El otro día vi que Mamma Roma estaba programada en el ciclo que estos días la Filmoteca le dedica a Pasolini, pensé que qué bien porque no la había visto y, como para impaciencia la mía y como soy tan mala espectadora de cine que por pura ansia por la historia tengo el miramiento ninguno de sacrificar formato y lo que haga falta, me la miré en Filmin esa misma tarde.
Lloré mucho, se me quedó muy mal cuerpo, salí a tomar una cerveza en estado de desesperación bastante acuciante y no conseguí dormirme hasta las cuatro de la madrugada.
Días después, para mi sorpresa, me di cuenta de que iba por la vida sacando a la primera de cambio el tema de haber visto la película, y sin poder parar de hacer comentarios al respecto del tipo "qué maravilla", "qué barbaridad", "qué gusto".
Y aún más días después, cuando por fin ha llegado el momento aquel maravilloso en el cual el arte, por eso es arte, encaja dentro de la teoría sobre la vida, sobre el trabajo y sobre las maneras de hacer bien las cosas, que uno se va montando en la cabeza a lo largo de la misma suya propia, me ha dado por poner Mamma Roma a renglón seguido de aquello que contaba José Luis Cuerda el otro día en Pequod; aquello de cómo, una vez que andaba escribiendo un guión con Rafael Azcona, cuando él le propuso poner a la protagonista, después de un momento de gran dramatismo, llorando, con la espalda apoyada contra una puerta que acababa de cerrar de malas maneras, Azcona le espetó: '¡¡Una mierda!! ¡¡El corazón es una cosa privada y tú no tienes ningún derecho de decirle a la gente cuándo tiene que llorar!!'
Y, una cosa lleva a la otra, me ha dado por ponerla también en el polo opuesto a ese fiasco monumental trieriano que fue Bailar en la oscuridad -lloren aquí, dando saltitos en el tren; lloren allá, cantándole al conducto del aire de la celda-, igual que tengo puesto al Lost in Translation de la niñísima en las antípodas de la magistral In the Mood for Love.
Vayan a ver Mamma Roma esta tarde si no lo han hecho ya. Si están atentos, van a aprender muchas más cosas de las que se esperan. Van a ser personas mucho menos simples, mucho más exigentes; no van a volver a conformarse con historias lacrimógenas de huerfanitos o de niños en campos de concentración, se lo van a pensar tres o cuatro veces más a la hora de ir por la vida reclamando premios, comprando libros, yendo al cine. Y, lo más importante: nadie va a poder volver a decirles cuándo tienen que ponerse a llorar. Y esta última, se lo juro, es una de las más grandes formas de libertad.