(De los "échale tierra" que van definiendo la historia)
Tengo una manía: la de imaginarme cómo fueron las conversaciones en las que se han tomado grandes decisiones que posiblemente, en su momento, no lo parecían tanto. Bueno, grandes y pequeñas, no quiero dármelas de interesante porque por ejemplo, una de las últimas que me he imaginado es cómo se llegó a la conclusión de que el eslogan “Magnum Gold: Tan bueno como el oro pero sabe mejor” era el que mejor podía servir para vender el helado (¿Alguien se ha preguntado alguna vez a qué sabe el oro? Del ridículo porcentaje de enfermos mentales de la población que alguna vez se ha preguntado a qué sabe el oro, exceptuando al Tio Gilito y al rey Midas, ¿alguien se ha imaginado que el oro sabe bien? ¿Qué carajo quiere decir que algo, cualquier cosa, sabe mejor que el oro?). Lo único que puedo imaginarme es una sala de reuniones llena de copys y creativos publicitarios lanzando propuestas que sólo tienen sentido en sus cerebros ocupados durante las últimas 10 horas por dos únicos conceptos: “Magnum Gold” (tiene que salir en la frase porque es el nombre de la cosa) y “el helado está rico”. Y entonces alguien dice: “Va, tú, que son las doce y mañana a las nueve tenemos la reunión con el cliente. ¿Cómo era aquello que hemos dicho antes? Pues eso mismo”. Y todos a casa supersatisfechos.
Pero bueno, yo en realidad quería hablarles del barco que han encontrado en la Zona Cero de Nueva York, que también me ha hecho pensar en varias frases así como costumbristas que hicieron que acabara allá, enterrado a sólo entre 6 y 9 metros de la superficie, y que permaneciera oculto hasta anteayer mismo. Frases del tipo: “Y con el barco, ¿qué hacemos?”, “Échale tierra” (allá por el siglo XVIII). O: “Oye, que aquí cavando, cavando, hemos encontrado unas maderas…”, “Tú cava, cava, que la semana que viene vienen a hormigonar…” (allá por 1960 y pico). Frases que en su momento sonaron muy triviales pero que miren qué imagen más maja de la historia provocan a posteriori: Piensen en el siglo XVIII. Era la época de las grandes transacciones marítimas, las que propiciaron la pujanza económica de las ciudades portuarias y marcaron el inicio de las fortunas posteriores que, un siglo y pico más tarde, con las líneas aéreas en pleno despegue (perdonen el perogrullo) y el mar ya medio abandonado, decidieron que debían crecer a lo alto, desde la tierra. Construyeron los rascacielos indicadores de bonanza que todos conocemos para que, unas pocas décadas más tarde, viniera la guerra desde el cielo en forma de línea aérea a destruirlos.
¿Lo ven? Es fantástico ergo artístico el resumen de la historia que puede verse hoy en la Zona Cero: el origen (el barco) en los cimientos - el crecimiento (el rascacielos) en medio - el declive (el avión) desde arriba - gran crisis - vuelta al origen.
Ahora que tienen la imagen, sazonen el conjunto con cualidades humanas. Por ejemplo: la pereza (de mover el barco)-el orgullo (de ver quién construye el rascacielos más grande)-el odio (de estampar el avión contra el edificio)-la desesperación (de la crisis)-la superación (del volver a empezar).
A mí, con este cuento del “Échale tierra”, me ha parecido ver un poco las entretelas de cómo se va construyendo la historia sumando perezas de unos, orgullos de otros, odios de los de más allá, desesperaciones colectivas, ansias de superación y progreso tecnológico.