Imagina: Tienes 14 años y estás con tu madre de uñas unas cinco horas al día (duermes ocho, estás siete en el instituto, dos en actividades extraescolares -una en piano y otra en inglés- y dos más con los amigotes, comiendo pipas en el banco). Vas con ella de morros, en el coche. Suena una canción que le gusta en la radio y se pone a bailotear. La miras de reojo pensando, qué vergüenza, qué vergüenza... Tu madre, paradas en el semáforo, baila y canturrea -qué vergüenza-. La canción es muy hortera. Miras por la ventanilla, arrugas la nariz y achinas los ojos -que pareeee...-.
Imagina: Abres un blog de un columnista a quien le tienes cierta tirria. Te encuentras con un artículo en el que cuenta lo bien que se lo ha pasado en el concierto de Lana del Rey; te encuentras con que se ha puesto un avatar de un personaje de Disney; te encuentras con que ha puesto de fondo de página una foto en la que está haciendo el tonto, riéndose.
No soportas que nadie tenga vida a parte de la parte de su vida que le relaciona, personalmente o no, contigo porque no imaginas que nadie tenga vida a parte de la parte de blablablá. Cuando la ves, esa vida, es como si se produjera un fallo en el sistema; una bajada de guardia, por su parte, que a su vez te desarma, te desconcierta.
Bueno, le has visto la parte amable -por hortera que sea- al idiota -según tú, en ese momento-. Se te ha descuadrado la imagen (las Infantas bailando el Macarena; Berlusconi jugando con un gatito); se ha revelado un perfil que podría resultar humanizador (Kim Jong-il mirando una col, Laporta tirándose cava por la cabeza).
Solo queda, por no recurrir a la demagogia, correr a encerrarte en la habitación, poner la música más alta y esperar a que vuelvan a ser ellos para tú poder seguir siendo tú.