De las presentaciones. Destrozar el mitin.
Más que a ser profeta en mi tierra iba a salirme de lo que me habían profetizado, que era un gran triunfo fácil.
Sábado, Mequiero Vivir, llenazo en la librería, todos (o casi todos) con el libro ya leído, todos (o casi todos) con regalitos para mí porque, encima, era mi cumpleaños. Todos (absolutamente todos) esperando una presentación de un libro convencional: Presentador cantando las maravillas de la niña, la niña con cara de sí, sí, bueno, bueno..., ante las maravillas cantadas por el presentador. No había nada más fácil, así que, cuando Pelàez me lo propuso, no dudé un momento: decidí hacerlo difícil. Que yo soy muy guapa y muy lista, mi madre y mis tías ya lo sabían. Que había escrito un libro, también. Que a partir de ese libro se podía hacer lo que hizo Pelàez no se lo imaginaba nadie.
Así que salí. Expliqué qué iba a pasar y, en vez de presentar el libro -que casi todo el mundo se había leído, insisto-, presenté a Pelàez. Y Pelàez, en vez de presentarme a mí -a quien prácticamente todo el mundo ya conocía-, primero cantó y luego leyó fragmentos y se inventó cosas a partir de los fragmentos.
Me dijeron que esperaban que se hablara más del libro y que se hablara más de mí. Contesté que al libro y a mí ya nos conocían pero a Pelàez no. ¿Se imaginan qué rollo una presentación todo el rato: es un libro maravilloso, la autora es maravillosa? Oh, wait, las presentaciones de los libros normalmente son así. Igual que los mítines son las presentaciones. ¿Va a los mítines alguien de quien no se tenga ya el voto ganado?
Yo a Pamplona no iba a ganar votos, no iba a convencer a nadie de que se comprara el libro. En la de Barcelona, sí: Eso le dije a mi madre cuando me recordó con nostalgia las cosas tan majas que Javier dijo de mí en la Taifa. Ya estaba todo vendido, en Pamplona, así que decidí darles el extra.
El extra (y Pelàez es mucho extra) gustó a algunos; no gustó a quienes no querían más. Quienes no querían más son maravillosos: Se habrían conformado conmigo, lo cual nunca me dejará de alucinar. Quienes querían más aplaudían y alucinaban ellos.
Así que fue un triunfo, lo de Pamplona. Y no paramos de brindar por ello hasta que mi prima nos echó de la peña Donibane casi pasadas las cinco de la madrugada.
Y yo, fíjense, le sigo aplaudiendo ahora a Pelàez. Si no hubiera venido conmigo, ¿qué iba a hacer? ¿Solo acordarme de cómo me aplaudían a mí?