dijous, 3 de març del 2011

Intercambiaba mails ayer con Miquel sobre los poderes que, vete a saber por qué, se nos han otorgado, que en el fondo no son más que obligaciones, pero que a mí me ha dado por pensar en ellos así: como poderes. La Dictadura Sucunza, he denominado al asunto.

Me explico.

Me ponen tres libros en la mesa. De los tres, uno me fascina, otro me lo leo en plan psché y el tercero lo empiezo y una semana después descubro que no he sido capaz de pasar de la décima página. Decido que el primero es el bueno (¿por qué? porque yo lo digo): convenzo a la mitad de mis amigos y a parte del extranjero de que se lo compren, lo lean y convenzan a los suyos de que deben leerlo. Y funciona, tú. Y mis jefes, encantados, porque parte de mi última acción dictatorial consiste también en eliminar para ellos dos de los tres libros con los que había empezado la historia: sólo ven lo bien que funciona el primero.

Matemáticamente, es un 2-1 en mi contra, o sea, una derrota en toda regla. Pienso en mi padre cuando me decía "un cinco, un seis, un siete... son suspensos: si lo hubieras estudiado todo, te habrían puesto un diez" y pienso si no habré dedicado mi vida a desarrollar un método por el cual, ante mis gordas limitaciones para aprenderlo todo, he aprendido a relativizar la importancia de lo que no he podido aprender o hacer bien, hasta hacerlo desaparecer no sólo para mí sino también para el resto de la humanidad. O eso me creo, que desaparece... hasta que viene alguien y descubre el pastel: apunta directo a los goles encajados, decido que me cae mal y lo hago desaparecer también, a ese alguien. O eso me vuelvo a creer...

Pero yo, ¿quién me he creído?



(... en el proceso de escribir aquí estas escalofriantes reflexiones sobre mis fracasos personales, así, en plural -yo, señalando con el dedo a los goles encajados es la prueba definitiva de mi fracaso en el intento de hacerlos desaparecer: soy una fracasada por partida doble-, he vuelto a descubrir que no puedo acabar una frase según qué canción esté sonando; que se me abren vías de escape de doble sentido; desembocaduras de ideas en las que se desata el reflujo de la frase por hacer que sale, contra la frase ya acabada que entra. Y gana -de calle, gana- la de afuera cuando acabo escribiendo aquí que ya nada será igual tras el día de la gran broma final.)