diumenge, 19 de setembre del 2010

Nueva York es uno de los pocos sitios a los que no me da pena haber ido porque incluso después de haber estado allí, no he renunciado a seguir inventándomelo.

En casa se había hablado de Nueva York igual que se había hablado de Tokio, de Sidney, de Buenos Aires y de Atenas. Mi padre viajaba mucho, así que uno de esos sitios aparecía un día en la conversación, a la hora de cenar, y se convertía en tema recurrente durante aproximadamente el mes siguiente más los días que mi padre pasara en la ciudad en cuestión.
Empezar a oír hablar de Nueva York, Tokio o Sidney en la cocina de mi casa, era el anuncio de una inminente instauración de un estado de excepción que solía durar normalmente una semana, a veces hasta quince días: Marchaba el jefe, cambiaban las normas. Mis hermanos y yo nos turnábamos para dormir con mi madre en su cama y todo se volvía un poco más relajado (mi padre hacía definitivamente el papel de poli malo en casa).

Así que cuando, teniendo yo 15 años, Nueva York volvió a salir en la conversación de la hora de la cena siendo esa vez yo la que marchaba, me tuve que poner a hacer algo que no había hecho antes: intentar imaginarme Nueva York. Hablando claro, cuando era mi padre quien se iba, lo importante era su ausencia del aquí; entonces que me iba yo, lo importante era mi presencia en el allá. Y ese allá también, claro.

Fue en ese momento cuando empecé a inventarme Nueva York. Bien, al menos lo intenté: mi mente se quedaba encallada en la idea de mi partida y no llegaba nunca a cruzar el charco. Hasta que llegó el día D y no me quedó otra que ordenarle a mi mente que se dejara de tonterías y que entrara con mi cuerpo en aquel avión que estaba a punto de despegar. Si mi mente me hubiera hecho caso y no se hubiera aferrado al hecho "no estar allí" (cabezonería que duró aproximadamente un mes), yo habría tenido que dejar de inventar Nueva York porque ya la tenía delante de mis narices, pero no hubo manera de que se centrara en lo que tenía que centrarse, mi mente, así que pasé cinco días totalmente aterrorizada, de susto en susto cada vez que la ciudad me brindaba evidencias aplastantes de que ella era Nueva York y yo, efectivamente, estaba allí.

Me acojonaba el humo de las alcantarillas, me moría de miedo cada vez que un negro me hablaba en español, también me entraban sudores fríos cada vez que cualquiera se dirigía a mí en inglés, no levantaba la cabeza para mirar hasta dónde llegaban los rascacielos porque la primera vez que lo había hecho fue entre las Torres Gemelas y creí por un segundo que el cielo me iba a succionar... Así pasaron mis cinco días en Nueva York.

Recuerdo una habitación de hotel, recuerdo una tienda de fotografía, recuerdo los ascensores del Empire y recuerdo un viaje en autobús por Harlem. Hay una foto en la que salgo yo delante del Rockefeller Center, pero no recuerdo haber estado allí. Tampoco recuerdo haber visto la Estatua de la Libertad, aunque la vi seguro. Pero no pienso en todo esto que recuerdo o no recuerdo cuando me invento Nueva York.

Cuando me invento Nueva York siento sobre todo aquel vértigo inverso (investigué aquello de creer que el cielo te puede succionar y resulta que se llama así), siempre es de noche, las calles están mojadas, sale humo de las alcantarillas y vuelvo a notar como un hueco dentro de mi cabeza que es mi mente empeñada en no estar allí. Y me encanta y me fascina mi Nueva York.

No quiero volver a Nueva York. ¿Creen que voy a cambiar mi ciudad inventada por otra llena de detalles tontos como museos, taxis amarillos y turistas con moño y gafas de sol haciéndose fotos delante de Tiffany's? Vamos, hombre, ¿por quién me han tomado?
Me gustaría no haber ido nunca a Cadaqués para poder inventármelo. Pero fui hace unos meses y, aunque eliminé la prueba material de los zapatos que destrocé andando por aquel camino de cabras, ahora puedo dibujar de memoria un mapa del sitio, marcar con una cruz la terraza en la que desayuné y hasta visualizar el perro que había tumbado debajo de la mesa de al lado.

Tener estas cosas -aunque sólo sean tres: zapatos, terraza y perro- en la cabeza, me constriñe la imaginación. Puedo empezar a inventar que mientras desayunaba en aquella terraza, un platillo volante ocultó el sol de repente, pero cuando llego al punto en el que me invento que la gente que estaba en la playa tomando el sol empezó a recoger sus cosas fastidiada porque el platillo les hacía sombra, el perro me dice: "No hubo platillo volante en Cadaqués; en Cadaqués sólo estábamos yo, tumbado debajo de la mesa de al lado, y tú, que en ese momento eras feliz".

Así que, eliminado Cadaqués de la lista de sitios que me tengo que inventar, voy a empezar a buscarme otra cosa.


A mí, las fiestas con muertos vivientes, sangre falsa y grupos garage de Estambul me provocan, vayan ustedes a saber por qué, este tipo de pensamientos. También me provocan un gran dolor de culo, las fiestas con muertos vivientes, sangre falsa y grupos garage de Estambul, sobre todo si Natxo, bailando, me lanza al aire y no se queda quieto en el sitio esperando a recogerme cuando caigo.