Leo la entrevista de hace un par de días a Gilles Lipovetsky en La Vanguardia. Esta.
Al señor no le hace gracia que le cuelguen la etiqueta de "filósofo light": dice que le molesta pero no le enfada (¿no suena eso ya un poco light?) y luego argumenta que en realidad llamamos light a cosas que no lo son tanto, como la publicidad o la televisión, que (prueba según él de que no son tan light) "mueven más dinero, poder e influencia que la 'industria pesada'". Pues muy bien.
A partir de aquí se pone a rebajar salvajemene con agua ideas que según él demuestran lo paradójico que son estos tiempos que corren, a los que él llama 'tiempos hipermodernos'; y hace una serie de comparaciones tan tremendamene demagógicas que, lejos de acabar demostrándole como un pensador denso y profundo, hacen que su discurso adquiera la levedad de un cuerpo, el suyo, al que le hayan enchufado por el culo una manguera que venga directa de una bombona de helio con la espita abierta.
Que la gente hoy quiere sexo libre pero también quiere la estabilidad familiar, dice. Y el problema es que lo dice de una manera que eso del sexo libre suena a promiscuidad radical, cuando, puede serlo pero no lo es siempre. Y más problema aún es que, no solo suena así, sino que además Lipovetsky lo presenta como una cosa contradictoria a y excluyente de la estabilidad familiar. ¿En serio piensan que cuando yo digo 'Yo voto por el sexo libre' estoy excluyendo de mis planes de vida a otro yo que quiere estar rodeada de gente dispuesta a cuidarme, o al que quiere llegar a casa cada noche y encontrarse con otros pies igual de fríos que los míos contra los que poder alcanzar el calentamiento recíproco a base de frotaciones de a cuatro? Como si el sexo libre no pudiera servir para, precisamente, darle más valor a esa estabilidad familiar elevándola también a la categoría de acto libre, al introducir (no me malinterprete cuando digo introducir, Señor Lipovetsky) el factor voluntad en su mismo orígen.
Piénsenlo: el sexo libre puede querer significar poder entrar a un bar y decir: esta noche voy a follar coooooon... ¡ese!, ir hasta ese, proponérselo y que a él también le parezca bien, pero también puede querer decir follar tranquilamente con ese sin riesgo a que mañana venga todo el pueblo a tirarte al río. Y el sexo libre también es follar con ese o con tu pareja estable, artífice al cincuenta por ciento de tu espléndida estabilidad familiar, cuando te dé la gana hacerlo y sin más objetivo que el de procurarse un ratito de placer, sin miedo a que en medio del calentón se abran los cielos y un rayo de la ira de Dios, venido directo de las profundidades (o de la Alturas), te parta directamente por la mitad. Con más posibilidades de que esto te ocurra si eres mujer que si eres hombre, por cierto, lean la Bíblia si no se lo creen.
Es que, verán, a mí me educaron un poco con la cantinela esta de que el sexo era una cosa mala de hacer. Y justamente lo oponían además de al manual de cómo ser una buena persona según las leyes de la Santa Madre Iglesia en bloque, a esto de las relaciones estables. El sexo era exactamente esto que sugiere Lipovetsky: uno de los elementos del binomio: o esto o esto otro, pero nunca los dos. Y uno de los argumentos más insistentes que me ofrecían se formulaba también con una frase de lo más simplista: "Los chicos no te van a tomar en serio", decían, cuando para mí lo que no era serio era precisamente la idea de una relación casta, caída en la costumbre y eternizada por obligación con tu primer novio del instituto y, de rebote, con toda su familia y la mía haciendo los coros en nuestro aburrimiento mutuo. Eso era lo que parecía una broma y no lo otro.
Pasaron los años y me encontré con que los hombres, aquellos que no me iban a tomar en serio por no querer casarme con ellos o, mejor dicho, por no haberme casado ya con exclusivamente uno de ellos, resulta que no me toman en serio por todo lo contrario: no se creen lo de que no me quiero casar con todos ellos en cuanto se cruzan en mi camino. He visto actos de verdadero atrincheramiento a la segunda cita, formulados también en una sola frase simplista aunque no por eso dejada de enunciar con grave entonación. Dice así: "Yo, ahora, no quiero tener una relación", cuando como mucho debería decir: "Yo no quiero tener una relación contigo", siendo esta segunda frase la que yo misma probablemente esté pensado al respecto del individuo en cuestión en ese momento, si tan siquiera he llegado al momento de planteármelo: si no he llegado aún a hacerlo, que es más probable, oiré la cantinela y pensaré "Joder, si justo sabe cómo me apellido por el Facebook".
Creo que la cuestión, en fin, no es tanto sexo versus relaciones estables sino relaciones, sean sexuales, sean del tipo que sean, despojadas de prejuicios y basadas tanto en la escucha de lo que el otro tenga que decir como en la formulación de lo que nosotros realmente pensemos.
Así que leo la entrevista de hace un par de días a Gilles Lipovetsky en La Vanguardia y más que como un filósofo lo acabo viendo como un señor que se ha inventado una cosa, le ha puesto un nombre: 'hipermodernidad', y ahora se dedica a venderla por medio de eslóganes reduccionistas que harán que cale hondo en mentes light compradoras de filosofía light, de aquella que más que ofrecer una visión compleja del ser humano, lo único que hace es señalar cosas con el dedo para dejar oír la voz del filósofo light que simplemente se dedica a decir: esto y esto y esto lo hacéis mal, suerte que he venido yo a abriros los ojos a todos. Hala, hala. De nada.