Yo: Aina, mira: el cementerio.
Aina: ¿Qué hay?
Yo: Gente enterrada.
Aina: ¿Por qué?
Yo: Porque se han muerto.
Aina: ¿Por qué?
Yo: Porque la gente primero vive y después se muere.
Aina: ¿Por qué?
Yo: (Saliéndome por la tangente, a mi hermana) ¿Hay alguien conocido?
Nuria: No, pero mira qué hay aquí. (Rodeamos la tapia) El cementerio judío.
Aina: ¿Qué hay?
Yo: Judíos enterrados.
Aina: ¿Judíoooos?
Yo: Sí. ¿Tú conoces a algún judío?
Aina: ¿Judíooo?
Yo: Sí, es una religión y tienen otro cementerio.
Aina: ¿Por qué?
Yo: ... ¿Vamos a buscar almendras?
Aina: Vale.
dissabte, 25 d’agost del 2012
Too much.
Vengo de pasar cuatro días de inmersión infantil, rollo familiar de familión, de numeroso inflado: son tres pero cuando coinciden despiertos parecen una docena; más que manos hay para sujetarlos a todos, parencen, más que cabezas hay para responder a tantas preguntas, y eso que uno aún no se mueve demasiado y eso que ese uno aún no habla. Vengo de allá donde parece que el crío manda y que la cabeza que se vuelve loca es la del adulto. Vengo. Llego. Un pie en el aeropuerto, otro en casa y el primero en seguida en casa de un amigo. Dos amigas más a la mesa y un tema: la madre. La madre eterna. El eterno femenino de Pombo con salto generacional de por medio. Y hablando, hablando, los cuatro días anteriores se giran: que resulta que no, que la cabeza del adulto ya estaba montada y las mochilas que se estaban llenando allá eran las de los pequeños. Y cuatro días jijí jajá, que a saber si acaban en cena (suya, de los tres que parecen docena) de vaciar el buche de aquí a treinta años. Cena de acabar diciendo cosas como que no es que, de mayores, entendamos mejor a nuestros padres, que lo que entendemos mejor son sus traumas bestiales.
Qué responsabilidad, ¿eh? Yo no puedo.
Prefiero gato. Gato y sobrinos. Llámenme tieta.
Vengo de pasar cuatro días de inmersión infantil, rollo familiar de familión, de numeroso inflado: son tres pero cuando coinciden despiertos parecen una docena; más que manos hay para sujetarlos a todos, parencen, más que cabezas hay para responder a tantas preguntas, y eso que uno aún no se mueve demasiado y eso que ese uno aún no habla. Vengo de allá donde parece que el crío manda y que la cabeza que se vuelve loca es la del adulto. Vengo. Llego. Un pie en el aeropuerto, otro en casa y el primero en seguida en casa de un amigo. Dos amigas más a la mesa y un tema: la madre. La madre eterna. El eterno femenino de Pombo con salto generacional de por medio. Y hablando, hablando, los cuatro días anteriores se giran: que resulta que no, que la cabeza del adulto ya estaba montada y las mochilas que se estaban llenando allá eran las de los pequeños. Y cuatro días jijí jajá, que a saber si acaban en cena (suya, de los tres que parecen docena) de vaciar el buche de aquí a treinta años. Cena de acabar diciendo cosas como que no es que, de mayores, entendamos mejor a nuestros padres, que lo que entendemos mejor son sus traumas bestiales.
Qué responsabilidad, ¿eh? Yo no puedo.
Prefiero gato. Gato y sobrinos. Llámenme tieta.
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