diumenge, 15 de juliol del 2012

Hace unos años estuve unas semanas en verano viajando por Rumanía. Yo iba al país que hacía relativamente poco que acababa de salir del régimen de Ceaucescu; de más de veinte años de dictadura; una de las más delirantes de la Europa de finales del siglo XX. Me hacía gracia ver qué. Me imaginaba un cierto aire de liberación así como muy chachi extendido por todo el país; uno tira de referentes y el referente de fin de dictadura que los españolitos tenemos en la cabeza está lleno de botellas de champán descorchadas, mujeres y gays liberados y movidas desatadas, ya saben. Me imaginaba euforia, más euforia aún que nuestra triste euforia de dictador muerto en la cama: la suya había sido una sublevación del pueblo que había empezado en Timisoara y se había ido extendiendo por todo el país. Me imaginaba que encontraría un cierto aire de victoria coronando cabezas de ciudadanos con caras cotidianas de cierta satisfacción allá donde fuera.

Pues muy mal imaginado.

Entramos en el país a pie. Habíamos cogido un vuelo Barcelona-Belgrado: el plan era coger un tren hacia el norte, y cruzar la frontera en autobús. Llegamos en domingo, no había autobús y tuvimos que hacer andando el camino desde el último pueblo de Serbia hasta el primero de Rumanía con estación de tren. Eso hicimos. Cruzamos la frontera con señoras a quienes habíamos visto unos kilómetros antes camuflarse cartones de tabaco en las fajas. Llegamos por fin a un apeadero medio fantasma en el que, tras esperar unas horas a la sombra de una señal enorme con aguilucho estampado y todo, que rezaba ROMÂNIA, apareció el tren de bancos de madera que nos llevaría a Timisoara.

En Timisoara, nos acercamos a la casa de László Tőkés, el pastor evangelista que lideró la revolución en su primer estadio. De Timisoara viajamos al norte, hacia los Cárpatos. Y de los Cárpatos, al sur, hasta Bucarest. A los pocos días de estar dando vueltas por el país, yo ya había comprendido, con sorpresa primero, con tristeza después, que la única señal de orgullo por la nueva nación conseguida ya la había visto, el primer día, en la plaquita atornillada al lado de la puerta de casa de Tőkés que indicaba que allí había empezado la revolución. No vería más signo de esta pírrica victoria del pueblo. Lo que sí que vería, en cambio, sería gente muy jodida. Gente que, de repente, tenía que pagar por su casa y por servicios que antes eran proporcionados por el Estado. Gente que, con cincuenta años, se encontraba sin trabajo, sin derecho a paro y teniendo que alquilar una habitación de su casa, que no podía pagar, a turistas que les pagaban en negro, en dólares si podía ser.

Recuerdo que me impresionó la cantidad de nostálgicos del antiguo régimen que encontrábamos a nuestro paso: se habían quitado de encima a un dictador pero eso no era nada comparado con lo que les había sobrevenido. Habían salido de la falta de libertad absoluta para caer en la pobreza material radical, con lo que falta de libertad y pobreza material se habían vuelto conceptos comparables, estadios a poner en la balanza, a valorar en términos de preferencias. Y preferían comer a pensar. Preferían dictadura los nostálgicos.

Se habían vuelto locos también los nostálgicos y me pareció natural su locura: entendí que perder la razón es la única manera de supervivencia cuando uno quiere para tan poco su libertad que la vendería por un plato de lentejas. Recuerdo que aluciné con la cantidad de chalados de aquellos que se ponen a predicar en las esquinas que encontrábamos por la calle. Recuerdo a un taxista que mientras nos señalaba a un grupo de gitanos que acampaba al lado de la estación de Bucarest, nos resumió en cinco palabras la historia del siglo XX europeo. "Hitler didn't finish his work", dijo, y a mí me dio miedo, porque con esa frase se estaba cagando en la pobreza a la vez que se cagaba en todas las libertades.
La pobreza que había traído la libertad era tan bestia que habían acabado dispuestos a renunciar a la libertad si así acababan con la pobreza.

Lo chungo es que estos días estoy pensado en toda esta historia con la preocupación muy bestia, igual un poco pasada de rosca, de que este proceso, el de ganar libertad primero para volverse pobre después, pudiera llegar a darse a la inversa: volverse pobre, hundirse económicamente el país primero, tanto, como para acabar desesperados y dispuestos a renunciar a todas las libertades después.
Aquí, a fin de cuentas, no nos falta tampoco la figura del nostálgico que predica desde las esquinas que el logro de Franco fue sacar a España de la miseria.