Pongo un disco de Bob Dylan y, justo en el momento (bueno, un segundo antes) en el que tiene que empezar a sonar su voz, mi gato maúlla y yo entiendo un poco por qué hay gente a quien no le gusta Dylan. Luego Dylan empieza a cantar de verdad o a recitar o a hacer eso que hace él, y va dejando ir frase tras frase y la historia me lleva tan allá que acabaría pensando que la gente a quien no le gusta Dylan es idiota si no hiciera ya cinco minutos, mínimo, que he dejado de pensar en ellos.
Es como estar enamorada de alguien que, una mañana, se despierta torpe y te suelta alguna gilipollez que te hace entender por qué el resto del mundo no está enamorado de él. Como poner Intereconomía un momento y descubrir que ahora les ha dado por dejar el micro abierto en medio de la revolución y por poner a sus becarios a insistir como cotorras en que ellos lo que hacen es sólo informar (ése es el mal día y el maullido colado a traición de Intereconomía).
Es la cosa del no ser o del ser pero querer disimular lo que se es porque en ese momento te es más conveniente ser o parecer otra cosa.
Para volverse loco, oigan.