellos no lo han hecho, se va a poner a leer el mensaje de la camiseta.

En mis sueños más perversos, soy diseñadora de este tipo de camisetas: me dedico a imprimir mensajes de contenido políticamente incorrecto, escritos con tipografías más o menos agresivas, sobre fondos de skylines difuminados de ciudades inventadas. A veces, incluso me atrevo a meter un escudo militar de alguna potencia atómica entrelazado con las letras y con una de las antenas de comunicaciones de alguno de los edificios del fondo. En alguna, meto incluso el perfil de Stalin de forma que solo se pueda intuir cuando uno lleva mirando la camiseta fijamente sin interrupción durante un minuto, cosa que nadie, nadie, se molestará en hacer.

Si veo que el conjunto me ha quedado demasiado evidente, cojo un símbolo de la paz y lo estampo en grande y a todo color: eso anula, en apariencia, el resto del mensaje.

Yendo un paso más allá, en mis sueños con delirios de destrucción masiva, lo que pasa es que, a fuerza de llevar puestas las camisetas, la gente acaba inconscientemente interiorizando el mensaje para acabar actuando a su dictado. Si la llevan durante una temporada, al final de esta, los que han llevado el mismo modelo empiezan a buscarse entre ellos. Empiezan, con extraña elevada frecuencia, a darse comentarios del tipo: anda, qué casualidad, tenemos la misma camiseta, entre gente que no se conoce de nada. La temporada termina, se saca la ropa de invierno, y la cosa no va a más.

En la segunda temporada, los cocamiseteros empiezan a encontrarse con casual y extraña habitualidad. Y se ponen a hablar entre ellos con sorprendente confianza.

En la tercera, empiezan a sentirse grupo exclusivo y a desarrollar una fuerte animadversión hacia quienes no están en su bando, quienes no llevan su camiseta. Acaban organizándose en paraejércitos; el uniforme ya lo tienen.

Por esta mecánica de los acontecimientos, las camisetas de H&M, por ejemplo, no van a ningún lado: ninguna dura más de una temporada. Las de Macson, en cambio, pensadas para durar años y años, son peligrosísimas y prometen un futuro de caos, de encarizadas guerras entre fans del Fari y defensores del alto standard en cualquier aspecto.

La de los radicales antimuerte es la más peligrosa: acaban aspirando al infierno de la última temporada de Torchwood; acaban diseñando instrumentos de tortura pensados para hacer el mayor daño posible a sabiendas de que nadie, nadie, puede llegar a morir. Que se la juegan si eso pasa, que acabarían siendo ellos los torturados, los castigados, si en alguna ocasión la cosa se les fuera de las manos.

Entonces me despierto, vuelvo a la tienda, y miro atentamente a quien se detiene delante del burro de las camisetas y distraídamente pasa el dedo por las perchas intentando decidir qué color se quiere llevar.
El color. Eso es lo que ellos se piensan, inocentemente, que están decidiendo.