dimecres, 1 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 1. Miércoles

Si conviertes todas las casas de un pueblo abandonado en casas de turismo rural, ¿qué tienes? Un pueblo rural. Cómo de tonto puede llegar a ser este asunto que hasta la lógica del lenguaje lo delata: El pueblo rural, último grito (¡¡¡¡AAAAAHHH!!!!) en resorts y turismo de pulserita.

Por lo que me cuentan, hay uno cerca de Cervera. Y por lo que he investigado (poco) hay otro en Galicia. También he visto un anuncio que rezaba "Pueblo en venta. Ideal para convertir en centro turístico rural".

Nunca he estado en uno así que, siguiendo la máxima vianiana "I never went to Italy so I had to write a song about it to know it", me he plantado allí -en el de Cervera o en Couso, da igual- con el coche y la familia que tampoco tengo. Por la autopista, hasta casi la misma entrada de la aldea en cuestión. Y oigan: Qué bien conseguidas las últimas curvas rurales de la carreterita rural que se tiene que coger para llegar hasta las primeras casas rurales del pueblo rural. Se nota que la han arreglado, antes debía de ser un camino de cabras, pero han mantenido el trazado antiguo. Ensanchándola unos metros, eso sí, que si no el todoterreno que saco del garaje para estas ocasiones tan... ¿rurales? no habría pasado.

Llego al final de la galería de árboles. Una amable pancarta ("Bienvenidos al pueblo rural") me recibe y me indica con una flecha hacia dónde tengo que girar para encontrar el parking de todoterrenos; el pueblo rural es peatonal prácticamente todo el día, excepto de 5 a 7 de la tarde, que es cuando se hace el desfile de tractores, carros y cosechadoras, intercalados con rebaños de ovejas y una piarita de cuatro cerdos que hacen las delicias de los niños y mayores urbanos. Babeo pensando cómo mis dos hijos por fin van a aprender que el fuet no crece en los súpers en paquetes envasados al vacío.

Bajamos del coche, cogemos las mochilas, nos atamos bien las botas de montaña y nos dirigimos al punto de información que hay en la entrada del pueblo. Nos dan la bienvenida y un plano. Nos marcan en el plano cuál es nuestra casa -la de la piscina, por los críos la hemos cogido-, dónde están el súper, el restaurante, la tienda de souvenirs y el bar -en la plaza, al lado de la iglesia, claro-. La iglesia está cerrada y no tiene campanas pero, por megafonía, tocan las horas, las medias y los cuartos; nos parece un detalle encantador.

Nada más entrar, vemos a un abuelo con boina y bastón. Le decimos hola, nos devuelve el saludo. Le pregunto si es del pueblo, me responde que no, que es parte del grupo de animación contratado por la empresa que lo gestiona pero que si necesitamos saber algo, se lo preguntemos, que les hacen hacer a todos un curso antes de empezar a trabajar. Le doy las gracias y, cuando nos alejamos un poco, les explico a los niños que en los pueblos hay que saludar y hablar con todo el mundo. Seguimos el camino hacia la casa diciendo hola, hola, a todo ser vivo que se cruza con nosotros. Pasa por delante un perro pulgoso. Les digo a los niños que a éstos -a los perros- en los pueblos, hay que tirarles piedras. Los niños se horrorizan, el perro se harta de esperar la primera pedrada y se va por donde ha venido, decepcionado. Yo me río y despeino a los niños con gesto cariñoso diciéndoles: "Bueeeno, ya aprenderéis: tenéis toda la semana". Llegamos a la casa.

La dueña es alemana. De Munich. Nos explica que se hartó de la ciudad y que como a ella le gusta mucho el trato con la gente y su novia es arquitecta autónoma y puede trabajar donde le dé la gana, cuando hace dos años vieron el anuncio en el periódico, se decidieron a comprar la casa, arreglarla y venir a montárselo al pueblo rural. Los niños están despistados, gracias a Dios, con una gallina que se pasea por delante de la puerta y no han oído esto último. Les grito que a ésas -a las gallinas- hay que gritarles "pitas, pitas, pitas". La alemana me dice que no es una gallina, que es el gallo y que mejor no se acerquen demasiado, que tiene muy malas pulgas. Le agradezco la discreción de haber bajado la voz, cojo las llaves de nuestras habitaciones, llamo a los niños y subimos al primer piso.

Las habitaciones, estupendas: ventanas con porticones, camas ridículamente grandes, una jofaina (decorativa, qué susto) en un rincón, lavabos estucados en colores tierra y... ¡armarios de luna! Corro a abrir la puerta del armario en cuestión. ññññiiiiiiiiiiiiic. Aaaah, sí... Corro a abrir los porticones de la ventana. Los niños dicen que huele mal. Les explico que los pueblos huelen así y que es por las vacas. (Nota mental: preguntarle a la encargada alemana si hay alguna manera de disimular ese olor a vaca).

Vaciamos las mochilas. Los armarios de luna no tienen barra para las perchas, sólo tienen estantes. Cris tuerce el gesto: se le van a arrugar todos los vestidos. (Nota mental: preguntarle a la alemana si hay servicio de plancha). Son las 9 de la noche y tenemos que cenar. Bajamos a recepción, le decimos a la alemana que nos encantan las habitaciones. Responde "No. Los pueblos huelen así" a mi pregunta sobre el olor de vaca, mientras ata a nuestras muñecas las pulseras all included. Salgo de la casa al grito "Vamos a cenar a la fonda". "¿Qué es una fonda?", pregunta el pequeño. "Es como se llaman los restaurantes de los pueblos", contesto. Allá está. "Restaurante", dice el cartel, claro, suena más internacional así.

Pedimos el surtido de embutidos. Le pregunto al camarero si son embutidos hechos en el pueblo. “Claaaaro”, me responde guiñándome el ojo. Nos trae una especie de percha con chorizos, fuets, bulls (blanco y negro) y secallonas colgando de ella, una tabla y un cuchillo. A comer. Llega otra pareja con otros dos niños, con botas de montaña idénticas a las nuestras (todos), pantalón corto con muchos bolsillos, idéntico a los míos (él); vestido de lino en tono verde militar, idéntico al de Cris (ella); pantalón corto con muchos bolsillos y camisetas de manga larga (los niños). Nos preguntan si pueden compartir mesa con nosotros. Por su puesto. El señor nos cuenta que llevan ya diez días en el pueblo, que se mañana a primera hora, que han sido unas vacaciones fantásticas y que las nuestras también lo serán. Que ya veremos qué auténticas son las fiestas patronales del pueblo (que se celebran todos los jueves a partir de las 12 del mediodía) y que lo único que se han perdido ha sido la matanza del cerdo, que son vegetarianos (aunque respetan muchísimo que nosotros hayamos elegido comer animales muertos) y que por poco no cambian de planes y se van a la playa en vez de venir al pueblo rural cuando vieron que una de las actividades familiares del día del patrón (todos los jueves) era ver ese espectáculo macabro. Pero que acabaron viniendo porque si se hubieran ido a la playa, los abuelos se habrían apuntado y que no les apetecía, que bastante los veían ya cuando les traían los críos del colegio a casa todos los días, que les das la mano y se cogen el brazo. Piden una ensalada sin atún para todos. Los niños se la comen sin parar de rascarse todo el cuerpo. “Tienen pulgas de jugar con el perro”, dice la madre. “A los perros de los pueblos rurales hay que tirarles piedras”, dice mi hija mayor. Se levantan y van a otra mesa sin despedirse.
Acabamos de cenar y nos vamos a dormir. Por megafonía suenan once campanadas.