dilluns, 13 de setembre del 2010

Me pone los pelos de punta ver a un chaval de 20 años lanzando dogmas filosóficos igual que me pone los pelos de punta ver a un chaval de 20 años teorizando sobre política o sobre valores. Pero lo que más me pone los pelos de punta es ver que todos estos chavales de 20 años tienen detrás a unos cuantos perros viejos dándoles crédito y aguantándoles la tribuna desde la que lanzan sus consignas y presentan sus convicciones no como opiniones de chavales de 20 años (formados y preparados, eso sí, pero sólo tan formados y preparados como uno puede estarlo a los 20 años) sino como verdades y lecciones indiscutibles.

Hace unos meses alguien se me quejaba de que sentía que no le tomaban lo suficientemente en serio en su terreno: la filosofía. Yo le decía que tenía 30 años y que a su edad era normal tener mucha prisa, pero que una carrera como la suya necesitaba mucho tiempo de maduración y que las cosas acabarían llegando que, además, no estaba nada mal posicionado de entrada teniendo en cuenta su corta trayectoria.

Yo no soy ambiciosa. Es verdad. E igual esto que voy a escribir ahora es simplemente una justificación que me he buscado para estar a gusto con el hecho de no serlo: creo que la ambición (desmesurada) por ser considerado y hacerse un nombre es lo último que le debería preocupar a un filósofo, a un político o a un artista.

A sus setenta y pico años, poco antes de morir, Joan Sánchez Pijuán, el artista, me comentaba que, cuando veía obras de gente recién salida de la escuela de arte, se preguntaba como siempre que miraba un cuadro: ¿Qué hay detrás de esto? y que la respuesta en el cien por cien de los casos era sólo la ambición por destacar por el mero hecho de ser arriesgado y el morbo de resultar incomprensible. Que la gente, a los 20 años, tenía la tendencia de quedarse con unas referencias muy concretas que, por lo que fuera, le habían impresionado y que generalmente nada tenían que ver con el arte. Que esos chavales pretendían arrancar sus carreras artísticas partiendo desde los puntos a los que Rothko, Miró o Bacon habían llegado después de décadas de trabajo. Sánchez Pijuán me decía que uno no puede saltarse así todo un proceso de evolución, que ese proceso de evolución son los cimientos que darán al artista la estabilidad necesaria para poder luego estar seguro de su propio arte hasta el punto de presentarlo como un todo juntamente con su vida, aunque para algunos siguiera siendo un arte incomprensible y arriesgado.

No puedo con los chavales de 20 años que van lanzando dogmas y esperan respeto cada vez que abren la boca. El mío, no lo tienen. Me resulta imposible creer que a los veintipocos uno es consecuente al cien por cien con lo que dice y piensa y no es todo, en gran parte, consecuencia de la fascinación tan propia de esa edad por unas cuantas figuras de la literatura, del arte y de la filosofía.

Yo a los 20 era jarraitu convencidísima. Imagínense.