dissabte, 19 de juliol del 2014

Yo ya no voy a saberlo, pero creo que ser padre debe de consistir en combinar la esperanza de que a tus hijos les dé por una cosa con la de que no les dé por la otra. Por ejemplo: mi padre una vez compró un piano esperando que a alguno de nosotros nos diera por la música. Eso no pasó, pero fíjense en el gasto y la ilusión que invirtió mi padre en ello; en ese 'a lo mejor' inventado por él para nosotros, tan indefinido (por lo de la música, por lo del futuro y por lo del posible talento) y tan concreto (por la madera, por las cuerdas, por el metro y medio de alto, y por esa forma tan técnicamente determinada) a la vez.

Aquella ilusión de mi padre se quedó en lo físico: el piano, que llevaba décadas en casa ocupando su sitio, muy definido también, sin que nadie lo tocara.

El lunes fui a buscarlo para bajarlo a la librería.

Subieron dos transportistas a la casa de mis padres, envolvieron el piano en una manta, lo subieron a un carrito con ruedas y lo metieron en una furgoneta. Yo los seguía todo el rato un metro por detrás con la banqueta en la mano. Cargaron el piano en la furgo, yo puse la banqueta al lado, como si alguien fuera a ponerse a tocar durante todo el viaje. Me hicieron sitio para bajar con ellos en la cabina. Me contaron que esa mañana habían trasladado otro piano también hasta el mismo barrio. Luego me enteré de que aquel otro piano era el piano de mi amiga Anna, y pensé que vaya día de traslados de ilusiones de conocidos y estimados míos que se estaban cascando aquellos dos.

Total que, un rato después, el piano ya estaba en la librería.
El socio me dijo: "se va llenar de polvo". Yo le dije: "lo limpiaré". Luego le dije también que, ya que lo teníamos ahí, tenía ganas de buscarme un profe que viniera en agosto, que íbamos a estar muy tranquilos, por las mañanas, a darme unas clases. Se partió de la risa.

Esa noche (la noche del día del piano) hacíamos en la librería una sesión de uno de aquellos ciclos que nos hemos inventado: "A fondo". Tocaba proyectar en la pantalla que ahora está colgada en la pared justo encima del piano, la entrevista a Josep Pla. Venía a comentarla Adrià Pujol, que es el hijo de uno de los correctores de Pla. Venía también a cubrir el acto para el diario Daniel Vázquez, que es el hijo de Manuel Vázquez Montalbán.

Yo antes le había estado contando a Daniel cómo, para el ciclo "A fondo" estábamos contactando con gente que conociera bien a los entrevistados, para que vinieran a comentar en cada sesión. Le dije que para la entrevista de su padre teníanos pensado invitar a Maruja Torres. Le dije también que, si quería, viniera él aquel día. Me dijo que a su padre lo conocían mucho mejor sus amigos que él, su hijo.
Le contesté que eso siempre pasa con los padres.

Adri, que hablando de Pla mientras presentaba la entrevista hablaba también todo el rato del suyo, del corrector, cuando empezó la proyección, desapareció. Yo pensé ¿se ha ido? y salí a mirar. Vi que estaba hablando con Daniel.
Luego me contó que habían estado hablando de la casa de los Vázquez, no de la del Raval, si no de una masia que tiene la familia allá por el Empordà; que habían estado hablando de dónde escribió Montalbán todo lo que escribió durante sus últimos diez años.

Aquella noche, Daniel le habló a Adrià de su padre, hablando de la casa, hablando de escribir; Adrià habló del suyo, hablando de Pla, hablando de corregir.

Y yo entonces no lo pensé, pero al día siguiente caí en la cuenta de que todo eso había pasado la noche del día del piano: del piano que compró mi padre por si a alguno de los hermanos nos daba por ahí.
Y que con ese piano, aquella noche y todos estos días, yo no estoy haciendo otra cosa que hablar de mi padre también; de cosas que hasta ahora había pensado que sabrían sus amigos mejor que yo.