dilluns, 27 de setembre del 2010

Volvía del trabajo en el Tram, cuando se me ha aparecido una mentira obsoleta. No la he podido identificar como mentira obsoleta desde el primer momento porque, la muy cabrona, primero se ha manifestado como imagen sorpresiva.

La secuencia ha ido así: en el momento en que el Tram a cogido la curva de Adolf Florensa con Diagonal, el señor que iba sentado a mi lado me ha pedido que le dejara salir, que bajaba en Palau Reial, lo cual me ha hecho levantarme yo, levantar la vista del libro que venía leyendo desde Sant Joan Despí y, al volverme a sentar tras dejar pasar al señor, mirar un momento por la ventanilla. Entonces he visto algo, que no cuadraba con cierta historia que me habían contado, que me ha hecho abrir súbitamente la boca y los ojos un milímetro más de lo que ya los tenía abiertos y aspirar aproximadamente un centímetro cúbico de aire de forma, aunque discreta, un poquito tirando a violenta por lo repentina. Efectivamente: he tenido todas las reacciones típicas que tiene un individuo ante una imagen sorpresiva.

El Tram ha seguido su camino pero no crean que por eso la imagen se ha ido empequeñeciendo en la acera, qué va, la tía se ha instalado en mi cabeza haciéndose más grande aún, dispuesta a acompañarme en mi viaje en Tram y más allá si hacía falta. Pero, de repente, ha empezado a ocurrir algo curioso: mi memoria se ha empezado a pelear con la imagen sorpresiva. Primero la ha intentado echar de una patada al grito "tú no has pasado"; luego, se ha acercado y la ha empezado a examinar de cerca, detalle por detalle, contrastando lo que recordaba haber visto hacía escasamente medio minuto con lo que recordaba de hace unos meses de las imágenes por separado que constituían la totalidad de la imagen sorpresiva. Entonces le ha empezado a dar cabezazos al ritmo de gritos como "sí que existes, sí que eras tú". En ese momento, yo, que ya no leía ni miraba por la ventana, he sacudido la cabeza como queriendo aliviar la presión de la pelea que estaba sucediendo dentro de mi cráneo y he conseguido así generar una fuerza centrífuga que ha obligado a mi memoria y a la imagen sorpresiva a separarse la una de la otra.

Ha sido entonces cuando mi memoria ha vuelto a acoplarse en su sitio correspondiente de mi cerebro y mi cerebro se ha puesto, más frío, a examinar la pinta de la idea sorpresiva, que, a decir verdad, cada vez tenía peor aspecto: parecía como si hubiera empezado a sufrir una especie de degeneración hacia el ridículo. Que ¿cómo sé que iba hacia el ridículo y no hacia otra cosa? Pues, primero, porque cuanto más consciente se ha hecho mi cerebro del tiempo que separaba de aquella imagen sorpresiva a algunos recuerdos de mi memoria, más se iba empequeñeciendo ésta. Y segundo, porque cuando mi memoria ha traído de repente al frente otra imagen -la de la persona que me había contado la historia que en el fondo había dotado a la imagen de la cualidad de sorpresiva-, más desgraciada y ruin parecía. Ha sido entonces cuando he percibido al fin lo ridículo de aquella imagen que me había hecho abrir los ojos y la boca, aspirar de forma ligeramente violenta y sacudir la cabeza, y he tomado conciencia de cuánto la había sobrevalorado al otorgarle el grado de sorpresiva.

El Tram ha llegado a Maria Cristina y cuando he bajado a la acera, al mirar hacia el Palau Reial, ni siquiera he alcanzado a ver el puntito en el que se había convertido aquella miserable mentira obsoleta.
Refugiados en un bar del Eixample de las hordas de postadolescentes enloquecidos que cantaban a voz en grito absolutamente todos los temas de Els Amics de les Arts (como dijo Xavi: "Que alguien me lo explique"), hablamos sobre el peligro de que desaparezca el alfabeto. No de que desaparezcan las letras sino el alfabeto: la relación de todas las letras dichas por orden, de la A a la Z. Llegamos a este tema tras una cerveza a lo largo de cuya ingesta, Xavi nos había ido haciendo la lista de todos los problemas nuevos, provocados por la implantación de ordenadores en las aulas, con los que se ha encontrado al volver después del verano a su trabajo de profe de secundaria. Venía a decir algo así como que ahora, a las dificultades de siempre, se suman las tecnológicas (las económicas también, pobretes, que tienen racionadas las fotocopias) y que de qué sirve conseguir la atención de toda la clase si, cuando ya los tienes calladitos y dispuestos a escuchar, enchufas el cañón para proyectar lo que va saliendo en tu ordenador con el objetivo de que ellos también puedan ir siguiendo las explicaciones y el cañón no funciona.

Xavi nos dijo que echa mucho de menos los libros.

Pero ¿cómo? ¿no tienen libros?, pregunté yo. Y me dijo que cada vez menos. Que seguían las lecciones cada uno en su ordenador y que los ejercicios también lo hacían en el ordenador y que el ordenador les iba diciendo "¡¡¡¡BIEEEEEN!!!!" si lo hacían bien y "¡¡¡¡OOOOOHHHH!!!!" si lo hacían mal: como en los concursos de la tele; con pulgares hacia arriba para lo correcto y sonidos desagradables para lo incorrecto. Entonces yo pensé que si los libros de texto están desapareciendo, los diccionarios y enciclopedias deben de estar extinguidos ya, y fue en ese momento en el que pensé en el alfabeto.

¿Saberse el alfabeto sirve para algo más que para buscar palabras en diccionarios y enciclopedias? Saber cómo se leen las letras sirve para deletrear, eso sí, pero para eso no hace falta aprenderse el alfabeto en orden. Para aprender a escribir y a leer, tampoco hace falta saber el orden del alfabeto: uno aprende a juntar vocales con consonantes y lo primero que suele escribirse y leerse son palabras como papa o mama (sin acentos, que los acentos vienen luego), que están formadas por las letras decimoctava y primera (bis) y decimocuarta y primera (bis) respectivamente; para hacer exámenes tipo test, tampoco hace falta saberse el alfabeto: bastaría en todo caso con llegar a la "d", a la "e" a lo sumo, pero ni eso: normalmente las respuestas vienen ya ordenadas (sería un lío hacer un examen tipo test ofreciendo las respuestas de la primera pregunta ordenadas así: a) b) c) d); las de la segunda, así: c) d) b) a); las de la tercera así: a) c) b) d)...) y en cualquier caso, podrían substituirse por números. Para hacer listas ordenadas por las iniciales de los apellidos, sí sirve el alfabeto, pero eso ahora te lo hace en un momento el ordenador. A la hora de buscar in situ la mesa electoral en la que tienes que votar, también sirve el alfabeto, pero si no te lo sabes, tampoco pasa nada: ya debe de haber llegado a tu casa la tarjetita del censo y ahí están todas las indicaciones, además, lo de las mesas electorales tal como las conocemos debe de tener los días más contados aún que el alfabeto, creo yo.

Total, que el alfabeto ya no se utiliza para nada y todos sabemos que lo que no se utiliza, como el amor, por ejemplo (Inciso: esto último que he dicho del amor es por otra cosa que tengo en la cabeza, que me preocupa casi tanto como lo del alfabeto), acaba olvidándose. Y eso me da un poco de miedo porque recitar el alfabeto, en mis tiempos, era tan importante como recitar los números por orden (¿a que ahora ya no lo parece tanto?).

La consecuencia lógica de saberse las letras por orden era ponerse a jugar con ellas, mezclarlas todas, a ver qué palabras salían (igual que la consecuencia lógica de saber los números por orden era ponerse a sumarlos y a restarlos entre ellos), y de lo primero (igual que de lo segundo salen las matemáticas) salía la literatura... Igual me he pasado un poco con esta última analogía: el orden de los números es más importante por una cuestión de competencia entre ellos (unos representan más que otros); cosa que no pasa con las letras.

Claro, al final va a ser lo de siempre: en una sociedad competitiva como esta que nos hemos montado, a dónde va una panda de tontas letritas carentes de toda intercompetitividad.

Me caía bien el alfabeto. Me da mucha pena que nos olvidemos de él.