dimecres, 8 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 5. Domingo.

Me despierto a las 5 de la madrugada. La cama es demasiado pequeña para cuatro personas. Por suerte, mi madre sólo ha dormido un rato: se ha pasado la noche yendo y viniendo del lavabo, poniéndonos compresas de agua fría en la frente y untándonos, a mi mujer, a mi padre y a mí, pecho y espalda con Vicks Vaporub, que mata todos los bichos, dice. Le he intentado explicar que lo del virus era mentira y que, en cualquier caso, mi padre no lo ha pillado. Dice que soy muy amable intentando tranquilizarla y que lo de mi padre es en plan preventivo, que ella misma también se ha untado un par de veces y que le parece una buenísima idea que me haya dejado el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana preparados en el galán de noche para ponérmelos hoy, que toda precaución es poca y que el verano es muy traidor.

Rompe a llorar de la emoción, me planta un beso en la frente y me dice que he sido un buen padre, marido e hijo, trayendo a mi familia a recuperarse con los aires del campo y preocupándome porque mis padres no caigan enfermos también. Lanza el tarro de Vicks Vaporub a la cabeza de mi padre, que para de roncar ipso facto. Me hace levantar los brazos para ponerme el jersey, bromea diciendo “¿Dónde está la cabeza del nene? ¿Dónde está la cabeza del neneeeeee?” hasta que mi cabeza acaba de emerger del cuello de cisne del jersey. Me peina y me ayuda a abrocharme el pantalón y a atarme los zapatos. Es más buena que el pan, mi madre. Juro mentalmente que nunca más les voy a dejar al margen de nuestros planes de vacaciones aunque estemos enfermos de verdad. Ya veré cómo convenzo a Cris.

La lesbiana alemana (nota mental: preguntarle cómo se llama), me recibe en el salón con una gran sonrisa. Me dice que ya sabía ella que bajaría de esta guisa y que me ha preparado un desayuno de tenedor, que es lo que desayunan los líderes sindicales. Me señala, en la mesa, un gran tazón de crispis con leche, un zumo de naranja, un café y un tenedor colocado con primor encima de una servilleta roja. Antes de que se me olvide, le pregunto cómo se llama. Me responde que le llame camarada, que además de ser un apelativo muy muy adecuado para nuestra situación actual, no indica género, que ya va siendo hora de que se supere la cosa esta de los chicos y las chicas, que la diferencia sexual es el lastre que arrastra la humanidad desde sus albores y que hasta que no se supere este tipo de matices no habrá manera de avanzar ni de ser realmente libres. Me cuenta de sus estudios en París, de la substitución de los sujetadores por las vendas opresoras que utilizaban sus amigas para disimular sus pechos y de las perillas postizas y los calcetines en las bragas que tan de moda se pusieron en los círculos antigénero de su época joven, que eso sí que era ser pionerarroba, que sus amigarrobas tenían muy claro que había que superar la cosa cuerpo y guiarse sólo por el intelecto, que es asexuadarroba en un principio pero que acababa presarroba, enterradarroba sobre capas de valores morales absurdos que absurdamente nadie se replanteaba.

Le digo que, por favor, me dé una cuchara.

Acabo el bol de crispis mientras le explico que la arroba que se usa al final de las palabras para privarles de la terminación que indica género, no se lee, que de hecho, no sé cuál sería la forma correcta de leerla, que sólo se usa en la escritura. Me dice que en alemán sí que se lee, que las palabras son normalmente tan largas que no va de cuatro o cinco sílabas más, que ella misma a veces añade unas cuantas consonantes y vocales a algunos términos, por pura diversión, y que nadie lo nota.

Sorbo las últimas gotas de leche del tazón, doy un puñetazo en la mesa y le digo que se calle y que por Dios se centre en el tema que nos ocupa, que las cosas hay que hacerlas paso a paso y que no mataremos ahora el pájaro del encasillamiento de género con el mismo tiro que el pájaro de la opresión laboral. Baja la cabeza y reconoce que, sí, que tengo razón, que las prisas no llevan a ninguna parte, que quien mucho abarca poco avanza. Recoge la peluca del suelo y se la vuelve a poner en la cabeza. Realmente, esta gente necesitaba un líder. Subo un momento a la habitación para preguntarle a mi mujer si puedo pasar la mañana fuera. Me dice que sí, que me vaya, que ellos se quedan en la piscina que para eso la hemos pagado y no es plan de que sólo la utilice nuestra hija que encima ni se baña y que, para hacer lo que hace, lo mismo lo podría hacer en cualquier otro sitio. Le pregunto qué hace nuestra hija en la piscina. “Nada”, me responde. Decido dejar la broma fácil para otro momento. Bajo de nuevo al salón y le digo a mi camarada que vayamos al zaguán de ayer a reunirnos con el resto de la plantilla; tengo la intuición de que aún siguen ahí discutiendo cualquier cosa, las reuniones, sin un líder, tienden a eternizarse.

Allí siguen, sí, hablando del Barça.

Consigo hacerme con la palabra tres horas más tarde, después de respetar escrupulosamente los turnos en los que cada uno de los allí presentes ha expresado su opinión sobre Laporta, Berlusconi, el Papa, la Iglesia, el Islam, Marbella, los coches deportivos, las tías que se dejan fotografiar sobre los capós de los coches deportivos en las ferias (punto en el cual la camarada ha olvidado por completo sus compromisos de juventud parisinos, las arrobas y sobre todo las bandas opresoras de pechos), Laporta otra vez, las tías buenas otra vez y otra vez Laporta, por este orden: una cosa llevaba a la otra.

He aprovechado el minuto de silencio que alguien ha propuesto hacer por la muerte de la clase política catalana tal como la conocemos en general y por la del socialismo centralista en particular (esto no lo he entendido muy bien) para convocar una manifestación por sus derechos de trabajadores del pueblo rural, a las cinco en punto, delante de la puerta de la iglesia. Todos han estado de acuerdo ya que, total, iban a estar allí de todos modos porque es el sitio de donde sale la cabalgata en la que tienen que desfilar todos los días. Me ha parecido un poco contradictorio pero he pensado que es la mejor manera de asegurarme que todos se presentarán y que habrá una gran afluencia de público. Me he despedido al grito de “¡Libertad!” y me he dirigido al hotel para aprovechar en la piscina el ratito que quedaba antes de la hora de comer.

En la piscina, mi mujer intenta convencer a gritos desde el bordillo a mi madre de que, siendo (mi madre) una sola nadadora y no un equipo entero de natación sincronizada, no necesita toda la piscina para hacer formaciones y figuras en el agua. Mi madre replica con voz nasal (lleva las pinzas puestas) que sí que la necesita porque, aunque no estén de cuerpo presente, ella lleva al resto del equipo en la cabeza y en el corazón (por supuesto) y si no piensa de forma global no puede concentrarse en hacer bien los movimientos. Da un giro repentino, acaba la inmersión con una patadita en la superficie y desaparece hacia el fondo de la piscina dejando un rastro de purpurina.

-Lleva así toda la mañana.- Me dice mi mujer.
-¿Y mi padre?- Le pregunto.
-En la silla de juez, cantando la música a gritos y cronometrándole cada número. El niño está ahí abajo, tu madre le ha pedido que le grabe para luego repasar las cintas y mejorar la técnica. Tu hija, no lo sé. No me preguntes.
-Seguramente estará haciendo nada con su amigo.
-Seguramente.

Veo que no tengo nada que hacer en la piscina. Paso por la cocina y robo una manzana; no tengo hambre. Los nervios de la revolución. Subo a la habitación y me echo una siesta.

Me despiertan seis campanadas. Llego tarde a la manifestación. Voy corriendo a la plaza de la iglesia. Gran revuelo en torno al cerdo absuelto de cada jueves: la cabeza de la manifestación aún no ha empezado a avanzar porque se ha tumbado delante de la pancarta y no hay quien lo mueva de ahí. La señora del cerdo me dice que el animal se ha enterado de sus intenciones y que ha decidido practicar lo que él llama la resistencia pacífica (de momento), que no le interesa hacia dónde puede derivar el asunto si la clase obrera levantada se sale con la suya.

Me fijo bien en la pancarta. Dice: “El pueblo rural cont”. Le pregunto a la porquera qué quiere decir eso. Me dice que no les ha cabido el “ra la opresión del explotador con el único objetivo de entretener als pixapins de la capital”. Le digo que ese lema y, más aún, toda la revolución están mal concebidos desde el principio, que salta a la vista que no han acertado ni con la tipografía ni con el cuerpo de letra y que se han pasado por el forro tanto las dimensiones de la pancarta como las del cerdo y que a ver ahora qué hacemos. Me responde de malas maneras que si un líder sindical que ella se sabe no se hubiera ido a tumbarse a la bartola en la piscina durante las cruciales horas previas a la sublevación, a lo mejor las cosas habrían salido un poco mejor para ellos y peor para el cerdo, que era de lo que se trataba. Le pido que no me toque las pelotas y que no me recuerde lo de la piscina, que ni siquiera me he bañado. Interrumpen nuestra discusión los gritos del cerdo y los de la multitud. De repente, todo el mundo ha desaparecido. El cerdo levanta la cabeza y me mira, el matarife levanta la cabeza y me mira repitiendo su frase del guión de los jueves: “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…” Me da todo tanta rabia que me saco la margarita y el trapo del escote y escupiendo en el suelo, se los devuelvo a la porquera. Regreso hacia la casa preguntándome dónde se habrá metido la camarada. La veo en el bordillo de la piscina, mirando arrebolada cómo un señor teutón sostiene a mi madre en vilo, con una sola mano, mientras ella intenta mantener el equilibrio haciendo la postura del vriksasana. Le pregunto a la camarada quién es ese señor que apuntala así a mi madre. Me dice que su novia, que ha vuelto de Bilbao para quedarse. No pregunto más.

Subo a la habitación. Encuentro a mi hijo y a mi padre sentados delante del ordenador, con el Final Cut abierto, marcando los TC-ins y los TC-outs de los, según ellos, momentos de la coreografía que mi madre debería pulir. Me dirijo a la puerta que comunica nuestra habitación con la de los niños. Mi hijo me dice que mejor no entre ahí, que su hermana está dentro haciendo nada con su amigo desde hace un rato. Le pregunto por su madre. Me dice que está tomando un baño de sales. Entro en el lavabo, me desnudo, me meto en la bañera con Cris y apoyo mi cabeza en su hombro. Me toca con mucho cuidado la herida aún cosida de la pedrada que me dio en el río el niño vegetariano. “Creo que no quedará demasiada cicatriz”, me dice muy suavecito. Nos besamos y por un momento tengo la agradable sensación de formar parte de una familia feliz que está de vacaciones.