Acaban de pasar dos cosas. Una la puedo explicar, la otra no.
Empiezo por la que no puedo explicar: AINHOA REBOLLEDO.
No la puedo explicar, pero es muy maja. Nos acabamos de conocer y ya me ha prestado "Los millones", de Santiago Lorenzo. Yo le he prestado un libro de Fernando Poblet: "Contra la modernidad". Ella me ha prestado un libro y yo le he prestado otro, así, para asegurarnos de que nos los vamos a devolver. Yo ahora hablaría mucho rato de Poblet y de Lorenzo pero tenemos instrucciones muy precisas: esto se llama Primera persona y tengo que hablar todo el rato de yo, yo, yo, así que vuelvo a la otra cosa que ha pasado, que sí la puedo explicar.
Esta canción que ha sonado al principio, que igual no la habéis oído bien porque he empezado a hablar demasiado rápido, es de Enrique Iglesias. Es una canción de Enrique Iglesias mezclada por Pitbull,
Pitbull es un tipo que coge canciones de Shakira, Paulina Rubio, Enrique Iglesias, da igual, y las convierte en la misma canción; una sola canción que suena en la tienda de mi hermano Javier, donde yo trabajo a veces y que es la excusa que me llevó a escribir este dietario, todo el día en loop. Diez horas al día de esta música. Siempre Pitbull, la misma canción, sonando, mientras yo lo único que hacía era fantasear con que sonaba esta otra canción:
... esto sonando en el momento en que entraba un señor y preguntaba por los trajes.
Un señor vestido con muy poca gracia, así, como inseguro, queriendo comprarse un traje. Y escuchando esto mientras entra en la tienda.
Y yo diciéndole que me siga, preguntando: qué, tiene alguna ocasión especial?
-Una entrevista de trabajo.
-Bueno, eso, tal como están las cosas, es una ocasión especial (ahí, empatizando a saco en plan superdependienta). Y ¿de qué color lo quiere?
-Negro.
-¿Qué talla?
-No sé, la 58...
Yo mirándole y diciendo: Le saco la 60 también, así nos aseguramos.
Y él escuchando (música) mi fracaso personal.
Saco la americana, le ayudo a ponérsela, le cuelgan las hombreras, le está ancha de espaldas pero tiene que meter la barriga para abrochársela. Se mira al espejo y escucha (música): mi fracaso personal.
Le digo que ya verá cómo le queda mejor si le meto un poco de mangas, que yo no sé qué patrones usan para hacer estas cosas, que son como de supermodelos y que a nadie le quedan bien de entrada. (Música) mi fracaso personal.
Le planto un alfiler aquí y otro allá. ¿Ve? Le queda perfecta. Y él mirándose al espejo (música) mi fracaso personal.
Ahora, los pantalones.
Se los doy, le doy también un empujoncito hacia el probador y cierro la cortina justo a tiempo para no ver cómo se encuentra solo ahí dentro, frente a su reflejo, con los hombros caídos, los alfileres en los puños, los pantalones en la mano y acabando de escuchar mi fracaso personal.
Mi hermano, el jefe, me dice que ni hablar de la canción. Que si quiero hundirle el negocio y que se va a comer. A mi hermano, las cosas nunca le afectan demasiado.
Me quedo sola en la tienda.
(Leyendo del libro)
Hago un barrido con la mirada y me fijo en un objeto decorativo delirante que hay en uno de los estantes del fondo: La esfera armilar. Me tiene desconcertada. Antes ha entrado otro cliente que, viéndome ensimismada mirando al absurdo rincón de la astronomía, ha dicho: Es uno de esos cacharros que sirven para representar la posición de los planetas en un sistema solar. Le he contestado que eso había pensado yo también, pero que si se fijaba bien vería que más que una esfera armilar en condiciones, aquello parecía la representación de un sistema planetario diseñado por una especie de dios hijo de puta, dueño de una intención de similar calaña que la de los inventores del lanzamiento de cabra desde el campanario. Me ha mirado con cara de no entender. Me he acercado al estante mientras le explicaba que, igual que el único objetivo de tirar la cabra al vacío es verla despanzurrada contra el suelo, el único objetivo de la creación de esa galaxia sólo podía ser ver los planetas despanzurrándose unos contra otros. He bajado el artilugio, le he soplado el polvo, lo he puesto sobre el mostrador y he dicho señalando los puntos de soldadura interorbital: puntos de despanzurramiento: aquí y aquí, ¿los ve? Me ha dado la razón, pero me ha dicho que no tenía demasiado tiempo para desconcertarse conmigo, que necesitaba una camisa. Le he señalado el camino. Ha ido directo hacia la columna de las de lino marrón, así que me he visto obligada a advertirle que aquellas camisas habían estado un poco raritas toda la mañana, que hacía cosa de una hora, una de ellas había caído del estante al suelo sin ningún motivo aparente. ¿Cree que se ha tirado?, me ha preguntado el cliente bajando la voz. Creo que sí, le he contestado y cogiéndole del brazo he vuelto con él al mostrador. Comprendo que le gusten, le he dicho, tienen un tacto fantástico, pero me veo en la obligación de avisarle del incidente que le acabo de explicar: imagínese que la camisa en cuestión volviera a intentar tirarse llevándola usted puesta. Deberían retirarlas de la venta inmediatamente, me ha dicho él.
Una escribe estos delirios, los escribe en primera persona, y se encuentra con que hay gente que pregunta: Esto que cuentas, ¿es verdad?
Camisas suicidas.
Galaxias a punto de estallar.
Astrud sonando en centros comerciales.
Y esto que cuentas, ¿es verdad?
Y una acaba llegando a la conclusión de que una cosa es lo que pasa y otra cosa es la verdad.
Que no hace falta que las cosas pasen para que sean verdad.
Y que la única verdad, lo único que a mí me hace escribir en primera persona, puede que sea querer escapar de la camisa, del traje, de Enrique Iglesias, de la tienda y hasta de la galaxia.
Igual que también es verdad que lo único que quiero ahora es escaparme de este escenario.
Gracias.