dimarts, 22 de març del 2011

From: Isabel Sucunza
Date: 2011/3/22; 05:30
Subject: La guerra
To: Míster


Míster,

Otra cosa: Ayer confundí a Kant con Sloterdijk sólo porque un libro del segundo tiene un título muy parecido a algunos títulos de libros del primero. Primero, me dio mucha vergüenza, luego, cuando, tras repetirme mentalmente unas quinientas veces el mantra "Lo importante es que tú misma te has dado cuenta del error", me recompuse, tuve una especie de revelación: descubrí qué comparten y de qué parten todas las guerras, personales y colectivas. Qué es eso que hace que sienta como mía ésta que cae, como tú dices, tan lejos. Es la estupidez.

Si yo solita me monté una guerra en la que el enemigo era éste que te digo (la propia estupidez -momentánea, tengo que decir en mi defensa, y transitoria, espero, aunque sin demasiada fe, todo hay que decirlo-), no por confundir a Kant con Sloterdijk sino por confundirme a mí con una persona inteligente, imagínate con quién debe de haberse confundido Gadafi a sí mismo para montar la que está montando, y luego mira cómo casi la humanidad entera le da la razón en su error, montándole la que le está montando en Libia.

Nada más. Voy a seguir, ahora sí, con esta vida que, hoy también, parecerá tan normal.

Pasa un buen martes.
Isabel
From: Isabel Sucunza
Date: 2011/3/22; 05:03
Subject: La guerra
To: Míster


Míster,

Ya sé que no son horas de escribir a una computadora personal decente, pero me ha tenido sin dormir toda la noche la duda que me planteabas ayer: ¿Qué tiene de especial un enviado? Y las fuerzas, ¿qué tienen de especiales las fuerzas? Creo que he dado con la respuesta a las dos preguntas: La guerra. Lo que les hace especiales y enviados y fuerzas es la guerra: Fíjate que ni los unos, los enviados, ni las otras, las fuerzas, lo son -ni enviados ni fuerzas ni especiales- fuera de la situación en cuestión.

Tomemos el caso del enviado especial, por ejemplo. Piensa en un señor de Soria, que estudió periodismo en Salamanca, justo por los años en los que se desató la guerra en Irak. Él era joven, alocado y con ganas de aventura: tenía 19 añitos, era la primera vez que vivía fuera de casa y se encontraba, una vez superada la sensación de libertad inicial, una vez descubierto que esas pequeñas rebeliones contra la autoridad materna que hasta entonces habían dado sal y emoción a su vida -salir un martes, no hacer la cama ninguna mañana, no cortarse el pelo en cuatro meses- no tenían nada de rebelión si su madre estaba a 400 kilómetros, no había móviles aún y, cuando se veían, se contaban exactamente lo que les daba la gana: él, todo por parecer un niño bueno merecedor de las 20.000 pesetas que le daban para pasar el mes y comprarse libros; ella, todo porque no hubiera malos rollos en casa en Navidad, Semana Santa, verano y puente de la Constitución.

Pasa el tiempo él, que está cada vez más aburrido de su vida de estudiante normal -la vida de estudiante en Salamanca, a fuerza de siglos, debe de haberse losificado también: es lo que tiene la vida en provincias, que todo acaba mimetizándose con el paisaje-, descubre un día que ha estallado la primera guerra retransmitida por televisión y que la guerra, retransmitida por televisión y sobre todo de noche, es muy guay. Y que encima, a su madre le preocupa. "¿Has visto cómo están en Irak?", le pregunta ella cada vez que hablan por teléfono. Y ahí, el estudiante aburrido, ve la posibilidad de volver a ser el niño especialito que ya fue aquella primera vez que marchó de Soria.

Se licencia, se va a Madrid a trabajar, y se convierte en un periodista normal; de los que hacen fotocopias, redactan breves y se pasan el turno de noche fumando en la habitación de los teletipos. Hasta que un día, a fuerza de leer artículos de internacional, en una reunión en la que está especialmente inspirado, algún jefe le descubre como experto en la situación en tal país conflictivo y le propone irse para allá, que está a punto de estallar algo, no se sabe muy bien qué, pero algo. Y él, que no está casado ni paga hipoteca aún y que, encima, cuando le ha comentado a su madre que le han propuesto irse para allá, ha visto que casi se desmaya, zas, vuelve a sentirse especial y dice que sí, que, cuando le digan, hace la maleta y coge un avión con destino hacia sus nuevas identidades bélicas: la de enviado y la de especial.

Así pues, Míster, aquí tienes tu respuesta: La guerra.

No voy a reprocharte que me hayas tenido toda la noche sin dormir: en tiempos de guerra -una guerra que, como ya te dije, no tengo pruebas para no creer que sea la nuestra-, no dormir es lo de menos. Me sigue produciendo alegría hacer que tus dudas sean las mías y seguir así teniendo excusas para enviarte cartas. Me dirás que me tomo tus preguntas retóricas demasiado a pecho. Yo sólo te contestaré que qué quieres que haga, si estoy de buen humor, y que pues no preguntes, si tengo el día cruzado.

Vamos hablando.
Cuídate.

Isabel