Tengo manos de fin de semana en la Selva de Mar: en la derecha, un picotazo inmenso de un bicho no identificado y en las dos el olor todavía de las gambas de la paella que nos hemos comido a las 6 de la tarde.
Hemos tomado el sol en las calas y en las rocas. Me he vuelto a bañar con sandalias de río. Hemos esperado hasta las 8 de la tarde para ir a comprar pescado. Hemos escuchado a las cien mejores canciones francesas luchar por hacerse oír por encima de los estándares discotequeros que venían del hotel de al lado. Hemos visto a un señor enterrar una gaviota muerta en la arena de la cala. Hemos dormido de un tirón hasta las 11 del mediodía. Y cuando, a punto de volver a Barcelona, me han preguntado qué iba a hacer esta semana, he contestado: aprender a tomar el sol sin pensar demasiado en que quiero tener un jardín como el de la casa que Mercè Rodoreda se hizo construir en Romanyà.
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diumenge, 29 d’agost del 2010
dissabte, 28 d’agost del 2010
Aquí, víctima de un absurdo insomnio infantil provocado por (feit) irme de excursión, me veo llenando la maleta de más vestidos que días voy a estar fuera, no pudiendo decidir qué libros llevo y pensando que ya no tengo edad para ponerme nerviosa por estas cosas.
Si ahora se me aparece mi señora madre con una cantimplora y un bocata de chorizo envuelto en papel de plata, no me sorprendería pero nada.
Wa yeah.
(Lo de llevar una hora viendo vídeos de Antònia Font, tampoco me lo explico).
Si ahora se me aparece mi señora madre con una cantimplora y un bocata de chorizo envuelto en papel de plata, no me sorprendería pero nada.
Wa yeah.
(Lo de llevar una hora viendo vídeos de Antònia Font, tampoco me lo explico).
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divendres, 27 d’agost del 2010
Ayer, antes de encontrarme con Jordi O. y luego con Gemma; antes de coger el tren para Vilassar, de decidir hacer una parada en Ocata, de tomarnos dos cervezas en el chiringuito, de acercarme a Vins i Divins a hacer una visita al Sr. Luri (no estaba, Sr. Luri, ya me pasaré otro día), de coger de nuevo el tren, de llegar a Vilassar, de bañarnos en el mar, de ver llegar a Ferran, Xavi, Víctor, Carles y Jordi F., de ir a hacer el vermut (a las 8 de la tarde), de quedarnos con hambre y pedir que nos hicieran bocatas; antes de que nos dijeran que no tenían pan, de ver a una señora entrar con una barra de pan debajo del brazo, de plantearnos si asaltarla o si pedírsela a cambio de favores sexuales, pero decidir que mejor simplemente le preguntábamos dónde lo había comprado; antes de que la señora -que nunca sabrá lo cerca que estuvo de tener una gran sesión de sexo con cualquiera de nosotros- nos dijera que la panadería ya había cerrado, de coger el tren y volver a Barcelona, de decidir tomar la última y acabar tomando la última y la penúltima en el (H)original, en el Haití y en el Almirall; y antes de volver a casa oliendo a sal y a arena, con boquerones, mejillones y una botellita de salsa de Ca n'Espinaler en el bolso. Antes de todo eso, pasé por Documenta a buscar un libro que ya había buscado antes en La Central y que tampoco tenían.
Y en algún momento entre medio de toda esta hiperactividad, miré a mi alrededor y me di cuenta de que el verano-verano, el de verdad, el de las vacaciones, del go with the flow y de tomarse las cosas con calma, acababa de empezar. Y me di cuenta de que llevaba mucho tiempo esperando a volver a tener un verano como este que empezó ayer.
Y en algún momento entre medio de toda esta hiperactividad, miré a mi alrededor y me di cuenta de que el verano-verano, el de verdad, el de las vacaciones, del go with the flow y de tomarse las cosas con calma, acababa de empezar. Y me di cuenta de que llevaba mucho tiempo esperando a volver a tener un verano como este que empezó ayer.
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non laboro
dimecres, 25 d’agost del 2010
Normalmente, cuando voy a la playa lo único que consigo es ponerme de mal humor. No me gustan nada ni los niños gritones ni las abuelas gritonas ni los adolescentes gritones ni los maricas gritones hiperbronceados ni las madres gritonas ni los padres que pasan de todo (bueno, estos últimos son los más soportables). Así que no sé por qué he decidido que estos días que me quedan de vacaciones voy a ir a la playa. Pero como lo he decidido, lo hago -así soy yo- hasta que decida dejar de hacerlo.
Con esta puesta en situación que les acabo de hacer pueden imaginarse que he ido todo el trayecto del 64 desde el Paral·lel hasta el paseo Joan de Borbó pensando "¿Para qué voy? ¿para qué voy? ¿para qué voy?...". He llegado a la playa, he extendido la toalla, me he medio despelotado, me he sentado y he pensado: "¿Para qué he venido?".
Intentando hacerme ver que no ha sido tan mala idea venir, me he preguntado "¿qué estaría ahora haciendo en casa?", me he respondido "seguramente leer... ja! He traído un libro, puedo hacer lo mismo que estaría haciendo en casa a la vez que ponerme morena..." Pues no. ¿Han probado a leer un libro mientras Pol, el niño de al lado, no para de llenarle a su madre la toalla de arena? Es imposible. Entonces, he mirado al horizonte (borroso; no llevaba puestas las gafas) y me he vuelto a preguntar: "¿Qué hago aquí?" Y me he respondido: "Nada" Y me he preguntado: "¿Qué hace toda esta gente aquí?" Y me he vuelto a responder: "Nada". Y entonces me he dado cuenta de que estaba filosofando. Me estaba haciendo todas las preguntas existenciales de la historia de la humanidad ahí mismo: en la playa, toda embadurnada de protección 15.
Del qué hacemos aquí (en la playa) he pasado al qué hacemos aquí (en el mundo), al para qué tenemos hijos (la madre había echado a Pol al grito de "Fot el camp que no vull veure't ni en pintura!!"), al para qué intentamos leer libros (aún tenía el libro que había llevado en la mano), al para qué nos metemos en el agua (Pol acababa de salir y su madre ya le estaba gritando "Fes el favor d'assecar-te bé!!!), para qué nos ponemos bronceador (Pol se lo acababa de poner y ya quería irse otra vez al agua)... Mis respuestas a todo son "nada" o "para nada".
Entonces el padre de Pol ha vuelto del agua con un cubo. Se lo ha enseñado a Pol diciéndole: "Mira Pol: un pez". Pol ha cogido el cubo y lo ha vaciado en la arena. "Pol, ¡que se va a morir el pez!" ¡PUM! Tremenda conclusión trágica en mi cabeza: Venimos para nada y nos acabamos muriendo (Fácil ésta, ¿no? Bueno, llevaba ya una hora al sol, tampoco daba yo para mucho más...).
Me he quedado así como hecha polvo durante unos dos o tres minutos. Pero luego he remontado: Pensándolo bien, venir para nada es un gran descanso. ¿Qué queda? Vivir y ya está. Pues habrá que vivir bien. Claro que puede que lo que yo (que he venido para nada y no soy nada) entienda por vivir bien no coincida con lo que Pol (o cualquier otro vecino que también ha venido para nada y no es nada) entienda por vivir bien... pero qué más da si encima, por más que nos guste pensar lo contrario, en una perspectiva de infinitud espacio-temporal, cualquier cosa que nostros (o lo que es lo mismo: la nada) hagamos importa más o menos un pimiento.
Tengo que acabar de pulir todas estas cosas que me han venido a la cabeza. De momento, voy a comer y a echarme una siesta. Mañana vuelvo a la playa.
Con esta puesta en situación que les acabo de hacer pueden imaginarse que he ido todo el trayecto del 64 desde el Paral·lel hasta el paseo Joan de Borbó pensando "¿Para qué voy? ¿para qué voy? ¿para qué voy?...". He llegado a la playa, he extendido la toalla, me he medio despelotado, me he sentado y he pensado: "¿Para qué he venido?".
Intentando hacerme ver que no ha sido tan mala idea venir, me he preguntado "¿qué estaría ahora haciendo en casa?", me he respondido "seguramente leer... ja! He traído un libro, puedo hacer lo mismo que estaría haciendo en casa a la vez que ponerme morena..." Pues no. ¿Han probado a leer un libro mientras Pol, el niño de al lado, no para de llenarle a su madre la toalla de arena? Es imposible. Entonces, he mirado al horizonte (borroso; no llevaba puestas las gafas) y me he vuelto a preguntar: "¿Qué hago aquí?" Y me he respondido: "Nada" Y me he preguntado: "¿Qué hace toda esta gente aquí?" Y me he vuelto a responder: "Nada". Y entonces me he dado cuenta de que estaba filosofando. Me estaba haciendo todas las preguntas existenciales de la historia de la humanidad ahí mismo: en la playa, toda embadurnada de protección 15.
Del qué hacemos aquí (en la playa) he pasado al qué hacemos aquí (en el mundo), al para qué tenemos hijos (la madre había echado a Pol al grito de "Fot el camp que no vull veure't ni en pintura!!"), al para qué intentamos leer libros (aún tenía el libro que había llevado en la mano), al para qué nos metemos en el agua (Pol acababa de salir y su madre ya le estaba gritando "Fes el favor d'assecar-te bé!!!), para qué nos ponemos bronceador (Pol se lo acababa de poner y ya quería irse otra vez al agua)... Mis respuestas a todo son "nada" o "para nada".
Entonces el padre de Pol ha vuelto del agua con un cubo. Se lo ha enseñado a Pol diciéndole: "Mira Pol: un pez". Pol ha cogido el cubo y lo ha vaciado en la arena. "Pol, ¡que se va a morir el pez!" ¡PUM! Tremenda conclusión trágica en mi cabeza: Venimos para nada y nos acabamos muriendo (Fácil ésta, ¿no? Bueno, llevaba ya una hora al sol, tampoco daba yo para mucho más...).
Me he quedado así como hecha polvo durante unos dos o tres minutos. Pero luego he remontado: Pensándolo bien, venir para nada es un gran descanso. ¿Qué queda? Vivir y ya está. Pues habrá que vivir bien. Claro que puede que lo que yo (que he venido para nada y no soy nada) entienda por vivir bien no coincida con lo que Pol (o cualquier otro vecino que también ha venido para nada y no es nada) entienda por vivir bien... pero qué más da si encima, por más que nos guste pensar lo contrario, en una perspectiva de infinitud espacio-temporal, cualquier cosa que nostros (o lo que es lo mismo: la nada) hagamos importa más o menos un pimiento.
Tengo que acabar de pulir todas estas cosas que me han venido a la cabeza. De momento, voy a comer y a echarme una siesta. Mañana vuelvo a la playa.
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Este mundo,
non laboro
dimarts, 24 d’agost del 2010
Paso una fulminante gripe de verano. Estar enferma me anula: mi actividad se reduce a beber mucha agua y a ir del sofá a la cocina a por más agua, de la cocina a la cama y de la cama al lavabo haciendo "ay" a cada paso. Mi círculo social queda compactado en una persona: el farmacéutico de la esquina. Son fantásticos, el farmacéutico y su coro de abuelos, permanentemente en la farmacia interesándose por qué me pasa: consiguen alejar de mi cabeza la idea "nadie se preocupa por mí" que me invade siempre que estoy enferma y que añade la autocompasión a la lista de síntomas de cualquiera de mis enfermedades recurrentes.
Pedir ayuda o reclamar la atención sobre mi persona no es mi fuerte. Por eso adoro al farmacéutico de la esquina, a su coro y a cualquiera que me llame preguntando cómo estoy porque hace un par de días me oyó decir que creía que me estaba resfriando. Acabaré siendo una vieja cartillera, de las que van al médico día sí y día también porque es el único que les pregunta cómo están. Muy triste todo.
Perdonen, no soy yo quien habla, es mi resfriado estival y el aburrimiento que me ha provocado. Me he pasado dos días enteros encerrada en casa y me he tragado dos temporadas de "Cómo conocí a vuestra madre". La aborrezco. Reconozco que de la primera temporada no me enteré de la mitad: estaba a 38 y medio de fiebre y lo que más risa me daba eran las risas enlatadas. O ni eso: seguramente sólo me reía por contagio, por la anulación de cualquier conato de voluntad que me provoca la enfermedad. "Ría aquí" y yo, a 38 y medio, río y lo que me digan.
A partir del capítulo 15, seguía riendo a cada orden de risa pero ya empezaba a ver que me estaban colando lo que siempre te cuelan las sitcom americanas: cuatro personajes arquetípicos locos por vivir unas viditas en las que, si amas, lo único que puedes recibir a cambio es amor (levantar ceja aquí). Y si no amas, como el quinto personaje –contrapunto de los otro cuatro-, no es tu culpa, es que seguramente tienes un trauma de la infancia pero, no te preocupes que tus amigos siempre te respaldarán y harán aflorar el corazoncito que late en tu interior (señalarse la boca con dos dedos, sacar la lengua y hacer “aggg, aggg” aquí).
La serie es una mierda -perdón, es la fiebre: estoy a 37,2. (¡Jojo! Me encanta esta excusa)- pero yo me he seguido tragando capítulo tras capítulo hasta completar los cuarenta y pico que suman las dos primeras temporadas (mover la cabeza de lado a lado mientras piensan “ayyy, Isabel…” aquí).
(Inserten aquí la noche del martes al miércoles, que la paso durmiendo como un lirón)
Hoy me he despertado a 36,3 –sí: mi temperatura corporal normal está unas décimas por debajo de la media de la de la humanidad- (pensar “¿ah, sí?” aquí)- y con una sensación así como de que estos dos últimos días no han existido. Porque no han existido, ¿no? Y si han existido, los podré recuperar al final, ¿no? Joder, qué asco, qué pérdida de tiempo es estar enferma. Si al menos hubiera pegado el estirón, pero ni eso: sigo en mi 1,60 pelado, blanca como la leche en pleno agosto en una ciudad de playa y más escéptica que nunca respecto de las relaciones humanas. Estupendo.
Pedir ayuda o reclamar la atención sobre mi persona no es mi fuerte. Por eso adoro al farmacéutico de la esquina, a su coro y a cualquiera que me llame preguntando cómo estoy porque hace un par de días me oyó decir que creía que me estaba resfriando. Acabaré siendo una vieja cartillera, de las que van al médico día sí y día también porque es el único que les pregunta cómo están. Muy triste todo.
Perdonen, no soy yo quien habla, es mi resfriado estival y el aburrimiento que me ha provocado. Me he pasado dos días enteros encerrada en casa y me he tragado dos temporadas de "Cómo conocí a vuestra madre". La aborrezco. Reconozco que de la primera temporada no me enteré de la mitad: estaba a 38 y medio de fiebre y lo que más risa me daba eran las risas enlatadas. O ni eso: seguramente sólo me reía por contagio, por la anulación de cualquier conato de voluntad que me provoca la enfermedad. "Ría aquí" y yo, a 38 y medio, río y lo que me digan.
A partir del capítulo 15, seguía riendo a cada orden de risa pero ya empezaba a ver que me estaban colando lo que siempre te cuelan las sitcom americanas: cuatro personajes arquetípicos locos por vivir unas viditas en las que, si amas, lo único que puedes recibir a cambio es amor (levantar ceja aquí). Y si no amas, como el quinto personaje –contrapunto de los otro cuatro-, no es tu culpa, es que seguramente tienes un trauma de la infancia pero, no te preocupes que tus amigos siempre te respaldarán y harán aflorar el corazoncito que late en tu interior (señalarse la boca con dos dedos, sacar la lengua y hacer “aggg, aggg” aquí).
La serie es una mierda -perdón, es la fiebre: estoy a 37,2. (¡Jojo! Me encanta esta excusa)- pero yo me he seguido tragando capítulo tras capítulo hasta completar los cuarenta y pico que suman las dos primeras temporadas (mover la cabeza de lado a lado mientras piensan “ayyy, Isabel…” aquí).
(Inserten aquí la noche del martes al miércoles, que la paso durmiendo como un lirón)
Hoy me he despertado a 36,3 –sí: mi temperatura corporal normal está unas décimas por debajo de la media de la de la humanidad- (pensar “¿ah, sí?” aquí)- y con una sensación así como de que estos dos últimos días no han existido. Porque no han existido, ¿no? Y si han existido, los podré recuperar al final, ¿no? Joder, qué asco, qué pérdida de tiempo es estar enferma. Si al menos hubiera pegado el estirón, pero ni eso: sigo en mi 1,60 pelado, blanca como la leche en pleno agosto en una ciudad de playa y más escéptica que nunca respecto de las relaciones humanas. Estupendo.
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