En una terraza en la Barceloneta, en la esquina más cercana
a la playa, en la que más fuerte pega el viento (¿estoy despeinado? Sí. Y espérate),
del paseo Joan de Borbó, le explicaba yo a Abel el otro día cómo un mandamás de
cierta casa había tenido los santos huevos de, teniendo el sobre cerrado de un
proyecto en la mano, mirar a los ojos de la persona que se lo entregaba y
decirle: no creo en tu proyecto, solo creo en el mío que es el mismo de siempre,
con riesgo cero y probabilidad cero también de ser algo memorable. (Esta última
parte de los riesgos y las probabilidades no la verbalizó pero era lo que básicamente
estaba diciendo a gritos).
Abel, rizos al viento, me contó que esto (siendo esto la
ciudad, el país) está plagadito de instituciones que se han revelado como
totalmente inútiles, llenas de individuos que han hecho de la conservación de esa
inutilidad anodina e irrelevante su más grande éxito personal, que es un éxito
falso porque, al final, a lo único que a lo que pueden estos aspirar
como recompensa es a lo mismo a lo que puede aspirar cualquier mindundi. No sé
si me entiendes, concluyó. Creo que sí, respondí recuperando el hilo de lo que
me decía tras haberlo perdido por un momento absorta en el paralelismo que se
acababa de establecer entre el interior de mi cabeza (con las ideas todas
liadas) y el exterior de la suya (con los pelos todos enredados): ponen a
mandar a gente que siga defendiendo la inutilidad de la cosa desde la
perspectiva de la misma inutilidad, pensé yo.
Para entonces ya nos
habíamos levantado de la mesa y paseando, paseando, casi nos habíamos
dado de narices con Fèlix Riera, momento en el cual servidora, entonces sí (no
hay como ponerles cara a los conceptos y a las ideas), lo acabó de entender
todo.
Pero así, esto no cambiará nunca, dije.
Ya ha cambiado, dijo él.
Volví a casa pensando que si realmente cada vez es más
evidente que estos entes no sirven para nada, ya no hay vuelta atrás. Lo único
que podría seguir alargando su vida sería seguir poniendo a inútiles al mando y
disimular; si ponen a alguien inteligente dentro, a alguien que no se deje
llevar, que no se conforme con un éxito mediocre, este alguien será la nota
discordante, la que ponga en evidencia la inutilidad del asunto. Ya lo hizo,
aunque parece que la cosa se ha olvidado rápido, un equipo anterior del CoNCA
dimitiendo en bloque. El CoNCA, tras aquello, debería haber desaparecido; lo
han aguantado vaya usted a saber por qué (mejor no saberlo). Lo que no creo que
hayan pensado (tan burros son) o sí (tan untado lo tienen) es que ellos mismos
se han puesto la trampa dentro: se llama Valentí Puig.
¿En serio les parece tan criticable, tan de pesadilla, que este señor esté ahí?
A mí la cosa me da un cierto morbo, incluso esperanza.
La cançó fa: «Esperanza, Esperanza, sólo sabes bailar el chachachá. Te conocí y te enamoré y me ilusioné y ahora todo se acabó».
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