Doce horas fuera de casa, de pie, andando de un sitio para otro, haciendo colas, visitas al lavabo, bailando, buscando un sitio donde nos dieran algo de comer, ahora poniéndonos las chaquetas, ahora quitándonoslas, ahora volviéndonoslas a poner para, al final, llegar al último escenario, el del mar detrás, y ver que empezaba a salir el sol y vernos todos de nuevo las caras y alucinarnos vivos porque estábamos guapísimos y sonreíamos y escuchábamos el mismo tun tum TUN TUM tun tum TUN TUM tun tum y nos pensábamos que ese era, primero, el rudido del corazón propio, luego, el de todos los demás latiendo al mismo tiempo, y bailábamos también al mismo tiempo y empezábamos a oír un uuuuuUUUUUUUHHHH que llegaba de algún sitio y llegaba de todos pero no era nuestro; el tun tum, sí, pero el uuUUUHHH, no; el uuuUUUUHHH era suyo y estaba empujando al sol a acabar de salir y a nuestras caras a sonreír cada vez más y a ser más guapas y a nuestros brazos a levantarse y a nuestros ojos a mirarnos y a sonreír otra vez y a bailar y a sonreír y a levantarse y a mirar.
Sonaba esto.
Y parecía que aquel día no podía acabar nunca.
Y aquel día sí que acabó.
Pero yo hoy le he prometido a Donna Summer que nunca, nunca, voy a confiar en nadie que no se haya encontrado ahí arriba con ella, con todos, con todo, cualquier noche de colocón. Porque quien no lo haya hecho, no sabe nada de la vida.