Dietario del pueblo rural. Día 7. Martes.
La puesta de patitas en la calle resultó ser providencial. Hemos llegado a Barcelona a las 11 de la noche. Si llegamos a salir hoy, como estaba previsto, del pueblo rural, habríamos tardado el doble de tiempo en llegar. Mi hijo nos está esperando con la cena preparada: ayer por la tarde decidió bajarse del coche y adelantarse andando por el arcén soportando estoicamente los bocinazos e improperios que le lanzaban desde otros coches por adelantarles por la derecha. En lo que hemos tardado en llegar, él ha limpiado toda la casa, ha colocado todos los souvenirs en su sitio (qué recuerdos…) y ha enseñado el vídeo de las vacaciones en el pueblo rural al resto de la familia y a los más allegados. Feina feta.
Cenamos frugalmente (tenemos los estómagos encogidos por la emoción de la vuelta al cole), llamamos a Emma para decirle que hemos llegado bien, le dejamos el mensaje en el contestador y nos vamos a dormir todos menos mi hija, que se queda hasta las tantas practicando cibernada en la habitación del ordenador.
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divendres, 10 de setembre del 2010
Dietario del pueblo rural. Día 6. Lunes.
Nos despertamos con el canto del gallo. Cris y yo parecemos dos pasitas arrugadas, igual que mi madre y el teutón, que han pasado la noche en la piscina. A mi madre, además, se le han pegado las aletas de la nariz al tabique de llevar tantas horas seguidas puestas las pinzas y tiene en la frente la marca del elástico del gorro. El pequeño y mi padre tienen los ojos rojos y no paran de ponerse colirio. La mayor luce unas ojeras azules, de no haber dormido, que le llegan casi a la barbilla. Nos encontramos en el comedor, en nuestra mesa habitual, y nos hacemos tanta gracia los unos a los otros que no podemos parar de reír. Entre carcajadas, el teutón le pide a la alemana lesbiana que nos saque cuatro botellas de cava para desayunar y brindar porque somos una familia feliz. La camarada se pone a llorar. Dice entre hipidos que llora en parte por la pinta tan ridícula que tenemos, en parte por ver tanta felicidad junta y en parte porque no puede evitar sentirse un poco desplazada del grupo. Soltamos una gran carcajada al unísono, ella se va a la cocina, vuelve con las botellas de cava, las deja encima de la mesa, se acerca a la cabina insonorizada del gallo, abre la portezuela, le salta los auriculares de un capón al bicho, la vuelve a cerrar, se sienta en un sofá y ahí se queda haciendo pucheros mientras nosotros brindamos sin parar y acabamos las cuatro botellas de una sentada.
Es nuestro último día entero en el pueblo rural. Empezamos a discutir sobre cómo queremos pasarlo. Mi padre, que hace eses sin levantarse de la silla, al ritmo de las jotas aragonesas que él mismo canta a voz en grito, y mi madre, que está borracha perdida, dicen que quieren ir primero a la farmacia a hacer acopio de aspirinas, suero fisiológico, primperán y caramelos de eucalipto, y luego a la camita. Cris, aprovechando que mi madre no está en condiciones, quiere pasar la mañana nadando en la piscina a sus anchas, no sin antes pasar por el chiringuito del río para comprarse unos manguitos porque no se ve ella en condiciones de flotar (qué previsora es). Mi hijo dice que va con ella al río y que se queda. Ya lleva puestos la mochila de las bombonas de oxígeno a la espalda, el traje de neopreno y las gafas, dice que ya verá cómo se pone el colirio debajo del agua. Mi hija ha desaparecido.
No me queda más remedio que llamar al orden: vamos a pasar el último día en el pueblo juntos, porque somos una familia (vuelve a aparecer mi hija), y lo vamos a pasar en la tienda de souvenirs. El teutón no, que no sólo no estamos emparentados con él de ninguna manera sino que además dudo hasta de que seamos de la misma especie. Le digo que no se lo tome como algo personal, pero que es así. Me dice que no sufra, que de todos modos será mejor que él se quede con Emma, que puede que a ella no le falte un poco de razón cuando dice que últimamente la ha tenido un poquito olvidada. Le pregunto quién es Emma. Me señala a la lesbiana alemana (¡Emma!). Hacemos el amago de quedarnos con ellos todo el día, que si hay que acompañar a alguien que se siente solo, se acompaña y más habiendo sido Emma (¡Emma!) tan amable con nosotros durante todos estos días. Dice que no, que ya se encarga él, que quiere un momento de intimidad para disfrutar de la carita que pondrá cuando le diga que fue él quien envió aquel ramito de violetas. Suspiramos todos a la vez imaginándonos el momento, le besamos, le abrazamos, le decimos que, si es necesario, cuelgue un calcetín en el pomo de la puerta, que entenderemos el mensaje, y enfilamos hacia la tienda de souvenirs.
Explico nuestro objetivo al resto de la familia: tenemos que hacer acopio de objetos preciosos o no que colocaremos en sitios estratégicos de nuestra casa en Barcelona para que los recuerdos agradables vayan viniéndonos a la cabeza constantemente, desde que nos despertemos hasta el momento en que nos vayamos a dormir. Paramos a esperar a mi padre, que está vomitando en un árbol. Cuando acaba de vomitar, nos desviamos del camino para acercarnos a la farmacia. Mi madre tenía parte de razón: el Primperán era necesario.
Llegamos por fin a la tienda de souvenirs. Nos dispersamos por las cuatro plantas y quedamos, dentro de tres horas, delante del mostrador de los hologramas de personajes típicos rurales, del holograma del cerdo a tamaño natural en concreto: no tiene pérdida.
Las tres horas pasan en un suspiro. Salimos a la plaza y repasamos todo lo que hemos comprado. Tiramos al contenedor los objetos repetidos: treinta trajes regionales (todos hemos comprado trajes para todos), cinco arados, cinco cosechadoras, cinco sacos de abono, cinco kits despertador (con sus cinco gallos, sus auriculares, sus cabinas insonorizadas, sus guantes de malla y sus hierros candentes); cinco muñecas lesboalemanas que al apretarles la barriguita repiten “Venga chicarrobas, ¡acabemos con la tiranía del género!” y “Puto pajarraco, puto pajarraco, puto pajarraco”. También hemos juntado entre todos seis figuras de porcelana que representan con un realismo aterrador, escala 1:1, a mi madre haciendo el vriksasana sostenida por la mano del teutón, pero accedemos a que mi madre se quede con las cinco que sobran; cuatro para regalárselas a sus amistades más cercanas y una para donarla a la piscina municipal de Ororbia, su pueblo natal.
Regresamos a la casa y nos encontramos nuestros equipajes, perfectamente alineados, ordenados por volúmenes de mayor a menor (ya no hay duda: el teutón y la lesbiana alemana (… ¡Emma!) son de otra especie) a lo largo de la acera, y un calcetín (mío) anudado al pomo de la puerta. Mi padre comenta que cree que nos han puesto de patitas en la calle. Saco del calcetín una nota que lleva escrito mi nombre. “Os ponemos de patitas en la calle. Buen viaje de regreso”. Me cuesta, pero reconozco que esta vez mi padre tiene razón. “No te preocupes”, me dice, “con el pedo que llevo aún y el colocón de primperán, mañana no me voy a acordar de nada”. Aprovecho para aliviar mi conciencia diciéndole que fui yo quien estrelló su coche contra aquella tanqueta de los marrones a finales de los 70 y que le quiero. Nos abrazamos y decidimos cargar los coches y tirar ya de vuelta para Barcelona.
Nos despertamos con el canto del gallo. Cris y yo parecemos dos pasitas arrugadas, igual que mi madre y el teutón, que han pasado la noche en la piscina. A mi madre, además, se le han pegado las aletas de la nariz al tabique de llevar tantas horas seguidas puestas las pinzas y tiene en la frente la marca del elástico del gorro. El pequeño y mi padre tienen los ojos rojos y no paran de ponerse colirio. La mayor luce unas ojeras azules, de no haber dormido, que le llegan casi a la barbilla. Nos encontramos en el comedor, en nuestra mesa habitual, y nos hacemos tanta gracia los unos a los otros que no podemos parar de reír. Entre carcajadas, el teutón le pide a la alemana lesbiana que nos saque cuatro botellas de cava para desayunar y brindar porque somos una familia feliz. La camarada se pone a llorar. Dice entre hipidos que llora en parte por la pinta tan ridícula que tenemos, en parte por ver tanta felicidad junta y en parte porque no puede evitar sentirse un poco desplazada del grupo. Soltamos una gran carcajada al unísono, ella se va a la cocina, vuelve con las botellas de cava, las deja encima de la mesa, se acerca a la cabina insonorizada del gallo, abre la portezuela, le salta los auriculares de un capón al bicho, la vuelve a cerrar, se sienta en un sofá y ahí se queda haciendo pucheros mientras nosotros brindamos sin parar y acabamos las cuatro botellas de una sentada.
Es nuestro último día entero en el pueblo rural. Empezamos a discutir sobre cómo queremos pasarlo. Mi padre, que hace eses sin levantarse de la silla, al ritmo de las jotas aragonesas que él mismo canta a voz en grito, y mi madre, que está borracha perdida, dicen que quieren ir primero a la farmacia a hacer acopio de aspirinas, suero fisiológico, primperán y caramelos de eucalipto, y luego a la camita. Cris, aprovechando que mi madre no está en condiciones, quiere pasar la mañana nadando en la piscina a sus anchas, no sin antes pasar por el chiringuito del río para comprarse unos manguitos porque no se ve ella en condiciones de flotar (qué previsora es). Mi hijo dice que va con ella al río y que se queda. Ya lleva puestos la mochila de las bombonas de oxígeno a la espalda, el traje de neopreno y las gafas, dice que ya verá cómo se pone el colirio debajo del agua. Mi hija ha desaparecido.
No me queda más remedio que llamar al orden: vamos a pasar el último día en el pueblo juntos, porque somos una familia (vuelve a aparecer mi hija), y lo vamos a pasar en la tienda de souvenirs. El teutón no, que no sólo no estamos emparentados con él de ninguna manera sino que además dudo hasta de que seamos de la misma especie. Le digo que no se lo tome como algo personal, pero que es así. Me dice que no sufra, que de todos modos será mejor que él se quede con Emma, que puede que a ella no le falte un poco de razón cuando dice que últimamente la ha tenido un poquito olvidada. Le pregunto quién es Emma. Me señala a la lesbiana alemana (¡Emma!). Hacemos el amago de quedarnos con ellos todo el día, que si hay que acompañar a alguien que se siente solo, se acompaña y más habiendo sido Emma (¡Emma!) tan amable con nosotros durante todos estos días. Dice que no, que ya se encarga él, que quiere un momento de intimidad para disfrutar de la carita que pondrá cuando le diga que fue él quien envió aquel ramito de violetas. Suspiramos todos a la vez imaginándonos el momento, le besamos, le abrazamos, le decimos que, si es necesario, cuelgue un calcetín en el pomo de la puerta, que entenderemos el mensaje, y enfilamos hacia la tienda de souvenirs.
Explico nuestro objetivo al resto de la familia: tenemos que hacer acopio de objetos preciosos o no que colocaremos en sitios estratégicos de nuestra casa en Barcelona para que los recuerdos agradables vayan viniéndonos a la cabeza constantemente, desde que nos despertemos hasta el momento en que nos vayamos a dormir. Paramos a esperar a mi padre, que está vomitando en un árbol. Cuando acaba de vomitar, nos desviamos del camino para acercarnos a la farmacia. Mi madre tenía parte de razón: el Primperán era necesario.
Llegamos por fin a la tienda de souvenirs. Nos dispersamos por las cuatro plantas y quedamos, dentro de tres horas, delante del mostrador de los hologramas de personajes típicos rurales, del holograma del cerdo a tamaño natural en concreto: no tiene pérdida.
Las tres horas pasan en un suspiro. Salimos a la plaza y repasamos todo lo que hemos comprado. Tiramos al contenedor los objetos repetidos: treinta trajes regionales (todos hemos comprado trajes para todos), cinco arados, cinco cosechadoras, cinco sacos de abono, cinco kits despertador (con sus cinco gallos, sus auriculares, sus cabinas insonorizadas, sus guantes de malla y sus hierros candentes); cinco muñecas lesboalemanas que al apretarles la barriguita repiten “Venga chicarrobas, ¡acabemos con la tiranía del género!” y “Puto pajarraco, puto pajarraco, puto pajarraco”. También hemos juntado entre todos seis figuras de porcelana que representan con un realismo aterrador, escala 1:1, a mi madre haciendo el vriksasana sostenida por la mano del teutón, pero accedemos a que mi madre se quede con las cinco que sobran; cuatro para regalárselas a sus amistades más cercanas y una para donarla a la piscina municipal de Ororbia, su pueblo natal.
Regresamos a la casa y nos encontramos nuestros equipajes, perfectamente alineados, ordenados por volúmenes de mayor a menor (ya no hay duda: el teutón y la lesbiana alemana (… ¡Emma!) son de otra especie) a lo largo de la acera, y un calcetín (mío) anudado al pomo de la puerta. Mi padre comenta que cree que nos han puesto de patitas en la calle. Saco del calcetín una nota que lleva escrito mi nombre. “Os ponemos de patitas en la calle. Buen viaje de regreso”. Me cuesta, pero reconozco que esta vez mi padre tiene razón. “No te preocupes”, me dice, “con el pedo que llevo aún y el colocón de primperán, mañana no me voy a acordar de nada”. Aprovecho para aliviar mi conciencia diciéndole que fui yo quien estrelló su coche contra aquella tanqueta de los marrones a finales de los 70 y que le quiero. Nos abrazamos y decidimos cargar los coches y tirar ya de vuelta para Barcelona.
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dimecres, 8 de setembre del 2010
Dietario del pueblo rural. Día 5. Domingo.
Me despierto a las 5 de la madrugada. La cama es demasiado pequeña para cuatro personas. Por suerte, mi madre sólo ha dormido un rato: se ha pasado la noche yendo y viniendo del lavabo, poniéndonos compresas de agua fría en la frente y untándonos, a mi mujer, a mi padre y a mí, pecho y espalda con Vicks Vaporub, que mata todos los bichos, dice. Le he intentado explicar que lo del virus era mentira y que, en cualquier caso, mi padre no lo ha pillado. Dice que soy muy amable intentando tranquilizarla y que lo de mi padre es en plan preventivo, que ella misma también se ha untado un par de veces y que le parece una buenísima idea que me haya dejado el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana preparados en el galán de noche para ponérmelos hoy, que toda precaución es poca y que el verano es muy traidor.
Rompe a llorar de la emoción, me planta un beso en la frente y me dice que he sido un buen padre, marido e hijo, trayendo a mi familia a recuperarse con los aires del campo y preocupándome porque mis padres no caigan enfermos también. Lanza el tarro de Vicks Vaporub a la cabeza de mi padre, que para de roncar ipso facto. Me hace levantar los brazos para ponerme el jersey, bromea diciendo “¿Dónde está la cabeza del nene? ¿Dónde está la cabeza del neneeeeee?” hasta que mi cabeza acaba de emerger del cuello de cisne del jersey. Me peina y me ayuda a abrocharme el pantalón y a atarme los zapatos. Es más buena que el pan, mi madre. Juro mentalmente que nunca más les voy a dejar al margen de nuestros planes de vacaciones aunque estemos enfermos de verdad. Ya veré cómo convenzo a Cris.
La lesbiana alemana (nota mental: preguntarle cómo se llama), me recibe en el salón con una gran sonrisa. Me dice que ya sabía ella que bajaría de esta guisa y que me ha preparado un desayuno de tenedor, que es lo que desayunan los líderes sindicales. Me señala, en la mesa, un gran tazón de crispis con leche, un zumo de naranja, un café y un tenedor colocado con primor encima de una servilleta roja. Antes de que se me olvide, le pregunto cómo se llama. Me responde que le llame camarada, que además de ser un apelativo muy muy adecuado para nuestra situación actual, no indica género, que ya va siendo hora de que se supere la cosa esta de los chicos y las chicas, que la diferencia sexual es el lastre que arrastra la humanidad desde sus albores y que hasta que no se supere este tipo de matices no habrá manera de avanzar ni de ser realmente libres. Me cuenta de sus estudios en París, de la substitución de los sujetadores por las vendas opresoras que utilizaban sus amigas para disimular sus pechos y de las perillas postizas y los calcetines en las bragas que tan de moda se pusieron en los círculos antigénero de su época joven, que eso sí que era ser pionerarroba, que sus amigarrobas tenían muy claro que había que superar la cosa cuerpo y guiarse sólo por el intelecto, que es asexuadarroba en un principio pero que acababa presarroba, enterradarroba sobre capas de valores morales absurdos que absurdamente nadie se replanteaba.
Le digo que, por favor, me dé una cuchara.
Acabo el bol de crispis mientras le explico que la arroba que se usa al final de las palabras para privarles de la terminación que indica género, no se lee, que de hecho, no sé cuál sería la forma correcta de leerla, que sólo se usa en la escritura. Me dice que en alemán sí que se lee, que las palabras son normalmente tan largas que no va de cuatro o cinco sílabas más, que ella misma a veces añade unas cuantas consonantes y vocales a algunos términos, por pura diversión, y que nadie lo nota.
Sorbo las últimas gotas de leche del tazón, doy un puñetazo en la mesa y le digo que se calle y que por Dios se centre en el tema que nos ocupa, que las cosas hay que hacerlas paso a paso y que no mataremos ahora el pájaro del encasillamiento de género con el mismo tiro que el pájaro de la opresión laboral. Baja la cabeza y reconoce que, sí, que tengo razón, que las prisas no llevan a ninguna parte, que quien mucho abarca poco avanza. Recoge la peluca del suelo y se la vuelve a poner en la cabeza. Realmente, esta gente necesitaba un líder. Subo un momento a la habitación para preguntarle a mi mujer si puedo pasar la mañana fuera. Me dice que sí, que me vaya, que ellos se quedan en la piscina que para eso la hemos pagado y no es plan de que sólo la utilice nuestra hija que encima ni se baña y que, para hacer lo que hace, lo mismo lo podría hacer en cualquier otro sitio. Le pregunto qué hace nuestra hija en la piscina. “Nada”, me responde. Decido dejar la broma fácil para otro momento. Bajo de nuevo al salón y le digo a mi camarada que vayamos al zaguán de ayer a reunirnos con el resto de la plantilla; tengo la intuición de que aún siguen ahí discutiendo cualquier cosa, las reuniones, sin un líder, tienden a eternizarse.
Allí siguen, sí, hablando del Barça.
Consigo hacerme con la palabra tres horas más tarde, después de respetar escrupulosamente los turnos en los que cada uno de los allí presentes ha expresado su opinión sobre Laporta, Berlusconi, el Papa, la Iglesia, el Islam, Marbella, los coches deportivos, las tías que se dejan fotografiar sobre los capós de los coches deportivos en las ferias (punto en el cual la camarada ha olvidado por completo sus compromisos de juventud parisinos, las arrobas y sobre todo las bandas opresoras de pechos), Laporta otra vez, las tías buenas otra vez y otra vez Laporta, por este orden: una cosa llevaba a la otra.
He aprovechado el minuto de silencio que alguien ha propuesto hacer por la muerte de la clase política catalana tal como la conocemos en general y por la del socialismo centralista en particular (esto no lo he entendido muy bien) para convocar una manifestación por sus derechos de trabajadores del pueblo rural, a las cinco en punto, delante de la puerta de la iglesia. Todos han estado de acuerdo ya que, total, iban a estar allí de todos modos porque es el sitio de donde sale la cabalgata en la que tienen que desfilar todos los días. Me ha parecido un poco contradictorio pero he pensado que es la mejor manera de asegurarme que todos se presentarán y que habrá una gran afluencia de público. Me he despedido al grito de “¡Libertad!” y me he dirigido al hotel para aprovechar en la piscina el ratito que quedaba antes de la hora de comer.
En la piscina, mi mujer intenta convencer a gritos desde el bordillo a mi madre de que, siendo (mi madre) una sola nadadora y no un equipo entero de natación sincronizada, no necesita toda la piscina para hacer formaciones y figuras en el agua. Mi madre replica con voz nasal (lleva las pinzas puestas) que sí que la necesita porque, aunque no estén de cuerpo presente, ella lleva al resto del equipo en la cabeza y en el corazón (por supuesto) y si no piensa de forma global no puede concentrarse en hacer bien los movimientos. Da un giro repentino, acaba la inmersión con una patadita en la superficie y desaparece hacia el fondo de la piscina dejando un rastro de purpurina.
-Lleva así toda la mañana.- Me dice mi mujer.
-¿Y mi padre?- Le pregunto.
-En la silla de juez, cantando la música a gritos y cronometrándole cada número. El niño está ahí abajo, tu madre le ha pedido que le grabe para luego repasar las cintas y mejorar la técnica. Tu hija, no lo sé. No me preguntes.
-Seguramente estará haciendo nada con su amigo.
-Seguramente.
Veo que no tengo nada que hacer en la piscina. Paso por la cocina y robo una manzana; no tengo hambre. Los nervios de la revolución. Subo a la habitación y me echo una siesta.
Me despiertan seis campanadas. Llego tarde a la manifestación. Voy corriendo a la plaza de la iglesia. Gran revuelo en torno al cerdo absuelto de cada jueves: la cabeza de la manifestación aún no ha empezado a avanzar porque se ha tumbado delante de la pancarta y no hay quien lo mueva de ahí. La señora del cerdo me dice que el animal se ha enterado de sus intenciones y que ha decidido practicar lo que él llama la resistencia pacífica (de momento), que no le interesa hacia dónde puede derivar el asunto si la clase obrera levantada se sale con la suya.
Me fijo bien en la pancarta. Dice: “El pueblo rural cont”. Le pregunto a la porquera qué quiere decir eso. Me dice que no les ha cabido el “ra la opresión del explotador con el único objetivo de entretener als pixapins de la capital”. Le digo que ese lema y, más aún, toda la revolución están mal concebidos desde el principio, que salta a la vista que no han acertado ni con la tipografía ni con el cuerpo de letra y que se han pasado por el forro tanto las dimensiones de la pancarta como las del cerdo y que a ver ahora qué hacemos. Me responde de malas maneras que si un líder sindical que ella se sabe no se hubiera ido a tumbarse a la bartola en la piscina durante las cruciales horas previas a la sublevación, a lo mejor las cosas habrían salido un poco mejor para ellos y peor para el cerdo, que era de lo que se trataba. Le pido que no me toque las pelotas y que no me recuerde lo de la piscina, que ni siquiera me he bañado. Interrumpen nuestra discusión los gritos del cerdo y los de la multitud. De repente, todo el mundo ha desaparecido. El cerdo levanta la cabeza y me mira, el matarife levanta la cabeza y me mira repitiendo su frase del guión de los jueves: “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…” Me da todo tanta rabia que me saco la margarita y el trapo del escote y escupiendo en el suelo, se los devuelvo a la porquera. Regreso hacia la casa preguntándome dónde se habrá metido la camarada. La veo en el bordillo de la piscina, mirando arrebolada cómo un señor teutón sostiene a mi madre en vilo, con una sola mano, mientras ella intenta mantener el equilibrio haciendo la postura del vriksasana. Le pregunto a la camarada quién es ese señor que apuntala así a mi madre. Me dice que su novia, que ha vuelto de Bilbao para quedarse. No pregunto más.
Subo a la habitación. Encuentro a mi hijo y a mi padre sentados delante del ordenador, con el Final Cut abierto, marcando los TC-ins y los TC-outs de los, según ellos, momentos de la coreografía que mi madre debería pulir. Me dirijo a la puerta que comunica nuestra habitación con la de los niños. Mi hijo me dice que mejor no entre ahí, que su hermana está dentro haciendo nada con su amigo desde hace un rato. Le pregunto por su madre. Me dice que está tomando un baño de sales. Entro en el lavabo, me desnudo, me meto en la bañera con Cris y apoyo mi cabeza en su hombro. Me toca con mucho cuidado la herida aún cosida de la pedrada que me dio en el río el niño vegetariano. “Creo que no quedará demasiada cicatriz”, me dice muy suavecito. Nos besamos y por un momento tengo la agradable sensación de formar parte de una familia feliz que está de vacaciones.
Me despierto a las 5 de la madrugada. La cama es demasiado pequeña para cuatro personas. Por suerte, mi madre sólo ha dormido un rato: se ha pasado la noche yendo y viniendo del lavabo, poniéndonos compresas de agua fría en la frente y untándonos, a mi mujer, a mi padre y a mí, pecho y espalda con Vicks Vaporub, que mata todos los bichos, dice. Le he intentado explicar que lo del virus era mentira y que, en cualquier caso, mi padre no lo ha pillado. Dice que soy muy amable intentando tranquilizarla y que lo de mi padre es en plan preventivo, que ella misma también se ha untado un par de veces y que le parece una buenísima idea que me haya dejado el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana preparados en el galán de noche para ponérmelos hoy, que toda precaución es poca y que el verano es muy traidor.
Rompe a llorar de la emoción, me planta un beso en la frente y me dice que he sido un buen padre, marido e hijo, trayendo a mi familia a recuperarse con los aires del campo y preocupándome porque mis padres no caigan enfermos también. Lanza el tarro de Vicks Vaporub a la cabeza de mi padre, que para de roncar ipso facto. Me hace levantar los brazos para ponerme el jersey, bromea diciendo “¿Dónde está la cabeza del nene? ¿Dónde está la cabeza del neneeeeee?” hasta que mi cabeza acaba de emerger del cuello de cisne del jersey. Me peina y me ayuda a abrocharme el pantalón y a atarme los zapatos. Es más buena que el pan, mi madre. Juro mentalmente que nunca más les voy a dejar al margen de nuestros planes de vacaciones aunque estemos enfermos de verdad. Ya veré cómo convenzo a Cris.
La lesbiana alemana (nota mental: preguntarle cómo se llama), me recibe en el salón con una gran sonrisa. Me dice que ya sabía ella que bajaría de esta guisa y que me ha preparado un desayuno de tenedor, que es lo que desayunan los líderes sindicales. Me señala, en la mesa, un gran tazón de crispis con leche, un zumo de naranja, un café y un tenedor colocado con primor encima de una servilleta roja. Antes de que se me olvide, le pregunto cómo se llama. Me responde que le llame camarada, que además de ser un apelativo muy muy adecuado para nuestra situación actual, no indica género, que ya va siendo hora de que se supere la cosa esta de los chicos y las chicas, que la diferencia sexual es el lastre que arrastra la humanidad desde sus albores y que hasta que no se supere este tipo de matices no habrá manera de avanzar ni de ser realmente libres. Me cuenta de sus estudios en París, de la substitución de los sujetadores por las vendas opresoras que utilizaban sus amigas para disimular sus pechos y de las perillas postizas y los calcetines en las bragas que tan de moda se pusieron en los círculos antigénero de su época joven, que eso sí que era ser pionerarroba, que sus amigarrobas tenían muy claro que había que superar la cosa cuerpo y guiarse sólo por el intelecto, que es asexuadarroba en un principio pero que acababa presarroba, enterradarroba sobre capas de valores morales absurdos que absurdamente nadie se replanteaba.
Le digo que, por favor, me dé una cuchara.
Acabo el bol de crispis mientras le explico que la arroba que se usa al final de las palabras para privarles de la terminación que indica género, no se lee, que de hecho, no sé cuál sería la forma correcta de leerla, que sólo se usa en la escritura. Me dice que en alemán sí que se lee, que las palabras son normalmente tan largas que no va de cuatro o cinco sílabas más, que ella misma a veces añade unas cuantas consonantes y vocales a algunos términos, por pura diversión, y que nadie lo nota.
Sorbo las últimas gotas de leche del tazón, doy un puñetazo en la mesa y le digo que se calle y que por Dios se centre en el tema que nos ocupa, que las cosas hay que hacerlas paso a paso y que no mataremos ahora el pájaro del encasillamiento de género con el mismo tiro que el pájaro de la opresión laboral. Baja la cabeza y reconoce que, sí, que tengo razón, que las prisas no llevan a ninguna parte, que quien mucho abarca poco avanza. Recoge la peluca del suelo y se la vuelve a poner en la cabeza. Realmente, esta gente necesitaba un líder. Subo un momento a la habitación para preguntarle a mi mujer si puedo pasar la mañana fuera. Me dice que sí, que me vaya, que ellos se quedan en la piscina que para eso la hemos pagado y no es plan de que sólo la utilice nuestra hija que encima ni se baña y que, para hacer lo que hace, lo mismo lo podría hacer en cualquier otro sitio. Le pregunto qué hace nuestra hija en la piscina. “Nada”, me responde. Decido dejar la broma fácil para otro momento. Bajo de nuevo al salón y le digo a mi camarada que vayamos al zaguán de ayer a reunirnos con el resto de la plantilla; tengo la intuición de que aún siguen ahí discutiendo cualquier cosa, las reuniones, sin un líder, tienden a eternizarse.
Allí siguen, sí, hablando del Barça.
Consigo hacerme con la palabra tres horas más tarde, después de respetar escrupulosamente los turnos en los que cada uno de los allí presentes ha expresado su opinión sobre Laporta, Berlusconi, el Papa, la Iglesia, el Islam, Marbella, los coches deportivos, las tías que se dejan fotografiar sobre los capós de los coches deportivos en las ferias (punto en el cual la camarada ha olvidado por completo sus compromisos de juventud parisinos, las arrobas y sobre todo las bandas opresoras de pechos), Laporta otra vez, las tías buenas otra vez y otra vez Laporta, por este orden: una cosa llevaba a la otra.
He aprovechado el minuto de silencio que alguien ha propuesto hacer por la muerte de la clase política catalana tal como la conocemos en general y por la del socialismo centralista en particular (esto no lo he entendido muy bien) para convocar una manifestación por sus derechos de trabajadores del pueblo rural, a las cinco en punto, delante de la puerta de la iglesia. Todos han estado de acuerdo ya que, total, iban a estar allí de todos modos porque es el sitio de donde sale la cabalgata en la que tienen que desfilar todos los días. Me ha parecido un poco contradictorio pero he pensado que es la mejor manera de asegurarme que todos se presentarán y que habrá una gran afluencia de público. Me he despedido al grito de “¡Libertad!” y me he dirigido al hotel para aprovechar en la piscina el ratito que quedaba antes de la hora de comer.
En la piscina, mi mujer intenta convencer a gritos desde el bordillo a mi madre de que, siendo (mi madre) una sola nadadora y no un equipo entero de natación sincronizada, no necesita toda la piscina para hacer formaciones y figuras en el agua. Mi madre replica con voz nasal (lleva las pinzas puestas) que sí que la necesita porque, aunque no estén de cuerpo presente, ella lleva al resto del equipo en la cabeza y en el corazón (por supuesto) y si no piensa de forma global no puede concentrarse en hacer bien los movimientos. Da un giro repentino, acaba la inmersión con una patadita en la superficie y desaparece hacia el fondo de la piscina dejando un rastro de purpurina.
-Lleva así toda la mañana.- Me dice mi mujer.
-¿Y mi padre?- Le pregunto.
-En la silla de juez, cantando la música a gritos y cronometrándole cada número. El niño está ahí abajo, tu madre le ha pedido que le grabe para luego repasar las cintas y mejorar la técnica. Tu hija, no lo sé. No me preguntes.
-Seguramente estará haciendo nada con su amigo.
-Seguramente.
Veo que no tengo nada que hacer en la piscina. Paso por la cocina y robo una manzana; no tengo hambre. Los nervios de la revolución. Subo a la habitación y me echo una siesta.
Me despiertan seis campanadas. Llego tarde a la manifestación. Voy corriendo a la plaza de la iglesia. Gran revuelo en torno al cerdo absuelto de cada jueves: la cabeza de la manifestación aún no ha empezado a avanzar porque se ha tumbado delante de la pancarta y no hay quien lo mueva de ahí. La señora del cerdo me dice que el animal se ha enterado de sus intenciones y que ha decidido practicar lo que él llama la resistencia pacífica (de momento), que no le interesa hacia dónde puede derivar el asunto si la clase obrera levantada se sale con la suya.
Me fijo bien en la pancarta. Dice: “El pueblo rural cont”. Le pregunto a la porquera qué quiere decir eso. Me dice que no les ha cabido el “ra la opresión del explotador con el único objetivo de entretener als pixapins de la capital”. Le digo que ese lema y, más aún, toda la revolución están mal concebidos desde el principio, que salta a la vista que no han acertado ni con la tipografía ni con el cuerpo de letra y que se han pasado por el forro tanto las dimensiones de la pancarta como las del cerdo y que a ver ahora qué hacemos. Me responde de malas maneras que si un líder sindical que ella se sabe no se hubiera ido a tumbarse a la bartola en la piscina durante las cruciales horas previas a la sublevación, a lo mejor las cosas habrían salido un poco mejor para ellos y peor para el cerdo, que era de lo que se trataba. Le pido que no me toque las pelotas y que no me recuerde lo de la piscina, que ni siquiera me he bañado. Interrumpen nuestra discusión los gritos del cerdo y los de la multitud. De repente, todo el mundo ha desaparecido. El cerdo levanta la cabeza y me mira, el matarife levanta la cabeza y me mira repitiendo su frase del guión de los jueves: “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…” Me da todo tanta rabia que me saco la margarita y el trapo del escote y escupiendo en el suelo, se los devuelvo a la porquera. Regreso hacia la casa preguntándome dónde se habrá metido la camarada. La veo en el bordillo de la piscina, mirando arrebolada cómo un señor teutón sostiene a mi madre en vilo, con una sola mano, mientras ella intenta mantener el equilibrio haciendo la postura del vriksasana. Le pregunto a la camarada quién es ese señor que apuntala así a mi madre. Me dice que su novia, que ha vuelto de Bilbao para quedarse. No pregunto más.
Subo a la habitación. Encuentro a mi hijo y a mi padre sentados delante del ordenador, con el Final Cut abierto, marcando los TC-ins y los TC-outs de los, según ellos, momentos de la coreografía que mi madre debería pulir. Me dirijo a la puerta que comunica nuestra habitación con la de los niños. Mi hijo me dice que mejor no entre ahí, que su hermana está dentro haciendo nada con su amigo desde hace un rato. Le pregunto por su madre. Me dice que está tomando un baño de sales. Entro en el lavabo, me desnudo, me meto en la bañera con Cris y apoyo mi cabeza en su hombro. Me toca con mucho cuidado la herida aún cosida de la pedrada que me dio en el río el niño vegetariano. “Creo que no quedará demasiada cicatriz”, me dice muy suavecito. Nos besamos y por un momento tengo la agradable sensación de formar parte de una familia feliz que está de vacaciones.
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dietario del pueblo rural
dimarts, 7 de setembre del 2010
Dietario del pueblo rural. Día 4. Sábado.
Las normas de nuestras vacaciones en el pueblo rural, las escribimos entre todos dos días antes de plantarnos allá. Eran tres:
1)Nada de strip-poker.
2)Nada de salir huyendo del pueblo, ni todos en bloque ni de manera individual ni en grupos de a dos o a tres, pasara lo que pasara.
3)Secreto absoluto para con los abuelos (les hemos dicho que no podíamos ir a la playa, que nos habíamos pillado los cuatro un virus muy contagioso y que -qué rabia- nos quedábamos en casa en cuarentena, todas las vacaciones. Que no se acercaran y que, por si acaso, nunca se sabe, no nos llamaran tampoco por teléfono).
Ayer conduje en círculos alrededor del pueblo durante todo el día y toda la noche y hoy llevaba conduciendo toda la mañana hasta que, sin darme cuenta, me he desviado de la carretera y he cogido un camino que, a los pocos kilómetros, se me revela como cañada real. Estoy prácticamente parado; hasta donde me llega la vista, que he levantado al sorprenderme por no oír el traqueteo de las ruedas contra la grava, soy capaz de contar cuatro rebaños de ovejas que avanzan a muy poca velocidad y, ante las ruedas de mi coche, grandes cantidades de bolitas de caca negra. “Huy, si parecen olivas”, pienso. Uno de los pastores interrumpe mis pensamientos al romper de un garrotazo el faro derecho de mi todoterreno. Meto la marcha atrás, piso a fondo el acelerador, las ruedas derrapan un momento y salgo disparado de culo, en dirección contraria a la que he venido. Hago un trombo, miro por el retrovisor y veo, mientras me alejo, al pastor cubierto de mierda y a tres ovejas atropelladas (por mí, más que probablemente). En parte por este desagradable incidente, en parte porque empezaba a sentirme culpable por haber fallado a mi familia por un triste asunto de venganza, vuelvo al pueblo rural dispuesto a disculparme y a reconocer que un padre de familia, por mucho que le hayan decepcionado los suyos, debe mantenerse en su sitio predicando con el ejemplo. Llego a la casa, entro en el comedor, me acerco a la mesa en la que comen mi mujer, mi hijo pequeño y mis padres, me aparto la pluma de la cara con un gracioso golpe lateral de cabeza y me siento con ellos.
-¿Ayer montasteis una partida de strip-poker?- Le pregunto a mi mujer.
-No.- Contesta ella.- ¿Tú has llamado a los abuelos?- Le pregunta a mi hijo.
-No.- Contesta él.- ¿Te has escapado del pueblo?- Me pregunta mi hijo mirándome con cara de decepción.
-No.-Respondo yo.
A veces las mentiras piadosas son necesarias para el buen funcionamiento de una familia.
-¿Dónde está Laura?- Pregunto en general buscando a mi hija con la mirada.
-Tiene un amigo. Se ha ido a comer con él.- Contesta mi madre.
-Esta tarde es la feria medieval.- Dice mi padre enseñándonos el programa de actividades del pueblo rural.
Decidimos salir a dar una vuelta a ver qué han preparado.
Nada más poner un pie en la calle, nos tiran encima, desde un primer piso, un cubo de aguas fecales. El suelo está cubierto de paja, han quitado todas las farolas, los cables de la luz y del teléfono, las alcantarillas, los váteres de las casas, las cocinas, las teles, la wi-fi, los carteles del último referéndum por la independencia, el dispensario médico, el cibercafé y el punto de información. Hay puestos de queso, de carne a pleno sol, de hierbas medicinales y de miel en tinajas. Un señor con unas tenazas en la mano nos anima a que nos dejemos arrancar un diente y, en la plaza, vemos a la lesbiana alemana atada a un poste y rodeada de leña que ya empieza a arder.
Veo un grupo de mujeres despechugadas que me miran mal desde una esquina. Recuerdo el aviso de la lesbiana alemana (“Cámbiese de ropa o tendrá problemas con las prostitutas medievales”), giro la cabeza hacia la plaza y compruebo que, a la pobre, ya no le queda ni pelo en la cabeza ni cejas. “Éstos van en serio”, pienso. Le digo a mi mujer que eso es demasiado para mí, que les espero en la piscina. Vuelvo a la casa. Subo a la habitación, me pongo el bañador y bajo. Han quitado la piscina y en su lugar han colocado una balsa de agua pestilente. Decido simplemente hacer una de las, al parecer, pocas actividades que se hacían igual en la Edad Media que ahora: tomar el sol.
Oigo murmullos y risitas detrás de un arbusto cercano. Me acerco, aparto las hojas y veo a mi hija con briznas de paja en la cabeza tan despechugada como las señoras que hacía un momento me miraban desde la esquina. A su lado, un joven tocado de la misma manera que ella.
-No estamos haciendo nada, papá.
A veces las mentiras piadosas blablabla.
Vuelvo a tumbarme al lado de la balsa. Me quedo dormido tan profundamente que, cuando me despierto, ya es de noche, la balsa vuelve a ser una piscina y la luz en la ventana de nuestras habitaciones me indican que mi familia ya ha vuelto de su experiencia medieval.
Decido no subir todavía y aprovechar que las farolas vuelven a estar en su sitio para dar una vuelta por el pueblo desierto. Subo hacia la plaza, me desvío a la derecha antes de llegar, oigo susurros que vienen de un zaguán iluminado. Me asomo por la puerta. Veo un grupo de gente que me mira, petrificados, con ojos de susto. Identifico entre ellos a la señora del cerdo y –ésta me cuesta un poco más- a la lesbiana alemana que susurra “es amigo”. Me hacen pasar. Mientras el resto sigue hablando, la lesbiana alemana me cuenta que les he sorprendido en plena reunión sindical. Están hartos de las condiciones de trabajo, me dice poniéndose una peluca, y llevan un mes reuniéndose de forma clandestina para ir a la huelga el lunes, que sigue siendo el día que más pereza da currar, aunque se trabaje como ellos 7/24 non stop, sigue explicándome mientras se pinta con un rotulador los pelos de las cejas, de las pestañas, de los brazos, del bigote y uno un poco más largo en una verruga que tiene al lado de la nariz. Me cuenta que hasta que yo llegué no acababan de decidirse a liarla parda (sic.) pero que, gracias a las conversaciones que servidor había tenido con la señora del cerdo y con ella misma, han decidido no aguantar más. Me coge de las manos, me mira a los ojos y me dice que yo y sólo yo soy quien se los ha abierto (los ojos, los suyos y los de todos) y que si quiero ser su líder sindical. Me chupo un dedo y con amoroso gesto le borro un pelo que le había quedado demasiado abajo para ser ceja y demasiado arriba para ser pestaña, mientras le digo que me lo tengo que pensar, que además voy en bañador y que ésa no es la ropa adecuada para liderar prácticamente nada, que mejor me voy a dormir y que mañana si, cuando baje a desayunar, ve que aún llevo puesto el bañador, será que he decidido que no, pero que si ve que me he puesto el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana marrones, será que sí y que ya concretaremos los detalles de la reunión definitiva.
Me levanto, abandono el zaguán discretamente y alejándome calle abajo, me voy haciendo pequeño a la vista mientras, por dentro, me crezco por el orgullo de mi nuevo estatus de líder espiritual.
Tanto menguar y crecer me deja agotado. Esta noche voy a dormir planchado.
Las normas de nuestras vacaciones en el pueblo rural, las escribimos entre todos dos días antes de plantarnos allá. Eran tres:
1)Nada de strip-poker.
2)Nada de salir huyendo del pueblo, ni todos en bloque ni de manera individual ni en grupos de a dos o a tres, pasara lo que pasara.
3)Secreto absoluto para con los abuelos (les hemos dicho que no podíamos ir a la playa, que nos habíamos pillado los cuatro un virus muy contagioso y que -qué rabia- nos quedábamos en casa en cuarentena, todas las vacaciones. Que no se acercaran y que, por si acaso, nunca se sabe, no nos llamaran tampoco por teléfono).
Ayer conduje en círculos alrededor del pueblo durante todo el día y toda la noche y hoy llevaba conduciendo toda la mañana hasta que, sin darme cuenta, me he desviado de la carretera y he cogido un camino que, a los pocos kilómetros, se me revela como cañada real. Estoy prácticamente parado; hasta donde me llega la vista, que he levantado al sorprenderme por no oír el traqueteo de las ruedas contra la grava, soy capaz de contar cuatro rebaños de ovejas que avanzan a muy poca velocidad y, ante las ruedas de mi coche, grandes cantidades de bolitas de caca negra. “Huy, si parecen olivas”, pienso. Uno de los pastores interrumpe mis pensamientos al romper de un garrotazo el faro derecho de mi todoterreno. Meto la marcha atrás, piso a fondo el acelerador, las ruedas derrapan un momento y salgo disparado de culo, en dirección contraria a la que he venido. Hago un trombo, miro por el retrovisor y veo, mientras me alejo, al pastor cubierto de mierda y a tres ovejas atropelladas (por mí, más que probablemente). En parte por este desagradable incidente, en parte porque empezaba a sentirme culpable por haber fallado a mi familia por un triste asunto de venganza, vuelvo al pueblo rural dispuesto a disculparme y a reconocer que un padre de familia, por mucho que le hayan decepcionado los suyos, debe mantenerse en su sitio predicando con el ejemplo. Llego a la casa, entro en el comedor, me acerco a la mesa en la que comen mi mujer, mi hijo pequeño y mis padres, me aparto la pluma de la cara con un gracioso golpe lateral de cabeza y me siento con ellos.
-¿Ayer montasteis una partida de strip-poker?- Le pregunto a mi mujer.
-No.- Contesta ella.- ¿Tú has llamado a los abuelos?- Le pregunta a mi hijo.
-No.- Contesta él.- ¿Te has escapado del pueblo?- Me pregunta mi hijo mirándome con cara de decepción.
-No.-Respondo yo.
A veces las mentiras piadosas son necesarias para el buen funcionamiento de una familia.
-¿Dónde está Laura?- Pregunto en general buscando a mi hija con la mirada.
-Tiene un amigo. Se ha ido a comer con él.- Contesta mi madre.
-Esta tarde es la feria medieval.- Dice mi padre enseñándonos el programa de actividades del pueblo rural.
Decidimos salir a dar una vuelta a ver qué han preparado.
Nada más poner un pie en la calle, nos tiran encima, desde un primer piso, un cubo de aguas fecales. El suelo está cubierto de paja, han quitado todas las farolas, los cables de la luz y del teléfono, las alcantarillas, los váteres de las casas, las cocinas, las teles, la wi-fi, los carteles del último referéndum por la independencia, el dispensario médico, el cibercafé y el punto de información. Hay puestos de queso, de carne a pleno sol, de hierbas medicinales y de miel en tinajas. Un señor con unas tenazas en la mano nos anima a que nos dejemos arrancar un diente y, en la plaza, vemos a la lesbiana alemana atada a un poste y rodeada de leña que ya empieza a arder.
Veo un grupo de mujeres despechugadas que me miran mal desde una esquina. Recuerdo el aviso de la lesbiana alemana (“Cámbiese de ropa o tendrá problemas con las prostitutas medievales”), giro la cabeza hacia la plaza y compruebo que, a la pobre, ya no le queda ni pelo en la cabeza ni cejas. “Éstos van en serio”, pienso. Le digo a mi mujer que eso es demasiado para mí, que les espero en la piscina. Vuelvo a la casa. Subo a la habitación, me pongo el bañador y bajo. Han quitado la piscina y en su lugar han colocado una balsa de agua pestilente. Decido simplemente hacer una de las, al parecer, pocas actividades que se hacían igual en la Edad Media que ahora: tomar el sol.
Oigo murmullos y risitas detrás de un arbusto cercano. Me acerco, aparto las hojas y veo a mi hija con briznas de paja en la cabeza tan despechugada como las señoras que hacía un momento me miraban desde la esquina. A su lado, un joven tocado de la misma manera que ella.
-No estamos haciendo nada, papá.
A veces las mentiras piadosas blablabla.
Vuelvo a tumbarme al lado de la balsa. Me quedo dormido tan profundamente que, cuando me despierto, ya es de noche, la balsa vuelve a ser una piscina y la luz en la ventana de nuestras habitaciones me indican que mi familia ya ha vuelto de su experiencia medieval.
Decido no subir todavía y aprovechar que las farolas vuelven a estar en su sitio para dar una vuelta por el pueblo desierto. Subo hacia la plaza, me desvío a la derecha antes de llegar, oigo susurros que vienen de un zaguán iluminado. Me asomo por la puerta. Veo un grupo de gente que me mira, petrificados, con ojos de susto. Identifico entre ellos a la señora del cerdo y –ésta me cuesta un poco más- a la lesbiana alemana que susurra “es amigo”. Me hacen pasar. Mientras el resto sigue hablando, la lesbiana alemana me cuenta que les he sorprendido en plena reunión sindical. Están hartos de las condiciones de trabajo, me dice poniéndose una peluca, y llevan un mes reuniéndose de forma clandestina para ir a la huelga el lunes, que sigue siendo el día que más pereza da currar, aunque se trabaje como ellos 7/24 non stop, sigue explicándome mientras se pinta con un rotulador los pelos de las cejas, de las pestañas, de los brazos, del bigote y uno un poco más largo en una verruga que tiene al lado de la nariz. Me cuenta que hasta que yo llegué no acababan de decidirse a liarla parda (sic.) pero que, gracias a las conversaciones que servidor había tenido con la señora del cerdo y con ella misma, han decidido no aguantar más. Me coge de las manos, me mira a los ojos y me dice que yo y sólo yo soy quien se los ha abierto (los ojos, los suyos y los de todos) y que si quiero ser su líder sindical. Me chupo un dedo y con amoroso gesto le borro un pelo que le había quedado demasiado abajo para ser ceja y demasiado arriba para ser pestaña, mientras le digo que me lo tengo que pensar, que además voy en bañador y que ésa no es la ropa adecuada para liderar prácticamente nada, que mejor me voy a dormir y que mañana si, cuando baje a desayunar, ve que aún llevo puesto el bañador, será que he decidido que no, pero que si ve que me he puesto el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana marrones, será que sí y que ya concretaremos los detalles de la reunión definitiva.
Me levanto, abandono el zaguán discretamente y alejándome calle abajo, me voy haciendo pequeño a la vista mientras, por dentro, me crezco por el orgullo de mi nuevo estatus de líder espiritual.
Tanto menguar y crecer me deja agotado. Esta noche voy a dormir planchado.
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dijous, 2 de setembre del 2010
Dietario del pueblo rural. Día 3. Viernes. (Fin de la primera parte).
Me despierta el canto del gallo.
Dejo a los niños y a Cris aún durmiendo. No sé a qué hora subieron ayer a la habitación, debía de estar profundamente dormido. Veo la mesa de jugar a cartas, el cenicero lleno de colillas, los vasos de whisky y un sujetador colgando del respaldo de una silla y pienso: “Joder, vaya timba se montaron estos tres”. Dudo si enfadarme o no: por un lado, ayer me vino bien estar sólo con mis negros pensamientos los tres minutos que tardé en dormirme, por otro, me habían jurado que me avisarían la próxima vez que montaran un strip-poker y yo, con esa esperanza, había metido en la maleta mi traje de cabaretera de los años 30; yo, si me desnudo, me desnudo con gracia aunque sea en familia, aunque los críos se avergüencen de mí. Me pongo el traje de cabaretera, les dejo durmiendo y bajo a buscar a la alemana, seguro que ella sabe apreciar mi arte.
La encuentro en la recepción, con los guantes de malla puestos, arrimando una barra de acero al fuego de la chimenea. El gallo está encerrado en la cabina insonorizada. Digo buenos días.
-Buenos días. Ya sabía yo que bajaría usted solo. Con la que montó ayer su familia y los pocos pulmones que tiene ese pajarraco… No se preocupe que esto lo arreglo yo en un momento.- añade blandiendo hacia el gallo la barra candente.
Le digo que no hace falta, que les deje dormir, que estamos de vacaciones y que deje la barra a mano y el fuego encendido, que ya arreglaré yo luego cuentas con ellos.
Me propone que, mientras se despiertan, desayune con ella en la cocina. Con el café con leche delante, me dice que le gusta mucho mi vestido pero que me aconseja que me cambie de ropa antes de salir: hoy se celebra la fiesta medieval de los viernes y me augura problemas con el resto de las prostitutas medievales, que son muy territoriales. Le digo que no voy de prostituta medieval y le pregunto si realmente quiere que me lo quite, que, si a ella le gusta, estoy dispuesto a llevarlo todo el día (ya veré cómo hago para que no me linchen las animadoras putas) en agradecimiento a lo amable que está siendo con nosotros. Me dice que a ella le encantaría pero que tengo que entender que esa gente está trabajando y vive de las atenciones de su público y que no está bien que alguien de fuera venga para hacerles competencia directa.
-Pero a usted le gustaría que lo llevara.- Insisto.
-No hay cosa que me gustaría más, pero tengo que pensar en el buen ambiente de trabajo, el pueblo es muy pequeño y…
… y aquí le interrumpo para soltar mi discurso de qué pena me da que el trabajo acabe alienando así a la gente, que cómo puede una lesbiana alemana como ella renunciar a una vista tan agradable como la que tiene ahora mismo delante de sus ojos en pro del bienestar fingido de un equipo de gente y cerdos que, en el fondo (yo lo sé de primera mano), son sólo un puñado de infelices y una piara de individuos ególatras. Tengo que parar aquí porque la pluma de pavo real que llevo clavada en el moño ha caído hacia mi cara y me hace cosquillas en la nariz. Ella aprovecha el momento para abrazarme llorando, repitiendo: “Tiene razón, tiene razón, no se imagina lo duro que es ser la única lesbiana alemana en un pueblo como éste…”. ¿La única? Le pregunto por su novia. Me cuenta que hace un año se marchó a trabajar a Bilbao, a hacer un puente hiperdeslizante sobre la ría, con Calatrava, y que nunca más ha vuelto a saber de ella. Que desde entonces, una vez al año (o sea, una sola vez), ha recibido un ramito de violetas de parte de un desconocido y que no imagino cuánto tiene que agradecer a la canción ligera española en general y a Cecilia en particular por haberle enseñado otro modo de ver las cosas.
Me quedo un momento en stand by, repasando mentalmente toda la canción y concluyo que sí, efectivamente, tal como creía recordar, la ilusión de la que habla la letra es muy muy triste, pero, qué caray, si a ella la anima… Acabo el café con leche y salgo de la casa. Paso por la plaza. Ni rastro de la fiesta del día anterior. Salgo del pueblo. Llego al parking. Busco el todoterreno, abro la puerta, me remango el cancán, me siento al volante, cojo la carreterita de curvas y me alejo del pueblo rural pensando que ellos (mi familia) también se han saltado las normas, que dormirán todo el día y que no pienso regresar hasta la hora de cenar.
Me despierta el canto del gallo.
Dejo a los niños y a Cris aún durmiendo. No sé a qué hora subieron ayer a la habitación, debía de estar profundamente dormido. Veo la mesa de jugar a cartas, el cenicero lleno de colillas, los vasos de whisky y un sujetador colgando del respaldo de una silla y pienso: “Joder, vaya timba se montaron estos tres”. Dudo si enfadarme o no: por un lado, ayer me vino bien estar sólo con mis negros pensamientos los tres minutos que tardé en dormirme, por otro, me habían jurado que me avisarían la próxima vez que montaran un strip-poker y yo, con esa esperanza, había metido en la maleta mi traje de cabaretera de los años 30; yo, si me desnudo, me desnudo con gracia aunque sea en familia, aunque los críos se avergüencen de mí. Me pongo el traje de cabaretera, les dejo durmiendo y bajo a buscar a la alemana, seguro que ella sabe apreciar mi arte.
La encuentro en la recepción, con los guantes de malla puestos, arrimando una barra de acero al fuego de la chimenea. El gallo está encerrado en la cabina insonorizada. Digo buenos días.
-Buenos días. Ya sabía yo que bajaría usted solo. Con la que montó ayer su familia y los pocos pulmones que tiene ese pajarraco… No se preocupe que esto lo arreglo yo en un momento.- añade blandiendo hacia el gallo la barra candente.
Le digo que no hace falta, que les deje dormir, que estamos de vacaciones y que deje la barra a mano y el fuego encendido, que ya arreglaré yo luego cuentas con ellos.
Me propone que, mientras se despiertan, desayune con ella en la cocina. Con el café con leche delante, me dice que le gusta mucho mi vestido pero que me aconseja que me cambie de ropa antes de salir: hoy se celebra la fiesta medieval de los viernes y me augura problemas con el resto de las prostitutas medievales, que son muy territoriales. Le digo que no voy de prostituta medieval y le pregunto si realmente quiere que me lo quite, que, si a ella le gusta, estoy dispuesto a llevarlo todo el día (ya veré cómo hago para que no me linchen las animadoras putas) en agradecimiento a lo amable que está siendo con nosotros. Me dice que a ella le encantaría pero que tengo que entender que esa gente está trabajando y vive de las atenciones de su público y que no está bien que alguien de fuera venga para hacerles competencia directa.
-Pero a usted le gustaría que lo llevara.- Insisto.
-No hay cosa que me gustaría más, pero tengo que pensar en el buen ambiente de trabajo, el pueblo es muy pequeño y…
… y aquí le interrumpo para soltar mi discurso de qué pena me da que el trabajo acabe alienando así a la gente, que cómo puede una lesbiana alemana como ella renunciar a una vista tan agradable como la que tiene ahora mismo delante de sus ojos en pro del bienestar fingido de un equipo de gente y cerdos que, en el fondo (yo lo sé de primera mano), son sólo un puñado de infelices y una piara de individuos ególatras. Tengo que parar aquí porque la pluma de pavo real que llevo clavada en el moño ha caído hacia mi cara y me hace cosquillas en la nariz. Ella aprovecha el momento para abrazarme llorando, repitiendo: “Tiene razón, tiene razón, no se imagina lo duro que es ser la única lesbiana alemana en un pueblo como éste…”. ¿La única? Le pregunto por su novia. Me cuenta que hace un año se marchó a trabajar a Bilbao, a hacer un puente hiperdeslizante sobre la ría, con Calatrava, y que nunca más ha vuelto a saber de ella. Que desde entonces, una vez al año (o sea, una sola vez), ha recibido un ramito de violetas de parte de un desconocido y que no imagino cuánto tiene que agradecer a la canción ligera española en general y a Cecilia en particular por haberle enseñado otro modo de ver las cosas.
Me quedo un momento en stand by, repasando mentalmente toda la canción y concluyo que sí, efectivamente, tal como creía recordar, la ilusión de la que habla la letra es muy muy triste, pero, qué caray, si a ella la anima… Acabo el café con leche y salgo de la casa. Paso por la plaza. Ni rastro de la fiesta del día anterior. Salgo del pueblo. Llego al parking. Busco el todoterreno, abro la puerta, me remango el cancán, me siento al volante, cojo la carreterita de curvas y me alejo del pueblo rural pensando que ellos (mi familia) también se han saltado las normas, que dormirán todo el día y que no pienso regresar hasta la hora de cenar.
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dietario del pueblo rural
Dietario del pueblo rural. Día 2. Jueves. Fiesta mayor
Nos despierta el canto del gallo.
Nos vestimos, nos duchamos y bajamos a desayunar.
Busco a la alemana con la mirada. La veo en un rincón, con unos guantes de malla, sacando al gallo de una cabina insonorizada en cuyo interior hay un micrófono. Le está intentando desenrollar del cuello el cable de los auriculares, que aún lleva puestos (el gallo), mientras éste va repartiendo picotazos. Nein! Nein!, va gritando ella. Lanza al gallo a la calle con una mano y se queda con los auriculares y unas cuantas plumas en la otra. “Ah, ya se han despertado” dice mirándonos. “Perdonen por lo del gallo; es el único que tenemos en el pueblo, por eso es tan agresivo, el pobre, si hubiera otro canalizaría su furia hacia él, pero como no lo hay está a la defensiva con todo el mundo. La eterna gilipollez del macho alfa...” Se quita nos guantes y nos enseña el camino al comedor. Dice que en seguida viene, que tiene que ordeñar la vaca. Entra en la cocina y oímos que abre la puerta de la nevera. Desayunamos leche con pan, nos ponemos en el cuello los pañuelos azules que hemos encontrado junto a nuestros platos (lástima no haber visto antes la servilleta) y salimos a la calle. Es fiesta mayor.
En algún momento de la noche, alguien ha debido de colocar las banderolas que adornan de lado a lado la plaza mayor. Las banderolas, el escenario, el juego de luces, la mesa de sonido, los altavoces, los gigantes en la esquina, la tómbola, los autos de choque, el tiropichón y una noria. Atravesamos como podemos la plaza y nos disponemos a pasar la mañana en el río. Plantamos las toallas en las piedras. Los niños, un minuto exacto después de que su madre acabe de embadurnarlos con protector solar, deciden ir a bañarse. Les acompaño. Una torre de salvavidas, un tobogán gigante, las corcheras amontonadas de los últimos campeonatos de natación contracorriente, el chiringuito, las piraguas colocadas en paralelo boca abajo sobre las rocas, unos centenares de salmones que –evidentemente- se quedaron a medio camino durante el asombroso descenso de las aguas de hace una semana, los chalets de primera línea, la barrera de vendedores de coco y, por fin, el agua. (Nota mental: en próximas ocasiones, no ponerme los pies de pato hasta llegar a la misma orilla).
El pequeño se ha dejado el arpón en la toalla. Rabieta al canto. Se me pasa la rabieta, me quito los pies de pato (¡ja!) y, con uno en cada mano, emprendo el regreso.
Me cruzo con la familia vegetariana. Me dan la espalda. “¿Qué? A disfrutar del último bañito, ¿eh?”, digo. Intentan darme la espalda más aún, con lo que acaban mirándome de frente con cara de sorpresa. Estoy decidido a recuperar su simpatía, así que les explico en voz baja a los padres lo de los salmones, “no se acerquen, parece que ha habido una verdadera escabechina”, les digo. Se indignan conmigo y dicen no sé qué de tener el valor de utilizar las palabras salmón y escabeche en la misma frase. El crío pequeño me da una patada. Sigo mi camino hacia la toalla.
Llego. Mi mujer se sorprende de verme allí sin los niños, ve mi moratón en la espinilla y se asusta mucho. La tranquilizo diciéndole que sólo vengo a por el arpón. Abro el bolso y veo que también se había dejado las gafas, las bombonas de oxígeno y la cámara subacuática. No tengo manos para llevar todo. Me vuelvo a poner los pies de pato y vuelta otra vez para el agua.
Cuando llego, una hora más tarde, el pequeño dice que ya no quiere pescar. Ni pescar ni bañarse más. Le encasqueto las gafas y la boquilla de las bombonas de oxígeno, le pongo el arpón en la mano, le cojo la cabeza con la mano y la sumerjo. Lo aguanto cinco minutos debajo del agua y lo vuelvo a sacar. Ha pescado una trucha. “¿Ves, qué bien, tonto?”, le digo mientras le saco las tripas a la trucha y la lavo en el mismo río. Ahora vamos a comer y a ver cómo matan al cerdo. Noto en la cabeza una pedrada y alcanzo a ver cómo esconde la mano el niño vegetariano.
En la mesa de la fonda (restaurante, como lo llaman aquí). Le tiendo al camarero la trucha que ha pescado el pequeño y le pido que la cocine a la plancha y que nos traiga una ensalada y el pescado del día para todos. “Esto será lo más vegetariano que llegará a ser mi familia nunca”, le susurro con una sonrisa maliciosa a mi mujer. Me da un coscorrón en la herida de la pedrada que ella misma me ha cosido hace un momento. Saltan los puntos. Me los vuelve a coser, pero esta vez a mala leche. Me quedará cicatriz seguro. “Para que te acuerdes cada vez que te comas un chuletón”, replica ella cortando el hilo con los dientes, sin dejar de sonreír. Vuelve el camarero con la ensalada y cuatro truchas en una bandeja. “Quiero comer la mía”, dice el pequeño, “¿Cuál es la mía?” Delicado momento. No puedo permitirme un segundo de duda. “Ésta”. Le pongo la primera que cojo en el plato y le digo que coma. “Qué curioso”, susurra mi mujer, “hubiera jurado que era la que no lleva anilla de piscifactoría”. “Pues mira, no”, respondo rápidamente. Y cuela. Contundencia y decisión, son las cualidades de un buen cabeza de familia. Me como rápidamente la que ha pescado mi hijo (tres veces más pequeña que las de piscifactoría). “Mmmm, se nota que no es acabada de pescar. ¡Ahora, los postres!”. Como decía: Contundencia, decisión y fulminante cambio de tema.
La sobremesa se ha alargado tanto que se nos ha tirado encima la hora de la matanza del cerdo. El camarero nos dice que se hace delante de la iglesia. Nos acercamos hasta allá. Hay unas diez personas siguiendo atentamente los movimientos de un señor, que lleva un cuchillo en la mano; una señora, con un cubo de plástico; tres señores más, de manos vacías; y un cerdo. También hay dos taburetes y una plancha de madera colocada encima de los taburetes. Nos ven llegar, se quedan quietos mirándonos. Llegamos. “Bueno, empezamos, que ya estamos todos”. Dice el señor del cuchillo. Me pongo en primera fila. Tengo agarrada a mi hija, la mayor, de la mano. Veo que el cerdo se sube a la plancha de madera y se tumba de costado. Un señor le agarra de las patas delanteras, otro de las traseras y el tercero de la cabeza. La señora coloca el cubo debajo de su cuello. El señor del cuchillo le acerca la punta al cuello y pincha. Cae un hilo de sangre, el cerdo empieza a chillar, todo el mundo empieza a chillar, ya no se oye el grito del cerdo y han dejado de oírse también los alaridos de la gente. El señor del cuchillo levanta la cabeza y mira. El cerdo levanta la cabeza y mira. Los otros cuatro levantan la cabeza y miran. Noto que mi hija ya no está agarrada de mi mano, miro abajo, miro hacia atrás, no hay nadie. Todo el mundo ha salido corriendo. Miro al señor del cuchillo. “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…”. El cerdo se ha levantado de un saltito y la señora le está limpiando el hilo rojo que le resbala cuello abajo. Cerdo y hombres se van, la señora se sienta en uno de los taburetes lanzando un gran suspiro. Mira desolada el fondo del cubo de plástico vacío y retuerce entre sus manos el trapo con el que acaba de limpiar al cerdo. Me siento en el otro taburete. Le doy conversación.
-Del grupo de animación, supongo.
-Sí.
-Es que ¿nadie ha nacido en este pueblo?
-Yo, sí, también. Y el cerdo.
Doy un salto, me abalanzo sobre ella y le doy un beso. Busco al cerdo con la mirada para besarlo también, pero ha desaparecido. Pregunto a la señora por el corral en el que puedo encontrarlo.
-No vaya a buscarlo, no sacará nada de él: se ha convertido en una especie de divo insoportable a fuerza de ver cada jueves cómo la gente no puede soportar la idea de que muera.
Me cuenta que ella es la encargada del cuidado personal del cerdo y que la trata fatal. Que no hay nada peor que un cerdo engreído y que éste, es tan así que hace que todos los días le llenen el establo de margaritas. Que no me imagino lo difícil que es encontrar margaritas en pleno invierno. Que está harta de su vida, que nunca se hubiera imaginado, cuando era joven, que el pueblo acabara siendo lo que es ni que ella acabara participando de toda esta farsa, pero que al menos le dejan trabajar con su propia ropa, que el vestuario, al resto de los animadores les queda como una patada, que unas enaguas si no se saben llevar...
He aquí una mujer desgraciada, pienso. Recurro a empatía: le digo que para desgraciado, yo. Que me creía una persona normal y pacífica, pero que, el incidente del cerdo había abierto la puerta de un compartimento oscuro de mi cerebro. Que la perspectiva de la sangría, había despertado en mí tal avidez hemática que no puedo esconder la decepción que me produce mirar a ese cubo y verlo limpio. Que me horrorizo de mí mismo.
La señora me rodea los hombros con un brazo y, con la otra mano, me tiende el trapo con el que ha limpiado el hilo de sangre del cuello del cerdo. Lo cojo, le miro a los ojos con ilusión, saca una margarita del bolsillo del delantal y me la tiende también. Me meto las dos cosas en el escote, le doy otro beso y me alejo diciéndole que siempre la llevaré ahí, cerca del corazón. Voy a buscar a mi familia.
Los encuentro en la fonda, cenando chuletones poco hechos. Con señas, desde la puerta, indico a mi mujer que me voy a dormir. Esta noche no estoy para nadie.
Nos despierta el canto del gallo.
Nos vestimos, nos duchamos y bajamos a desayunar.
Busco a la alemana con la mirada. La veo en un rincón, con unos guantes de malla, sacando al gallo de una cabina insonorizada en cuyo interior hay un micrófono. Le está intentando desenrollar del cuello el cable de los auriculares, que aún lleva puestos (el gallo), mientras éste va repartiendo picotazos. Nein! Nein!, va gritando ella. Lanza al gallo a la calle con una mano y se queda con los auriculares y unas cuantas plumas en la otra. “Ah, ya se han despertado” dice mirándonos. “Perdonen por lo del gallo; es el único que tenemos en el pueblo, por eso es tan agresivo, el pobre, si hubiera otro canalizaría su furia hacia él, pero como no lo hay está a la defensiva con todo el mundo. La eterna gilipollez del macho alfa...” Se quita nos guantes y nos enseña el camino al comedor. Dice que en seguida viene, que tiene que ordeñar la vaca. Entra en la cocina y oímos que abre la puerta de la nevera. Desayunamos leche con pan, nos ponemos en el cuello los pañuelos azules que hemos encontrado junto a nuestros platos (lástima no haber visto antes la servilleta) y salimos a la calle. Es fiesta mayor.
En algún momento de la noche, alguien ha debido de colocar las banderolas que adornan de lado a lado la plaza mayor. Las banderolas, el escenario, el juego de luces, la mesa de sonido, los altavoces, los gigantes en la esquina, la tómbola, los autos de choque, el tiropichón y una noria. Atravesamos como podemos la plaza y nos disponemos a pasar la mañana en el río. Plantamos las toallas en las piedras. Los niños, un minuto exacto después de que su madre acabe de embadurnarlos con protector solar, deciden ir a bañarse. Les acompaño. Una torre de salvavidas, un tobogán gigante, las corcheras amontonadas de los últimos campeonatos de natación contracorriente, el chiringuito, las piraguas colocadas en paralelo boca abajo sobre las rocas, unos centenares de salmones que –evidentemente- se quedaron a medio camino durante el asombroso descenso de las aguas de hace una semana, los chalets de primera línea, la barrera de vendedores de coco y, por fin, el agua. (Nota mental: en próximas ocasiones, no ponerme los pies de pato hasta llegar a la misma orilla).
El pequeño se ha dejado el arpón en la toalla. Rabieta al canto. Se me pasa la rabieta, me quito los pies de pato (¡ja!) y, con uno en cada mano, emprendo el regreso.
Me cruzo con la familia vegetariana. Me dan la espalda. “¿Qué? A disfrutar del último bañito, ¿eh?”, digo. Intentan darme la espalda más aún, con lo que acaban mirándome de frente con cara de sorpresa. Estoy decidido a recuperar su simpatía, así que les explico en voz baja a los padres lo de los salmones, “no se acerquen, parece que ha habido una verdadera escabechina”, les digo. Se indignan conmigo y dicen no sé qué de tener el valor de utilizar las palabras salmón y escabeche en la misma frase. El crío pequeño me da una patada. Sigo mi camino hacia la toalla.
Llego. Mi mujer se sorprende de verme allí sin los niños, ve mi moratón en la espinilla y se asusta mucho. La tranquilizo diciéndole que sólo vengo a por el arpón. Abro el bolso y veo que también se había dejado las gafas, las bombonas de oxígeno y la cámara subacuática. No tengo manos para llevar todo. Me vuelvo a poner los pies de pato y vuelta otra vez para el agua.
Cuando llego, una hora más tarde, el pequeño dice que ya no quiere pescar. Ni pescar ni bañarse más. Le encasqueto las gafas y la boquilla de las bombonas de oxígeno, le pongo el arpón en la mano, le cojo la cabeza con la mano y la sumerjo. Lo aguanto cinco minutos debajo del agua y lo vuelvo a sacar. Ha pescado una trucha. “¿Ves, qué bien, tonto?”, le digo mientras le saco las tripas a la trucha y la lavo en el mismo río. Ahora vamos a comer y a ver cómo matan al cerdo. Noto en la cabeza una pedrada y alcanzo a ver cómo esconde la mano el niño vegetariano.
En la mesa de la fonda (restaurante, como lo llaman aquí). Le tiendo al camarero la trucha que ha pescado el pequeño y le pido que la cocine a la plancha y que nos traiga una ensalada y el pescado del día para todos. “Esto será lo más vegetariano que llegará a ser mi familia nunca”, le susurro con una sonrisa maliciosa a mi mujer. Me da un coscorrón en la herida de la pedrada que ella misma me ha cosido hace un momento. Saltan los puntos. Me los vuelve a coser, pero esta vez a mala leche. Me quedará cicatriz seguro. “Para que te acuerdes cada vez que te comas un chuletón”, replica ella cortando el hilo con los dientes, sin dejar de sonreír. Vuelve el camarero con la ensalada y cuatro truchas en una bandeja. “Quiero comer la mía”, dice el pequeño, “¿Cuál es la mía?” Delicado momento. No puedo permitirme un segundo de duda. “Ésta”. Le pongo la primera que cojo en el plato y le digo que coma. “Qué curioso”, susurra mi mujer, “hubiera jurado que era la que no lleva anilla de piscifactoría”. “Pues mira, no”, respondo rápidamente. Y cuela. Contundencia y decisión, son las cualidades de un buen cabeza de familia. Me como rápidamente la que ha pescado mi hijo (tres veces más pequeña que las de piscifactoría). “Mmmm, se nota que no es acabada de pescar. ¡Ahora, los postres!”. Como decía: Contundencia, decisión y fulminante cambio de tema.
La sobremesa se ha alargado tanto que se nos ha tirado encima la hora de la matanza del cerdo. El camarero nos dice que se hace delante de la iglesia. Nos acercamos hasta allá. Hay unas diez personas siguiendo atentamente los movimientos de un señor, que lleva un cuchillo en la mano; una señora, con un cubo de plástico; tres señores más, de manos vacías; y un cerdo. También hay dos taburetes y una plancha de madera colocada encima de los taburetes. Nos ven llegar, se quedan quietos mirándonos. Llegamos. “Bueno, empezamos, que ya estamos todos”. Dice el señor del cuchillo. Me pongo en primera fila. Tengo agarrada a mi hija, la mayor, de la mano. Veo que el cerdo se sube a la plancha de madera y se tumba de costado. Un señor le agarra de las patas delanteras, otro de las traseras y el tercero de la cabeza. La señora coloca el cubo debajo de su cuello. El señor del cuchillo le acerca la punta al cuello y pincha. Cae un hilo de sangre, el cerdo empieza a chillar, todo el mundo empieza a chillar, ya no se oye el grito del cerdo y han dejado de oírse también los alaridos de la gente. El señor del cuchillo levanta la cabeza y mira. El cerdo levanta la cabeza y mira. Los otros cuatro levantan la cabeza y miran. Noto que mi hija ya no está agarrada de mi mano, miro abajo, miro hacia atrás, no hay nadie. Todo el mundo ha salido corriendo. Miro al señor del cuchillo. “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…”. El cerdo se ha levantado de un saltito y la señora le está limpiando el hilo rojo que le resbala cuello abajo. Cerdo y hombres se van, la señora se sienta en uno de los taburetes lanzando un gran suspiro. Mira desolada el fondo del cubo de plástico vacío y retuerce entre sus manos el trapo con el que acaba de limpiar al cerdo. Me siento en el otro taburete. Le doy conversación.
-Del grupo de animación, supongo.
-Sí.
-Es que ¿nadie ha nacido en este pueblo?
-Yo, sí, también. Y el cerdo.
Doy un salto, me abalanzo sobre ella y le doy un beso. Busco al cerdo con la mirada para besarlo también, pero ha desaparecido. Pregunto a la señora por el corral en el que puedo encontrarlo.
-No vaya a buscarlo, no sacará nada de él: se ha convertido en una especie de divo insoportable a fuerza de ver cada jueves cómo la gente no puede soportar la idea de que muera.
Me cuenta que ella es la encargada del cuidado personal del cerdo y que la trata fatal. Que no hay nada peor que un cerdo engreído y que éste, es tan así que hace que todos los días le llenen el establo de margaritas. Que no me imagino lo difícil que es encontrar margaritas en pleno invierno. Que está harta de su vida, que nunca se hubiera imaginado, cuando era joven, que el pueblo acabara siendo lo que es ni que ella acabara participando de toda esta farsa, pero que al menos le dejan trabajar con su propia ropa, que el vestuario, al resto de los animadores les queda como una patada, que unas enaguas si no se saben llevar...
He aquí una mujer desgraciada, pienso. Recurro a empatía: le digo que para desgraciado, yo. Que me creía una persona normal y pacífica, pero que, el incidente del cerdo había abierto la puerta de un compartimento oscuro de mi cerebro. Que la perspectiva de la sangría, había despertado en mí tal avidez hemática que no puedo esconder la decepción que me produce mirar a ese cubo y verlo limpio. Que me horrorizo de mí mismo.
La señora me rodea los hombros con un brazo y, con la otra mano, me tiende el trapo con el que ha limpiado el hilo de sangre del cuello del cerdo. Lo cojo, le miro a los ojos con ilusión, saca una margarita del bolsillo del delantal y me la tiende también. Me meto las dos cosas en el escote, le doy otro beso y me alejo diciéndole que siempre la llevaré ahí, cerca del corazón. Voy a buscar a mi familia.
Los encuentro en la fonda, cenando chuletones poco hechos. Con señas, desde la puerta, indico a mi mujer que me voy a dormir. Esta noche no estoy para nadie.
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dietario del pueblo rural
dimecres, 1 de setembre del 2010
Dietario del pueblo rural. Día 1. Miércoles
Si conviertes todas las casas de un pueblo abandonado en casas de turismo rural, ¿qué tienes? Un pueblo rural. Cómo de tonto puede llegar a ser este asunto que hasta la lógica del lenguaje lo delata: El pueblo rural, último grito (¡¡¡¡AAAAAHHH!!!!) en resorts y turismo de pulserita.
Por lo que me cuentan, hay uno cerca de Cervera. Y por lo que he investigado (poco) hay otro en Galicia. También he visto un anuncio que rezaba "Pueblo en venta. Ideal para convertir en centro turístico rural".
Nunca he estado en uno así que, siguiendo la máxima vianiana "I never went to Italy so I had to write a song about it to know it", me he plantado allí -en el de Cervera o en Couso, da igual- con el coche y la familia que tampoco tengo. Por la autopista, hasta casi la misma entrada de la aldea en cuestión. Y oigan: Qué bien conseguidas las últimas curvas rurales de la carreterita rural que se tiene que coger para llegar hasta las primeras casas rurales del pueblo rural. Se nota que la han arreglado, antes debía de ser un camino de cabras, pero han mantenido el trazado antiguo. Ensanchándola unos metros, eso sí, que si no el todoterreno que saco del garaje para estas ocasiones tan... ¿rurales? no habría pasado.
Llego al final de la galería de árboles. Una amable pancarta ("Bienvenidos al pueblo rural") me recibe y me indica con una flecha hacia dónde tengo que girar para encontrar el parking de todoterrenos; el pueblo rural es peatonal prácticamente todo el día, excepto de 5 a 7 de la tarde, que es cuando se hace el desfile de tractores, carros y cosechadoras, intercalados con rebaños de ovejas y una piarita de cuatro cerdos que hacen las delicias de los niños y mayores urbanos. Babeo pensando cómo mis dos hijos por fin van a aprender que el fuet no crece en los súpers en paquetes envasados al vacío.
Bajamos del coche, cogemos las mochilas, nos atamos bien las botas de montaña y nos dirigimos al punto de información que hay en la entrada del pueblo. Nos dan la bienvenida y un plano. Nos marcan en el plano cuál es nuestra casa -la de la piscina, por los críos la hemos cogido-, dónde están el súper, el restaurante, la tienda de souvenirs y el bar -en la plaza, al lado de la iglesia, claro-. La iglesia está cerrada y no tiene campanas pero, por megafonía, tocan las horas, las medias y los cuartos; nos parece un detalle encantador.
Nada más entrar, vemos a un abuelo con boina y bastón. Le decimos hola, nos devuelve el saludo. Le pregunto si es del pueblo, me responde que no, que es parte del grupo de animación contratado por la empresa que lo gestiona pero que si necesitamos saber algo, se lo preguntemos, que les hacen hacer a todos un curso antes de empezar a trabajar. Le doy las gracias y, cuando nos alejamos un poco, les explico a los niños que en los pueblos hay que saludar y hablar con todo el mundo. Seguimos el camino hacia la casa diciendo hola, hola, a todo ser vivo que se cruza con nosotros. Pasa por delante un perro pulgoso. Les digo a los niños que a éstos -a los perros- en los pueblos, hay que tirarles piedras. Los niños se horrorizan, el perro se harta de esperar la primera pedrada y se va por donde ha venido, decepcionado. Yo me río y despeino a los niños con gesto cariñoso diciéndoles: "Bueeeno, ya aprenderéis: tenéis toda la semana". Llegamos a la casa.
La dueña es alemana. De Munich. Nos explica que se hartó de la ciudad y que como a ella le gusta mucho el trato con la gente y su novia es arquitecta autónoma y puede trabajar donde le dé la gana, cuando hace dos años vieron el anuncio en el periódico, se decidieron a comprar la casa, arreglarla y venir a montárselo al pueblo rural. Los niños están despistados, gracias a Dios, con una gallina que se pasea por delante de la puerta y no han oído esto último. Les grito que a ésas -a las gallinas- hay que gritarles "pitas, pitas, pitas". La alemana me dice que no es una gallina, que es el gallo y que mejor no se acerquen demasiado, que tiene muy malas pulgas. Le agradezco la discreción de haber bajado la voz, cojo las llaves de nuestras habitaciones, llamo a los niños y subimos al primer piso.
Las habitaciones, estupendas: ventanas con porticones, camas ridículamente grandes, una jofaina (decorativa, qué susto) en un rincón, lavabos estucados en colores tierra y... ¡armarios de luna! Corro a abrir la puerta del armario en cuestión. ññññiiiiiiiiiiiiic. Aaaah, sí... Corro a abrir los porticones de la ventana. Los niños dicen que huele mal. Les explico que los pueblos huelen así y que es por las vacas. (Nota mental: preguntarle a la encargada alemana si hay alguna manera de disimular ese olor a vaca).
Vaciamos las mochilas. Los armarios de luna no tienen barra para las perchas, sólo tienen estantes. Cris tuerce el gesto: se le van a arrugar todos los vestidos. (Nota mental: preguntarle a la alemana si hay servicio de plancha). Son las 9 de la noche y tenemos que cenar. Bajamos a recepción, le decimos a la alemana que nos encantan las habitaciones. Responde "No. Los pueblos huelen así" a mi pregunta sobre el olor de vaca, mientras ata a nuestras muñecas las pulseras all included. Salgo de la casa al grito "Vamos a cenar a la fonda". "¿Qué es una fonda?", pregunta el pequeño. "Es como se llaman los restaurantes de los pueblos", contesto. Allá está. "Restaurante", dice el cartel, claro, suena más internacional así.
Pedimos el surtido de embutidos. Le pregunto al camarero si son embutidos hechos en el pueblo. “Claaaaro”, me responde guiñándome el ojo. Nos trae una especie de percha con chorizos, fuets, bulls (blanco y negro) y secallonas colgando de ella, una tabla y un cuchillo. A comer. Llega otra pareja con otros dos niños, con botas de montaña idénticas a las nuestras (todos), pantalón corto con muchos bolsillos, idéntico a los míos (él); vestido de lino en tono verde militar, idéntico al de Cris (ella); pantalón corto con muchos bolsillos y camisetas de manga larga (los niños). Nos preguntan si pueden compartir mesa con nosotros. Por su puesto. El señor nos cuenta que llevan ya diez días en el pueblo, que se mañana a primera hora, que han sido unas vacaciones fantásticas y que las nuestras también lo serán. Que ya veremos qué auténticas son las fiestas patronales del pueblo (que se celebran todos los jueves a partir de las 12 del mediodía) y que lo único que se han perdido ha sido la matanza del cerdo, que son vegetarianos (aunque respetan muchísimo que nosotros hayamos elegido comer animales muertos) y que por poco no cambian de planes y se van a la playa en vez de venir al pueblo rural cuando vieron que una de las actividades familiares del día del patrón (todos los jueves) era ver ese espectáculo macabro. Pero que acabaron viniendo porque si se hubieran ido a la playa, los abuelos se habrían apuntado y que no les apetecía, que bastante los veían ya cuando les traían los críos del colegio a casa todos los días, que les das la mano y se cogen el brazo. Piden una ensalada sin atún para todos. Los niños se la comen sin parar de rascarse todo el cuerpo. “Tienen pulgas de jugar con el perro”, dice la madre. “A los perros de los pueblos rurales hay que tirarles piedras”, dice mi hija mayor. Se levantan y van a otra mesa sin despedirse.
Acabamos de cenar y nos vamos a dormir. Por megafonía suenan once campanadas.
Si conviertes todas las casas de un pueblo abandonado en casas de turismo rural, ¿qué tienes? Un pueblo rural. Cómo de tonto puede llegar a ser este asunto que hasta la lógica del lenguaje lo delata: El pueblo rural, último grito (¡¡¡¡AAAAAHHH!!!!) en resorts y turismo de pulserita.
Por lo que me cuentan, hay uno cerca de Cervera. Y por lo que he investigado (poco) hay otro en Galicia. También he visto un anuncio que rezaba "Pueblo en venta. Ideal para convertir en centro turístico rural".
Nunca he estado en uno así que, siguiendo la máxima vianiana "I never went to Italy so I had to write a song about it to know it", me he plantado allí -en el de Cervera o en Couso, da igual- con el coche y la familia que tampoco tengo. Por la autopista, hasta casi la misma entrada de la aldea en cuestión. Y oigan: Qué bien conseguidas las últimas curvas rurales de la carreterita rural que se tiene que coger para llegar hasta las primeras casas rurales del pueblo rural. Se nota que la han arreglado, antes debía de ser un camino de cabras, pero han mantenido el trazado antiguo. Ensanchándola unos metros, eso sí, que si no el todoterreno que saco del garaje para estas ocasiones tan... ¿rurales? no habría pasado.
Llego al final de la galería de árboles. Una amable pancarta ("Bienvenidos al pueblo rural") me recibe y me indica con una flecha hacia dónde tengo que girar para encontrar el parking de todoterrenos; el pueblo rural es peatonal prácticamente todo el día, excepto de 5 a 7 de la tarde, que es cuando se hace el desfile de tractores, carros y cosechadoras, intercalados con rebaños de ovejas y una piarita de cuatro cerdos que hacen las delicias de los niños y mayores urbanos. Babeo pensando cómo mis dos hijos por fin van a aprender que el fuet no crece en los súpers en paquetes envasados al vacío.
Bajamos del coche, cogemos las mochilas, nos atamos bien las botas de montaña y nos dirigimos al punto de información que hay en la entrada del pueblo. Nos dan la bienvenida y un plano. Nos marcan en el plano cuál es nuestra casa -la de la piscina, por los críos la hemos cogido-, dónde están el súper, el restaurante, la tienda de souvenirs y el bar -en la plaza, al lado de la iglesia, claro-. La iglesia está cerrada y no tiene campanas pero, por megafonía, tocan las horas, las medias y los cuartos; nos parece un detalle encantador.
Nada más entrar, vemos a un abuelo con boina y bastón. Le decimos hola, nos devuelve el saludo. Le pregunto si es del pueblo, me responde que no, que es parte del grupo de animación contratado por la empresa que lo gestiona pero que si necesitamos saber algo, se lo preguntemos, que les hacen hacer a todos un curso antes de empezar a trabajar. Le doy las gracias y, cuando nos alejamos un poco, les explico a los niños que en los pueblos hay que saludar y hablar con todo el mundo. Seguimos el camino hacia la casa diciendo hola, hola, a todo ser vivo que se cruza con nosotros. Pasa por delante un perro pulgoso. Les digo a los niños que a éstos -a los perros- en los pueblos, hay que tirarles piedras. Los niños se horrorizan, el perro se harta de esperar la primera pedrada y se va por donde ha venido, decepcionado. Yo me río y despeino a los niños con gesto cariñoso diciéndoles: "Bueeeno, ya aprenderéis: tenéis toda la semana". Llegamos a la casa.
La dueña es alemana. De Munich. Nos explica que se hartó de la ciudad y que como a ella le gusta mucho el trato con la gente y su novia es arquitecta autónoma y puede trabajar donde le dé la gana, cuando hace dos años vieron el anuncio en el periódico, se decidieron a comprar la casa, arreglarla y venir a montárselo al pueblo rural. Los niños están despistados, gracias a Dios, con una gallina que se pasea por delante de la puerta y no han oído esto último. Les grito que a ésas -a las gallinas- hay que gritarles "pitas, pitas, pitas". La alemana me dice que no es una gallina, que es el gallo y que mejor no se acerquen demasiado, que tiene muy malas pulgas. Le agradezco la discreción de haber bajado la voz, cojo las llaves de nuestras habitaciones, llamo a los niños y subimos al primer piso.
Las habitaciones, estupendas: ventanas con porticones, camas ridículamente grandes, una jofaina (decorativa, qué susto) en un rincón, lavabos estucados en colores tierra y... ¡armarios de luna! Corro a abrir la puerta del armario en cuestión. ññññiiiiiiiiiiiiic. Aaaah, sí... Corro a abrir los porticones de la ventana. Los niños dicen que huele mal. Les explico que los pueblos huelen así y que es por las vacas. (Nota mental: preguntarle a la encargada alemana si hay alguna manera de disimular ese olor a vaca).
Vaciamos las mochilas. Los armarios de luna no tienen barra para las perchas, sólo tienen estantes. Cris tuerce el gesto: se le van a arrugar todos los vestidos. (Nota mental: preguntarle a la alemana si hay servicio de plancha). Son las 9 de la noche y tenemos que cenar. Bajamos a recepción, le decimos a la alemana que nos encantan las habitaciones. Responde "No. Los pueblos huelen así" a mi pregunta sobre el olor de vaca, mientras ata a nuestras muñecas las pulseras all included. Salgo de la casa al grito "Vamos a cenar a la fonda". "¿Qué es una fonda?", pregunta el pequeño. "Es como se llaman los restaurantes de los pueblos", contesto. Allá está. "Restaurante", dice el cartel, claro, suena más internacional así.
Pedimos el surtido de embutidos. Le pregunto al camarero si son embutidos hechos en el pueblo. “Claaaaro”, me responde guiñándome el ojo. Nos trae una especie de percha con chorizos, fuets, bulls (blanco y negro) y secallonas colgando de ella, una tabla y un cuchillo. A comer. Llega otra pareja con otros dos niños, con botas de montaña idénticas a las nuestras (todos), pantalón corto con muchos bolsillos, idéntico a los míos (él); vestido de lino en tono verde militar, idéntico al de Cris (ella); pantalón corto con muchos bolsillos y camisetas de manga larga (los niños). Nos preguntan si pueden compartir mesa con nosotros. Por su puesto. El señor nos cuenta que llevan ya diez días en el pueblo, que se mañana a primera hora, que han sido unas vacaciones fantásticas y que las nuestras también lo serán. Que ya veremos qué auténticas son las fiestas patronales del pueblo (que se celebran todos los jueves a partir de las 12 del mediodía) y que lo único que se han perdido ha sido la matanza del cerdo, que son vegetarianos (aunque respetan muchísimo que nosotros hayamos elegido comer animales muertos) y que por poco no cambian de planes y se van a la playa en vez de venir al pueblo rural cuando vieron que una de las actividades familiares del día del patrón (todos los jueves) era ver ese espectáculo macabro. Pero que acabaron viniendo porque si se hubieran ido a la playa, los abuelos se habrían apuntado y que no les apetecía, que bastante los veían ya cuando les traían los críos del colegio a casa todos los días, que les das la mano y se cogen el brazo. Piden una ensalada sin atún para todos. Los niños se la comen sin parar de rascarse todo el cuerpo. “Tienen pulgas de jugar con el perro”, dice la madre. “A los perros de los pueblos rurales hay que tirarles piedras”, dice mi hija mayor. Se levantan y van a otra mesa sin despedirse.
Acabamos de cenar y nos vamos a dormir. Por megafonía suenan once campanadas.
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