Hace años, coincidí trabajando con Itziar González Virós, en un programa de televisión al que ella venía de colaboradora.
A algunos de ustedes, Itziar les sonará por su etapa política: durante un tiempo hace no mucho fue regidora de Ciutat Vella. Antes de eso -y durante eso también pero menos- Itziar era arquitecta, pero aquitecta de las que vacían, no de las que construyen, dijo un día después del programa, tomando una cerveza. Yo le pregunté a qué se refería y ella me dijo algo así como que, cuando le tocaba rehabilitar un edificio, más que recuperar paredes originales o añadir elementos, ella miraba primero qué podía quitar de enmedio para sanearlo. Hace tiempo de esto e igual lo recuerdo mal o pasado por filtros propios pero me impactó bastante lo que dijo el rato que estuvo luego explicando cómo ella creía que la estructura de un edificio influye, y mucho, en la gente que vive dentro de él. Yo por entonces vivía absolutamente feliz en la calle Trafalgar, en una casona del Eixample, con unas escaleras de a tres tramos por piso con un estupendo hueco perfectamente cuadrado en el centro en el que soñábamos con instalar una polea siempre que subíamos cargados con las bolsas de la compra: eran cuatro pisos, de a tres tramos de escaleras, recuerden: eran pisos de techos altísimos que valían casi por dos de los de los edificios del Raval. Teníamos una terraza enorme también, en aquel edificio de la calle Trafalgar.
Poco tiempo después de la conversación con Itziar sobre edificios más sanos cuanto más vacíos, empezaron no solo a construir un ascensor en aquel hueco de la escalera de la casa de Trafalgar sino también a montar un piso con terraza propia, privada, robada del espacio abierto que antes era todo nuestro, en el palomar. El silogismo fue fácil: si Itziar decía que un edificio con espacios abiertos y vacíos era un edificio sano, luego la gente que vivía en él era gente sana y feliz, la gente que vivíamos en aquella casa de Trafalgar a la que le habían empezado a robar tantos espacios libres, no podíamos seguir siendo sanos y felices durante demasiado tiempo más. Y no lo fuimos. Y yo, aunque nunca se lo conté a nadie porque sonaba a cosa de locos, no podía evitar pensar que el nuevo ascensor y aquella terraza absurdamente vallada tenían parte de culpa en todo aquello.
Me mudé de Trafalgar al Raval, a un piso en la calle Carretes al que un día Itziar me dijo que ni se me ocurriera mudarme, que todas las calles del Raval que van en dirección montaña-mar eran originalmente ramblas y que aquello estaba construido encima de antiguas corrientes de agua que, tal y como era yo, no me iban a traer nada bueno. No le hice caso. Decidí obviar aquello de las corrientes de agua porque, aunque no me sentía demasiado fuerte en aquel momento, sí que había tomado la decisión de empezar a tomar más las riendas de las cosas, independientemente de si vivía o no entre estupendos tragaluces, si por debajo de mi casa corrían o no las cataratas del Niágara o si la terraza de arriba me permitía o no subir todas las mañanas a correr medias maratones.
Un día, poco después de trasladarme, me encontré con Itziar y nos tomamos un café. Le dije que me había quedado finalmente con el piso de Carretes y que las cosas no me iban tan mal a pesar de las aguas subterráneas. Se sonrió y me dijo que igual más que necesitar yo un sitio libre de corrientes para que las cosas me fueran bien, eran las corrientes las que me necesitaban a mí para que las cosas dejaran de ir mal.
Yo no sé si Itziar cuando hablaba era consciente de la nota mental que tomaba yo de algunas de las cosas que decía, pero sí sé que en momentos así raros de mi vida, como este de ahora mismo, recurro al vaciar y al hacerme consciente de que soy yo lo único que necesito para que las cosas dejen de ir mal.
Le estoy muy agradecida, a Itziar por todo esto.