dilluns, 18 de juny del 2012


En una terraza en la Barceloneta, en la esquina más cercana a la playa, en la que más fuerte pega el viento (¿estoy despeinado? Sí. Y espérate), del paseo Joan de Borbó, le explicaba yo a Abel el otro día cómo un mandamás de cierta casa había tenido los santos huevos de, teniendo el sobre cerrado de un proyecto en la mano, mirar a los ojos de la persona que se lo entregaba y decirle: no creo en tu proyecto, solo creo en el mío que es el mismo de siempre, con riesgo cero y probabilidad cero también de ser algo memorable. (Esta última parte de los riesgos y las probabilidades no la verbalizó pero era lo que básicamente estaba diciendo a gritos).

Abel, rizos al viento, me contó que esto (siendo esto la ciudad, el país) está plagadito de instituciones que se han revelado como totalmente inútiles, llenas de individuos que han hecho de la conservación de esa inutilidad anodina e irrelevante su más grande éxito personal, que es un éxito falso porque, al final, a lo único que a lo que pueden estos aspirar como recompensa es a lo mismo a lo que puede aspirar cualquier mindundi. No sé si me entiendes, concluyó. Creo que sí, respondí recuperando el hilo de lo que me decía tras haberlo perdido por un momento absorta en el paralelismo que se acababa de establecer entre el interior de mi cabeza (con las ideas todas liadas) y el exterior de la suya (con los pelos todos enredados): ponen a mandar a gente que siga defendiendo la inutilidad de la cosa desde la perspectiva de la misma inutilidad, pensé yo.

Para entonces ya nos  habíamos levantado de la mesa y paseando, paseando, casi nos habíamos dado de narices con Fèlix Riera, momento en el cual servidora, entonces sí (no hay como ponerles cara a los conceptos y a las ideas), lo acabó de entender todo.

Pero así, esto no cambiará nunca, dije.

Ya ha cambiado, dijo él.

Volví a casa pensando que si realmente cada vez es más evidente que estos entes no sirven para nada, ya no hay vuelta atrás. Lo único que podría seguir alargando su vida sería seguir poniendo a inútiles al mando y disimular; si ponen a alguien inteligente dentro, a alguien que no se deje llevar, que no se conforme con un éxito mediocre, este alguien será la nota discordante, la que ponga en evidencia la inutilidad del asunto. Ya lo hizo, aunque parece que la cosa se ha olvidado rápido, un equipo anterior del CoNCA dimitiendo en bloque. El CoNCA, tras aquello, debería haber desaparecido; lo han aguantado vaya usted a saber por qué (mejor no saberlo). Lo que no creo que hayan pensado (tan burros son) o sí (tan untado lo tienen) es que ellos mismos se han puesto la trampa dentro: se llama Valentí Puig.

¿En serio les parece tan criticable, tan de pesadilla, que este señor esté ahí? A mí la cosa me da un cierto morbo, incluso esperanza.
Una llega a casa el sábado sintiéndose un poquiiiiito Calimero, ya saben: ay, pobre yo, pobre yo. Se despierta el domingo con la misma sensación y además organizándose el día: tiene que ir a comer a casa de sus padres y además tiene unos amigos en el Lost&Found a los que ha prometido más o menos visitar. Las más o menos promesas, para una pamplonica, váyanse enterando, son obligaciones, si no, no las hace. En Pamplona la duda viene a la hora de prometer o no prometer, no a la de hacer o no hacer una vez prometido. Así que me monto la agenda: primero a comer y luego tarde en el Lost&Found. Y la cosa calimérica todo el rato. Idiota.

Idiota porque llego a casa de mis padres y me encuentro con mi madre, claro. Mi madre cuando más es mi madre es cuando acaba de llegar de estar con los nietos. Mi madre, hasta ahora, cuando estaba con los nietos estaba con dos nietas, desde ahora, estará con tres, como tres somos sus hijos. Si una madre con los hijos ha sido todo amor y todo autoridad, con los nietos es todo amor y punto. Y si de una madre el recuerdo que te queda es la autoridad, cuando la ves bajo el reciente influjo de los nietos, puedes llegar a imaginarte el amor que también era, el que también es. Y se empeña en que me lleve los calamares en su tinta que han sobrado y yo le digo que no, que no voy a casa y que hace calor y que a saber cómo van a llegar. Y me da dos besos en la puerta cuando me voy y en el ascensor, cerrándome la puerta te pregunta si me ha dado besos y me dice que es igual que me da más. Y me los da. Eso por lo que toca a la madre.

Salgo de casa de mis padres, cojo un bicing y enfilo Muntaner cuesta abajo. Bajo Muntaner con la emoción extra de que tras el segundo semáforo pillado en verde, cuando más velocidad estoy cogiendo, cuando me dispongo a frenar porque el tercero está rojo, me doy cuenta de que solo funciona uno de los frenos. Sigo bajando por Muntaner pensando que también es suerte que el que funciona sea el de la rueda de atrás. Jugueteo un poco con el dejarme llevar por la velocidad aprovechando que en Muntaner, un domingo, a las cuatro de la tarde no hay ni un solo coche y pensando que si me falla en el último momento el único freno que tengo, como mucho me estamparé con el edificio de la acera mar de Ronda de Sant Antoni y que siempre podría pegar, llegado el caso, llegado el momento, llegado el obstáculo físico, una derrapada in extremis y acabar de frenar con el pie izquierdo, que para algo soy diestra. Pero nada de esto pasa, llego hasta Consell de Cent, giro a la izquierday unos bloques más allá giro a la derecha en Pau Claris. Tengo que llegar hasta la Barceloneta.

En el semáforo de Pau Claris con Urquinaona, el conductor del autobús que tengo parado a mi derecha saca la cabeza por la ventanilla y me pregunta ¿tú has bajado por Muntaner? Le digo que sí y que no me puedo creer que hayamos llegado al mismo sitio al mismo tiempo yo en bici y él en autobús. Me dice que sí, se ríe, el semáforo se pone en verde, él gira a la derecha y yo sigo recto. Adiós, adiós. Bajo Via Laietana, sonriéndome, hasta el puerto. Llego al Lost&Found.

El Lost&Found es un mercadillo que hacen en la Barceloneta. Gabriela, Antonio, Vanessa y algún amigo más han reservado un espacio para vender sus cosas. Llego y Antonio está al mando. Se ha hecho colega de las chicas que tienen el puesto a la derecha y de la que tiene el de la izquierda. Me muero de calor: pega un sol de justicia y llevo unos pantalones y una camiseta gruesa. Lo primero que veo ahí colgado es un vestido de verano de Gabriela. Me lo pruebo y me queda perfecto de talla. Le pregunto el precio a Antonio y me dice tanto, pero la Gabi te lo regalaría. Le digo que no, que vale tanto y le doy tanto, que para eso lo tienen ahí para vender. Me regatea a la inversa, a más barato. Lo compro. Me desnudo, me lo pongo y aún me esto atando los botones que veo a Antonio señalándome la nevera que tienen debajo de la mesa y le oigo diciéndome: coge una cerveza.

¿Alguien se acuerda de Calimero a estas alturas? Yo ya no.

Aparece Jaume, recogemos el chiringuito. Antonio, Javier y Jordi se van con el coche a dejar los trastos en sus casas. Jaume y yo cogemos unas bicis y nos vamos para el Wang. El Wang es un bar de la Rambla del Poblenou. En la terraza, dos mesas libres: el Wang no está en la misma rambla, está en la calle Pujades. El Wang, por unos metros, no está de moda. Nos sentamos. Su, la dueña, nos saluda, nos llama guapos y nos trae cacahuetes con las cervezas. Aparece Javier. Al poco rato, aparecen Antonio y Jordi. Su está en la puerta del bar jugando con su nieto Luke. Nos lo enseña orgullosa. Me levanto con Jaume y vamos a hacerle un par de carantoñas. Su me lo tiende. Le cojo en brazos y Luke se empieza a reír. Su me dice que no lo hace con todo el mundo. Luke se ríe y se ríe sin parar. Yo también.

Vuelvo a la mesa. Antonio habla de su profe de catalán. Dice que decía que se pueden meter hasta seis pronoms febles en una frase y que la frase sea correcta. Discutimos. Yo pienso todo el rato que qué absurdo, que vaya moco de listillo se pegó el profe diciendo eso. Que vaya cosa.

Apuramos la cerveza y nos vamos.

Cojo el metro y pienso que vaya domingo de estar todo el mundo en su sitio: mi madre queriendo, el bicing fallando, el conductor de autobús viéndome, Antonio haciendo amigos, Gabi poniendo el vestido perfecto, Antonio dándome una cerveza fría cuando más calor tenía, la terraza del Wang con dos mesas vacías, Su poniéndonos cacahuetes y haciendo de abuela, el bebé riendo las carantoñas, Su agradeciendo las risas arrancadas al nieto y el profe de catalán haciéndose el interesante más de lo que le tocaba hacérselo.

¿Y Calimero? Bueno, para hoy domingo a esta hora, está claro que el gran problema de Calimero, mi gran problema de ayer arrastrado hasta esta mañana, era ir pidiendo cosas sin saber, o ignorando sabiéndolo -siempre ese querer más-, lo que realmente le podían dar.