Tengo manos de fin de semana en la Selva de Mar: en la derecha, un picotazo inmenso de un bicho no identificado y en las dos el olor todavía de las gambas de la paella que nos hemos comido a las 6 de la tarde.
Hemos tomado el sol en las calas y en las rocas. Me he vuelto a bañar con sandalias de río. Hemos esperado hasta las 8 de la tarde para ir a comprar pescado. Hemos escuchado a las cien mejores canciones francesas luchar por hacerse oír por encima de los estándares discotequeros que venían del hotel de al lado. Hemos visto a un señor enterrar una gaviota muerta en la arena de la cala. Hemos dormido de un tirón hasta las 11 del mediodía. Y cuando, a punto de volver a Barcelona, me han preguntado qué iba a hacer esta semana, he contestado: aprender a tomar el sol sin pensar demasiado en que quiero tener un jardín como el de la casa que Mercè Rodoreda se hizo construir en Romanyà.