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dissabte, 21 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 12 (y último). Sábado

Abro la tienda media hora más tarde de lo habitual porque me he entretenido en casa preparando un cartel que quería poner en el escaparate, que decía:

"Para celebrar que es mi último día como dependienta en esta tienda, he decidido coger los bajos en sentido literal a todo el aquel que entre, independientemente de si compra algo o no".

Cuatro horas después, sólo había entrado un señor que, señalando el cartel, me había gritado desde la puerta: "Voy un momento a buscar a mi mujer y vuelvo con ella a ver qué le parece". No ha vuelto, claro.

¿Qué se creen? ¿Que no contaba yo con el factor "a ver qué le parece a mi mujer"? Una empieza a ser perra vieja y yo hoy lo que quería era estar tranquila en la tienda, disfrutando de mis últimas cuatro horas en este no-lugar en el que he pasado las mañanas de estas dos últimas semanas. El cartel era parte de ese plan y, por si fallaba, me había preparado una selección de música anticlientes: comprarse un traje mientras por los altavoces suena "Mi fracaso personal" de Astrud es, simplemente, imposible. Imagínense parados delante de un espejo, con una camisa, una americana y una corbata en pleno mes de agosto mientras Manolo Martínez va dejando ir la retahíla de versos que componen la letra de esa canción ("Personal, mi fracaso personal, mi fracaso personal, mi fracaso personal, mi fracaso personal, mi fracaso personal..."). Lo más probable es que, por mucho que intenten mantener la compostura, las hombreras de la americana se deslicen hacia abajo, la corbata se afloje, la camisa se arrugue y el pelo se despeine. Por no hablar de las bolsas que se harían en el pantalón y debajo de los ojos.

No soy novata en este tipo de acciones terroristas contra el ánimo colectivo. Recuerdo que hace no mucho mi amigo Jaume y yo teníamos un proyecto con el que conseguiríamos hundir en la miseria a todos los modernos de la ciudad. La cosa consistía en hacer un grupo: yo cantaría y escribiría las letras, él tocaría y compondría la música. Nuestro gran éxito sería una bomba contra el buen rollo: se titularía "No te quiere" y la letra iría así:

No te quiere
no te quiere
no te quiere
no te quiere
no te quiere
no te quiere
...

para acabar apuntillando al personal en la última estrofa con un rotundo:

Está jugando contigo

Queríamos conseguir añadir un segundo punto geográfico al mapa de cosas construidas por el hombre que pueden verse desde el espacio. Quedaría así: uno, la Glan Mulalla China, y dos, la Gran Zona de Depressió Mental i Anímica (el nombre sería en catalán por lo de las subvenciones), localizada en la intersección de la calle Nou de la Rambla y la avenida del Paral·lel, justo en el Apolo, sí, la sala de conciertos en la que nos consagraríamos como los nuevos Doctores No del terrorismo internacional (internacional porque por el Apolo pasa mucho guiri).
Todo esto no era porque sí, era una venganza por todas las historias que últimamente nos estaban pasando y que nos hacían sentirnos así de mal también a nosotros. Nos convertiríamos en el primer grupo-musical-terrorista-suicida de la historia: nosotros también moríamos de pena cada vez que ensayábamos la canción pero, tocándola por fin en vivo, conseguiríamos morir de pena matando de pena. El explosivo lo llevábamos dentro, sólo había que apretar el ON del sintetizador y dejar que pasaran cosas.

Nunca llegamos a hacerlo porque yo en el fondo, de tan buena, soy tonta (lo dice mi madre), y Jaume es mallorquín, o sea, sus planes son de cocción lenta. Pero ahí está la semilla. No pierdo la esperanza de volverme mala un día y que ustedes acaben si no oyéndonos a nosotros, al menos oyendo de nosotros.

Lo del cartel que les explicaba tampoco lo he hecho, claro. Seamos sinceros, a finales de agosto, un sábado por la mañana, no hace falta ponerse a ofrecer cogidas de bajos a maridos sin inicativa para estar de lo más tranquila en la tienda. Me he pasado la mañana planchando camisas sin parar. Lo que les decía: de buena, tonta.




Quería acabar este dietario con una recapitulación de todo lo que me ha pasado estos días en la tienda pero voy a hacer otra cosa: voy a poner aquí una foto.



Esta camisa la he doblado yo. No es tontería: aunque no se vean, lleva un montón de agujitas escondidas clavadas aquí y allá. Ya pueden coger ustedes la camisa, tirarla al suelo, sacudirla, toquetearla y volver a encajarla (desperfilada, seguro) en su estante, que no se descolocará ni un hilo.

Yo, hace dos semanas, no sabía doblar así una camisa. Y ¿para qué sirve doblar así una camisa? Pues sólo para que mi hermano y Pepi (la dependienta a la que he estado sustituyendo) sigan haciendo el Sísifo de lunes a sábado en el Macson de Llobregat Centre. Y ¿de qué me sirve a mí haber estado allí cuatro horas al día aprendiendo cosas de este tipo? Pues puede que de nada tampoco. No sé: vuelvan a empezar a leer desde el "Dietario de la tienda. Día 1" y juzguen ustedes mismos.

Gracias a todos.

divendres, 20 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 11. Viernes

Esta mañana, me he metido en la ducha con las gafas puestas.

Estaba yo toda encantada sopesando muy seriamente si la sensación "estar a gustito" podría ser incorporada al limbo de los conceptos filosóficos en calidad de factor que incide directamente en la percepción del tiempo cuando, de repente, se me ha nublado la vista (por lo de las gafas y la ducha que les explicaba).

Mis reflexiones venían motivadas por una conversación de casi cinco horas que mantuve ayer con mi amigo Víctor. Mano a mano. Nosotros, algunas cervezas, Boris Vian, el machismo de los hombres griegos y las mentes calenturientas de nuestros amigos. Un total de cinco horas de parloteo que a mí me cundieron como media, o sea, poco, o sea, que habría seguido. Pero no: llegué a casa, miré al reloj y pensé: ¿este ratito de nada ha durado una hora más que las cuatro horas que me paso en la tienda todas las mañanas? Pues sí.

Así que he desayunado café con iburprofeno y he cogido el metro pensando en Bergson, en Deleuze (otra vez) y en Cortázar, claro, porque pensar todo eso, aunque parece que dura muchísimo más que un viaje en metro, pasa sólo durante un viaje en metro.

Llego a la tienda. Quito cerrojos, enciendo luces, hola maniquíes, enciendo caja, perfilo y aparece un nuevo personaje en escena: el de merchan y escaparatismo.

M&E: Hola, soy el de merchan y escaparatismo.
Yo: Yo soy Isabel.
M&E: Vengo a cambiarte el orden de toda la tienda y a colocarte lo de la nueva temporada.
Yo: ¿Mi jefe sabe que vienes?
M&E: No, pero da igual.
Yo: Pues adelante, yo te dejo que vayas haciendo
M&E: Hombre, espero que me ayudes.
Yo: (Mierda) Claro, aquí estoy.
M&E: Hay que cambiar escaparates, mover todo eso de allí a allá y lo de allá a allí, volver a doblar todas las camisetas y colgar los pantalones en perfecta alineación.
¿No tienes musiquita?
Yo: No, la que hay en el ordenador no me gusta.
M&E: ¿Qué hay?
Yo: Shakira y así.
M&E: ...
Yo: Si quieres la pongo.
M&E: No, no...

Me pongo a doblar camisetas y acabo de despejar cualquier rastro de buena imagen sobre mí que pudiera quedar a esas alturas en la mente de M&E de la siguiente manera:

Yo: ¿Sabes Futurama?
M&E: No.
Yo: Es una serie. En la serie hay un robot que se llama Bender.
M&E: ¿Un qué?
Yo: Un robot.
M&E: ...
Yo: Es igual. Bender trabaja en una fábrica doblando vigas de acero. Jajaja!
M&E: ...
Yo: Bend quiere decir doblar, en inglés.
M&E: Ah.
Yo: Tengo una amiga que también trabaja en una tienda de ropa y cuando le toca pasarse el día doblando camisetas, si le preguntas qué tal, ella contesta: "Tooooodo el día haciendo el Bender".
M&E: Hum.
Yo: ...

Luego se ha ido a fumar un cigarro. Yo me he puesto un jersey y cuando ha vuelto me ha pillado haciendo posturitas delante de un espejo, colocándome el jersey bien por aquí y bien por allá. Luego se ha ido al lavabo y ha tardado muchísimo en volver y cuando ha vuelto me ha dado un susto de muerte: yo estaba mirando el mail en el ordenador en vez de estar asegurándome de que los pantalones colgaban de las perchas justo por la línea que marca la exacta mitad aritmética de la longitud de las perneras. Y me he agobiado mucho y he cerrado todas las ventanas del navegador y me he puesto colorada y, con la cabeza gacha, he vuelto a los pantalones. Luego, pensando yo que él estaba en el escaparate, se me ha acercado por detrás justo en el momento en el que yo estaba despistada mirando la estantería de los polos, y me ha pescado en flagrante incongruencia con mi anterior comentario sobre la música, esto es, canturreando en voz alta el waka-waka. Y me he vuelto a poner colorada. Me ha preguntado dónde estaban mil cosas que yo no sabía dónde estaban y me ha preguntado también mil veces que cuándo llegaba el jefe. Yo también me preguntaba que cuándo iba a llegar el jefe de una vez. Le he dicho que a las dos. Me ha preguntado si yo me iba a las dos. Le he dicho que sí. Me ha dicho que ah, que no me quedaba nada entonces. He mirado el reloj y eran las 11.30h. Y me he puesto a pensar otra vez, más que en el concepto "a gustito", en el concepto "pero qué horror" y en su factor de incidencia en la percepción del concepto tiempo.

Hasta que ha entrado mi jefe en la tienda a la voz de "¿Pero no habéis puesto la música?" Y he salido huyendo de allí. Antes, eso sí, le he dado las gracias a M&E y le he dicho que pensaría en él cada vez que, en mi casa, recogiera la colada.

No me he quedado tranquila hasta que me he dado cuenta de que me había bajado del metro en la parada equivocada. Entonces ya sí, por fin, he vuelto a ser la pánfila de las gafas mojadas de esta mañana.

dijous, 19 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 10. Jueves

Voy a la tienda con "Life During Wartime", de Todd Solondz, en la cabeza. Tengo que dejar de ver pelis de Todd Solondz. Ya me pasó con "Happiness": odié a todos y cada uno de los personajes, y salí del cine con una mala hostia del 15. Puta miseria. Con esta última me ha vuelto a pasar. ¿Cuántas veces puede escribirse en un guión la frase: "Lo siento"? Es el mantra de la película. El mantra completo sería, de hecho: "Te he jodido la vida. Lo siento". La naturaleza de cada uno de los personajes es ir jodiendo vidas y sintiéndose muy mal después por haberlas jodido. Hasta el niño -que parece puro al principio; que para entender de qué va eso de hacerse mayor se pone a escribir una redacción sobre si es posible perdonar y/o olvidar-, al final crece o, lo que es lo mismo, le acaba jodiendo la vida a alguien y se siente mal por ello. Bienvenido a la vida adulta.
Hay personajes "buenos" también, claro, pero a éstos los van quitando de en medio: ¿Quién es el guapo capaz de aguantar a alguien que pone tan en evidencia sus miserias y que amenaza, sin darse cuenta, con apartarlo de su naturaleza de jodedor penitente?

Pues todo eso pensaba yo mientras me disponía a salir de casa. Y, en el momento de coger el libro de hoy, con Solondz en la cabeza, he estirado la mano hacia -que Dios, desde su tumba, nos asista- el "Ecce Homo" de Nietzsche. Y es que, ahora tenderé aquí un puente de dudosa estabilidad: a mí Solondz y Nietzsche me provocan el mismo pensamiento. A saber: "Bueno, no todo iba a ser jijijí, jajajá, alguien tiene que hacer el trabajo sucio", eso es lo que pienso cuando leo o veo algo de estos dos.
Sí: alguien tiene que filosofar sobre el lado oscuro, que también es naturaleza humana, vaya si lo es.

Empezaba esta entrada diciendo que tengo que dejar de ver las pelis de Todd Solondz. Es mentira que piense eso. Igual que no pienso que tengo que dejar de leer a Nietzsche (ni, salvando las distaaaaaaaaaaancias, a Bernhard ni a Houellebecq ni de ver las películas de Haneke...). La verdad es que no puedo estar más agradecida tanto a uno como a otro por esa forma tan genial que tienen de remover la mierda para luego escribirla y rodarla en bonito (porque, qué maravilla, cómo escribía uno y cómo rueda el otro) y ponerla a mi disposición toda enterita para que yo vaya siendo un poquito menos idiota, pánfila e inocentona y esté cada vez más curada de espanto al encontrarme con ciertos rasgos de la personalidad de la gente (incluso míos propios).
Lo que me pasa con este tipo de autores que reflexionan en su obra sobre la naturaleza humana es que se centran en lo que quieren explicar o en lo que ellos creen que merece la pena ser explicado o estudiado y el resto, como decía, lo eliminan o lo menosprecian y lo descartan de su lista de formas válidas de vivir la vida. El resultado, cuando entiendes más o menos la filosofía de uno o de otro, es que acaban presentando un tipo de persona plano que, una vez le has visto el peluquín al asunto, deja de sorprenderte. (Sí, el Ecce Homo de Nietzsche también resulta un tipo plano y muy previsible una vez te has leído la obra y la vida del filósofo: es un poco su gran "lo que quería explicar con todo esto que les he ido contando hasta ahora es que...". La prueba es que lo acabó de escribir y acabó de volverse loco del todo. Eso pienso. Y me quedo tan ancha).

Los personajes de "Life During Wartime" son incapaces de escapar de su naturaleza y, por tanto, son muy previsibles. Les han educado para ser así y educan a sus hijos para serlo también. Están atrapados en un tipo de conducta que les hace ser infelices pero no encuentran la tangente por la que salirse de allí. No la ven ni teniéndola delante de sus narices. Y llegado el rarísimo caso en el que encuentran una salida o aunque sea tan solo un pequeño elemento que les haga ser un poquito más felices; ante el mínimo riesgo de tener que cambiar su vida por eso, aunque este cambio sea una suma y no una resta, la tapian (la salida) o lo lapidan (el elemento) a puro ladrillazo y si, de una paletada de cemento, dejan a alguien herido por el camino, qué le vamos a hacer, es su naturaleza jodedora, ya vendrá su otro yo penitente después a hacer lo suyo para quedarse más tranquilos, pensando que tienen su corazoncito.

Yo, después de haber recibido alguna paletada de cemento en los morros, he perdido el interés por la gente así; me aburre. Por eso creo que Solondz me hace un favor viniendo de vez en cuando a recordarme que existe, si no, me pasaría la vida volviendo a empezar.


Me quedan sólo dos días en la tienda. Hoy he hecho un poco de balance mental de la experiencia y creo que estoy decepcionada. Ojo, no como dependienta: cada vez lo hago mejor y tengo más mano con los clientes. Como espectadora del género humano, sí que estoy un poco decepcionada: la gente entra aquí con un papel, casi con un guión escrito que va de toquetear la ropa, buscar las tallas, probarse los trajes y protestar a la mínima que ven algo que no les gusta. Y yo también estoy muy en mi papel de sonreír, ser amable, pedir disculpas si no se van satisfechos y tal y cual. No puedo ir mucho más allá: será que estoy perdiendo el interés por el género cliente, que también, como los ecce homi que van sueltos por la vida, es de una filosofía de actuación bastante determinada. Cada día que ha pasado he escrito menos sobre ellos. Un amigo me decía hace unos días que había venido a parar al dietario en busca de los “hoy ha entrado una señora que tal” y los “hoy ha venido un señor que cual”, y que no sólo no había encontrado nada de eso sino que además no había entendido una palabra de lo que decía. Bueno, escribo sobre otras cosas. Ya veremos cómo acaba todo esto.

dimecres, 18 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 9. Miércoles

Apoyada en el mostrador, leo sin ningún tipo de disimulo "Et on tuera tous les affreux", de Vernon Sullivan, traducida del americano (sic.) por Boris Vian (juas!). Es una edición de 1965 -ya amarillea bastante- que le compré a un bouquiniste del Quai de l'Hôtel de Ville. Además, hoy llevo los labios pintados de rojo. No sé si hay causa-efecto pero, de esta guisa -con el vian, con mi pose de lectora apoyada desafiante en el mostrador y con el rouge-, he vendido tres camisetas, dos polos y un traje con su camisa y su corbata. Y cada vez que he pasado una visa por el datáfono (horrible palabro) he citado mentalmente al Nge de Cuerda "Qué bonita estampa hago".

Lo que pasa es que yo ya no mido el éxito de mis mañanas en la tienda por la cantidad de cosas que vendo sino por lo provechoso de las ideas que me vienen a la cabeza y, en este sentido, el balance del día ha sido tirando a negativo.

Supongo que simplemente, el libro de Vian ha hecho su función: la de acunar -por la que suspiraba el Werther de Goethe-, que al contrario que la de instruir (que puede dar para días, meses, incluso años de tirar del hilo, reflexionar, aprender y aplicar lo aprendido), tiene su efecto sólo mientras el lector no levante la vista de la historia.
A mí hoy, lo que me ha pasado es que leía con un cuarto de cerebro dedicado al autoregodeamiento en la imagen que les comentaba al principio, dos cuartos más pendientes de las peripecias de Rocky (el protagonista del libro) y el cuarto restante pendiente de si entraba o salía alguien de la tienda. Y también me pasaba que cuando la mitad lectora del cerebro se despistaba de las letras, me daba por pensar cosas como que algunos rincones de una tienda de ropa son lo más parecido a una habitación en la que alguien que no eres tú tiene una maleta a medio hacer. Y una maleta ajena a medio hacer, ahora que estamos en pleno verano y todo el mundo se va menos yo, lo único que me inspira es tristeza.

Cuando a mí algo me inspira tristeza, me lamento una milésima de segundo y vuelvo al libro.

He leído hasta que ha llegado el jefe, en el metro de vuelta y caminando por la calle, como hace Pau(*), desde la parada hasta casa. He abierto el buzón y me he encontrado más material para leer: nada menos que una postal con la que Marina Espasa retoma nuestra correspondencia literaria. ¿Hay mejor antídoto contra la tristeza que provocan las maletas ajenas a medio hacer que una carta escrita de puño y letra? Yo creo que no.



(*) ¡¡¡felicidades, Pau!!! (ja, sí, és demà, però demà ves a saber si t'escric el nom per aquí...)

dimarts, 17 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 8. Martes

Una vez ha comprobado que mi jefe sigue siendo mi jefe y que yo soy otra persona, el chico que lleva la cafetería de enfrente de la tienda está bastante simpático conmigo: me llama por mi nombre y sabe que, cuando me acerco, quiero un café con leche del tiempo, sin azúcar y un croissant. Hoy me ha hecho un descuento de casi 40 céntimos, que es el que hace a la gente que tiene tarjeta. Es un gran avance, teniendo en cuenta que el primer día que le fui a pedir un café, casi se desmaya al pensar que yo era mi jefe, con sus mismos ojos, nariz y pómulos, pero más bajito y transexuado. De todos modos aún me mira con un poco de desconfianza y la tarjeta no me la hace, dice, porque por sólo una semana más no vale la pena. Yo creo que en el fondo se quedará más tranquilo cuando yo desaparezca del mapa. Para ponerle un poquito nervioso, hoy, antes de salir del centro comercial, me he metido en la perfumería que hay justo al lado y me he asegurado de que viera bien que me estaba comprando el pintalabios más rojo que tenían.

Desde ayer que llevo dándole vueltas al tema del absurdo. Reflexionando sobre ello, me vino a la cabeza aquella idea deleuziana heredada de Foucault que, creo recordar, decía algo así como que cuando se lleva un concepto al límite del conocimiento, el único camino por el que se puede seguir adelante viene a ser el del absurdo. Podría engañarles a ustedes, lectores, diciéndoles que éste, inventado por Foucault y desarrollado por Deleuze, fue el método que decidí aplicar cuando me puse a llevar más allá de la decoración el sentido del rincón de la astronomía que hay en la tienda: "El interiorismo parece la explicación última de la presencia allí de tan celestiales elementos, pero yo le voy a sacar más partido al asunto y voy a escribir un post de lo más surreal para dejarles a todos boquiabiertos con mis vastos conocimientos filosóficos, ¡jojojo!".

Pues no.

Todo eso lo he pensado después. La verdad es que lo hice por diversión, porque me aburría y porque me salió así. Además: yo de Foucault no sé nada y lo poco que sé de Deleuze lo debo a las cuatro cosas suyas que me puse a leer por puro gruppismo (de la palabra gruppie, en su sentido más petardo): una vez me enteré de que Santiago Auserón era fan, fan, fan suyo, que asistía a sus clases en París y que tiene pendiente desde hace décadas una tesis doctoral sobre su pensamiento. ¿Decepcionados? No me extraña.

Pues esperen que aún hay más: También soy gruppie de Boris Vian, así que hoy me he plantado en la tienda con "El lobo-hombre" en el bolso. Me he puesto a leer como una posesa, como me pasa siempre que leo a Vian. Es el maestro. Es insuperable. Cualquier novela suya, hasta sus cuentos más cortos, como estos del lobo-hombre, que escribió entre los 25 y los 32 años, presentan un humor y unos toques de surrealismo tan bien colocados que, mientras los lees, te olvidas casi de lo trágico de lo que te está contando. Leyendo a Vian (entiendan bien el gerundio: en el preciso momento en el que uno lo está leyendo) se va de sonrisa en sonrisa, a veces incluso de carcajada en carcajada. Pero, a la vez, se va notando un pequeño sentimiento de tristeza, como (apunte para iniciados) un pequeño nenúfar al lado del corazón que va creciendo muy lentamente y que, para cuando llega el final del libro, es tan grande que hay una presión en la garganta. Y esa presión en la garganta no es otra cosa que angustia. Y entonces descubres que era cierto lo que sospechabas todo el rato aunque no pudieras parar de reír: que la historia que te acaban de contar era muy triste.

Así que ya ven: todos estos intentos de absurdo, de transfondo trágico y de redacción a ritmo de jazz, no me vienen de nada elevado, son sólo consecuencia de haber tenido, en los ochenta, la carpeta forrada con fotos de Radio Futura.

Creo que explico ahora tan impúdicamente mis referencias adolescentes para quitarme de encima un cierto sentimiento de farsante que me está empezando a asaltar últimamente. Piénsenlo: yo escribo y ustedes me dejan comentarios muy amables por aquí y por allá que me hacen sentir un poco lista. Pero en el fondo yo sé que no soy más que un monito de imitación (de Vian, de Auserón y de unos pocos más). No quiero encontrarme un día (salvando las distancias, yo nunca conseguiría llegar a engañarles tanto como ella) como la Marilyn Monroe de aquella anécdota que me explicaron una vez: en una fiesta, fumando sola en el balcón, aterrorizada, se le acerca alguien y le pregunta qué le pasa, a lo que ella responde algo así como: "Tengo miedo de que se acabe descubriendo que todo es falso".

dilluns, 16 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 7. Lunes

Un objeto decorativo de la tienda que me tiene desconcertada es la esfera armilar. Mirando al astrolabio que hay en el estante de al lado, podría incluso encontrársele una cierta coherencia astronómica a aquel rincón, pero es que lo del astrolabio dentro de una tienda de ropa, dentro de un centro comercial, tampoco tiene mucha lógica. He estado un rato pensando en cómo hay elementos que no tienen demasiado sentido unos sin los otros o sí que lo tienen pero llegan a tener mucho más o adquieren otro totalmente nuevo cuando ves el binomio completo. Hablo tanto de cosas como de personas, claro. Hablo de un casquillo y una bombilla, por ejemplo. Hablo de Pere Gimferrer y de su señora. Son elementos que cobran un sentido juntos y aún más si los unes a un tercer elemento que les haga de contexto: el casquillo, la bombilla y la oscuridad; Pere Gimferrer, su señora y... y... (nota mental: buscar otro ejemplo).

Un buen trozo de cielo al que mirar y sobre el que hacer cálculos sería el más digno elemento contextualizador al que podría aspirar el binomio astrolabio-esfera que acompaña mis días. En vez de eso, los pobres tienen que conformarse con formar parte de un concepto bastante más terrenal y subjetivo: la decoración. La misma decoración que quiere contextualizar con ellos también también a la enorme fotografía de los habanos y a la brujita de la escoba que cuelga de la campana de bronce que tengo al lado mismo de la caja... No sé si me explico.

La esfera armilar, como decía, me tiene desconcertada. Parece una esfera armilar, sí: tiene una bola central rodeada de círculos concéntricos que podrían pasar por representar las órbitas de los cuerpos celestes que deberían rotar a su alrededor. Pero cuerpos celestes no hay, las supuestas orbitas son circulares -ya lo he dicho- y no elípticas y cada una de ellas toca por dos puntos con las de tamaño inmediatamente superior e inferior con lo que, si realmente esto fuera una representación de la posición de los elementos de una galaxia, estaríamos hablando de una galaxia que habría desaparecido al poco tiempo de formarse, en una orgia de colisiones interplanetarias que vete tu a saber si no hubiera acabado generando un agujero negro de potencia suficiente como para tragarse todo el universo conocido y por conocer. ¿Es para desconcertarse esta esfera armilar o no lo es?

Pensando todo esto me hallaba yo cuando ha entrado un señor en la tienda y, viéndome ensimismada mirando al rincón de la astronomía, ha dicho: "Es uno de esos cacharros con los que se representa la posición de los planetas en un sistema".

Le he contestado que eso había pensado yo al principio pero que si se fijaba bien vería que más que una esfera armilar en condiciones aquello parecía la representación de un sistema planetario diseñado por una especie de Dios hijo de puta, dueño de una intención de similar calaña que la de los inventores de la tradición del lanzamiento de cabra desde el campanario. Me ha mirado con cara de no entender. Me he acercado al estante mientras le explicaba que, igual que el único objetivo de tirar la cabra al vacío es verla despanzurrada contra el suelo, el único objetivo de la creación de aquella galaxia debía de ser ver los planetas despanzurrándose unos contra otros. He bajado el artilugio, le he soplado el polvo, lo he puesto sobre el mostrador y he dicho señalando los puntos de soldadura interorbital: "Aquí y aquí: puntos de despanzurramiento. ¿Lo ve?"

El cliente me ha dado la razón pero me ha dicho que no tenía demasiado tiempo para desconcertarse conmigo, que necesitaba una camisa. Le he señalado el camino. Ha ido directo hacia la columna de las de lino marrón, así que me he visto obligada a advertirle que aquellas camisas llevaban un poco raritas toda la mañana, que hacía media hora, una de ellas había caído del estante al suelo sin ningún motivo aparente.
"¿Cree usted que se ha tirado?"- me ha preguntado el cliente bajando la voz. Le he contestado que podría ser. Le he cogido del brazo y he vuelto con él al mostrador. "Comprendo que le gusten esas camisas, son preciosas y de un tacto fantástico, pero me veo en la obligación de avisarle del incidente que le acabo de explicar: no me gustaría que la camisa en cuestión volviera a intentar tirarse llevándola usted puesta...". "Deberían retirarlas de la venta inmediatamente", me ha dicho él, "y la esfera también: me parece diabólica".

Jaja, el pobre se había pensado que la esfera también estaba la venta.





Ya me gustaría que todo esto hubiera pasado de verdad esta mañana en la tienda, pero de todo lo que he contado sólo hay una cosa que es cierta: en la tienda hay una esfera armilar. Pensando en este dato, releo el texto y acabo decidiendo que mucho más surrealista que esta conversación ficticia con el señor cliente es que nadie, NADIE, haya entrado en la tienda y haya exclamado: ¿Qué hace eso ahí?, refiriéndose al rincón de la astronomía.

A la gente ya nada le sorprende. Y a mí, lo que me pasa es que llevo toda la mañana melancólica perdida (nota mental: no volver a leer el Plagueta de Bord a la hora del desayuno) y cuando yo estoy melancólica lo único que me salva el día es regodearme en la absurdidad tan radical esta que nos rodea.

dissabte, 14 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 6. Sábado

Después de la especie de perorata antiencasillamiento por cuestión de género que solté ayer, no sé si lo que he hecho esta mañana va a parecer una contradicción en la línea argumental (si la tuviera) de este dietario: me he echado al bolso un libro de Josep Pla.

La separación intersexual que solía cascarse Pla cuando describía sus personajes es brutal, tanto que creo que es imposible que quien haya leído a Pla con gusto en la adolescencia -con el nivel de entendimiento de las cosas que suelen tener los adolescentes (o todo es una verdad digna de adoración y seguimiento ciego o todo es una mierda)-, no se haya quedado gilipollas en este sentido.

Yo no llevo ni un año leyéndolo: Pla en Pamplona no se lee y cuando llegué a Barcelona fui a caer entre personas que lo había leído de bien jóvenes, sí, pero sin gusto, por lo que nunca llegaron a recomendármelo e incluso me llegaron a quitar de la cabeza la idea de leerlo a la mínima inquisición que se me ocurrió hacer sobre su obra. Mi idea sobre Pla cambió nada más empezar uno de sus libros (“Viaje en autobús”, en concreto) hasta el punto en que si ahora me dijeran que todo 2009 desaparecería de mi memoria excepto una cosa y sólo una que yo eligiera, elegiría Pla. Y punto.

Así que esta mañana, al pensar que era sábado, día de gran tráfico en la tienda, se me ha ocurrido que mejor llevaba conmigo una buena guía de tipos, usos y costumbres humanas con la esperanza de ir leyendo y combinando los personajes leídos con los que fueran pasando por allá. He elegido de Pla el dietario de los dietarios, el manual de uso y disfrute de Catalunya con conocimiento de causa, "El quadern gris", claro.

Creo que todo el mundo que quiera empezar a entender un poco Catalunya debe leer este libro, igual que todo el mundo que quiera hacerse una idea de España debería leer lápiz en mano el "El mundo es ansí" y, quien quiera hacer lo propio con Euskadi, "Las inquietudes de Shanti Andia", de Baroja los dos. Pero claro, la gente se queda con el Spain is different de Hemingway y luego vienen las cornadas en Estafeta.

En el metro, con el pla en el bolso, he ido pensando en lo diferentes que eran Baroja y Hemingway. Baroja podría ser el padre de Hemingway. Se llevaban unos treinta años. Compartían la fascinación por el mar como cosa tremenda y misteriosa. Por lo demás, poco o nada que ver.

Luego está Pla que, por edad, podría haber sido hermano de Hemingway e hijo de Baroja. La de Pla era más fascinación por la tierra. Por la tierra y por la gente (la fascinación por la gente entendida casi desde el punto de vista de un etnólogo). Esto lo acerca más a Baroja, que trataba con igual de maestría las cosas del mar y las de la tierra. Lo tenía todo Baroja.

He acabado concluyendo que me interesan mucho más Baroja y Pla como puntos desde los que mirar a la gente, que Hemingway. De hecho, Hemingway me interesa bien poquito: si quisiera mirar a la gente de allende el Atlántico, acudiría antes a Fitzgerald o a Faulkner (que también podrían ser hermanos de Pla y Hemingway por edad). Y para mirar a cualquier otro lado, abriría un Kapuscinski, pero ésa ya es otra historia, otra generación y hasta otro género.

Con estas cavilaciones en la cabeza, he llegado a la tienda. Puertas, luces, hola maniquíes, caja, pasadita al polvo, perfilación. Me meto detrás del mostrador y me pongo con el quadern mientras espero a que empiecen a desfilar los compracamisas. Pasa uno, se prueba unas bermudas; pasa otro, quiere una corbata; pasa otro, quiere una americana pero no hay de su talla… No paran de pasar catalanes por la tienda. Por el quadern, no: he ido a parar a un fragmento en el que Pla no habla de personas, habla del tiempo, de las calles, menciona el más mínimo cambio de viento, se pone a describir hasta el último aplique de un café de Girona al que ha entrado a hacer tiempo mientras espera al tren de Barcelona, llega el tren, se sube al tren, describe el traquetreo del tren, da todo tipo de detalles sobre lo cansado que está, reflexiona sobre el cansancio, el sueño, cómo afecta al sueño el movimiento del tren… Empiezo a acordarme de Proust. Me lo intento quitar de la cabeza decidiendo que simplemente me he equivocado de libro, que en vez del quadern debería haber ido a tiro hecho y haber cogido “Un senyor de Barcelona”. Y en ese momento, va el mismísimo Pla y se pone a decir esto que –San Jerónimo me perdone- yo misma voy a traducir: La memoria de Proust es prodigiosa: no sólo guarda una memoria vivísima de las personas y las cosas que vio o conoció o que le explicaron otros, sino que llega a recordar los pensamientos que le sugirieron estos contactos, las que fueron sus reacciones mentales o sensibles ante estas apariciones. (…). En la obra de Proust hay mucho más (…), hay fragmentos de su obra que son de un realismo apabullante, de un naturalismo realista al que ningún escritor de esta escuela podrá llegar ni en sus mejores momentos. (…). Proust es un gran escritor realista, pero un realista superior, mucho más completo e infinitamente más complejo que esta clase de escritores. (…). Proust resuelve el esquematismo pueril del realismo de su tiempo poniendo de manifiesto, con una agudeza única y con medios expresivos literalmente fabulosos, una realidad infinitamente más rica en elementos espirituales y sensibles…

“¡Vuelve a Proust, burra!”, me estaba diciendo Pla. Y ante eso, ¿qué hace la burra? Pues reconocer que lo es, claro, y pensar durante todo el camino de vuelta a casa, en cómo va a acariciar las solapas de “A la sombra de las muchachas en flor”, que aún estará inmóvil sobre la mesa luciendo un cierto aire de “sabía que acabarías volviendo a mí”, que es el aire que a lo largo de estos últimos casi cien años deben de haber ostentado todas las ediciones habidas y por haber de la Recherche.

divendres, 13 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 5. Viernes

Hoy he estado en actitud más dependienta que cualquier otro día: ha habido más afluencia de posibles compradores que nunca. Mi jefe ya me avisó que eso pasaba los viernes y yo he dado con una explicación: la parte de la humanidad que cumple un horario de trabajo normal, se guía en el tiempo por fines de semana, bueno, por semanas, pero el punto de referencia es el fin de semana. En la tienda, vendemos sobre todo trajes. La mayoría de los mortales, se compra un traje para una ocasión especial, las ocasiones especiales suelen programarse para los fines de semana. Comprar un traje el viernes del mismo fin de semana de la ocasión especial es una temeridad, así que, el viernes anterior uno dice: "¡Pero si la boda es el fin de semana que viene!", viene a la tienda y se compra el traje. Por esta regla de tres, el sábado de la semana anterior a la ocasión especial (o sea, mañana) va a ser el infierno del perfilamiento, entre otras cosas, para mí.

Así que hoy ya he empezado a estar demasiado ocupada como para centrarme en la lectura. Por suerte, el libro de Manguel ha perdido interés. Ya me suele pasar que, según en qué momento coja uno un libro, me entra más por un lado que por otro y a mí, ahora que estoy en plenos pinitos obsesivos de escritura, me ha entrado por el lado que más me tocaba: el de la historia del señor con la muerte pensada de la que les hablaba ayer. Una vez acabado este famoso capítulo noveno -el del hallazgo de la referencia, el que me hizo llenar un trozo de papel de nombres de autores y pasarme ayer por La Central a buscar el Malraux (que no tenían)-, el estudio de Manguel se pierde un poco en parloteos sobre diferentes ideas, más o menos interesantes, tanto sobre las historias homéricas como sobre el mismo Homero.

Salvando los capítulos dedicados a la distinción entre los libros que instruyen y los libros que acunan -con menciones al Werther, de Goethe-, y al "Ulises" de Joyce, los demás van haciendo hincapié en temas que, a mí, ni fu ni fa. Por ejemplo, hay uno titulado "Madame Homero" en el que se presenta con todo detalle la teoría de Samuel Butler según la cual Homero fue una mujer. Griega, para más señas. Ha sido leer esto y pensar yo: "Y ¿a mí qué? ¿No habíamos quedado que quién fuera Homero, si realmente fue un quien y no un quienes, no tiene la menor importancia?" Además está el tema: ser mujer o no serlo. A mí me importa un pito ser una mujer. Me importa tan poco que si la femineidad fuera un club, entendería perfectamente que me echaran por falta de interés.

Pues más o menos en ese capítulo estaba cuando ha entrado en la tienda una mujer muy metida en un papel de mujer históricamente mal entendido, de una estrogeneidad aberrante que se veía potenciada al ir acompañada de un marido sumiso, mero personaje acatador de órdenes, sufridor de broncas y pagador de camisas -porque, eso sí, las camisas las pagan ellos-. No estoy exagerando: la señora en cuestión le ha metido un sermón de padre y muy señor mío a su marido por no entrar en un polo talla XL. Después de un par de reproches salidos de tono verbalizados en forma de "¿Ves? Has engordado. ¡Has engordado!", me ha mirado con cara de disculparse no por sus berridos sino por su "él" gordo. Y me ha sabido muy mal decirle que no me quedaban XXLs de ese modelo; ha sonado como si en realidad le dijera a él: "¡Es que has engordado tanto que te has salido del tallaje!". A lo que ella seguramente me habría respondido con un mamporro alegando que a su "él" sólo le grita ella, que para eso es suyo.
Aún estaban éstos saliendo de la tienda cuando ha entrado una pareja mucho más joven. Él ha preguntado: "¿Tenéis corbatas azules?". "Azul eléctrico, el traje es azul eléctrico", ha dicho ella marcando mucho el "eléctrico" (en este momento me he sonreído porque un rato antes había entrado una señora preguntándome por los polos azul galáctico). Les he acompañado a las corbatas. Él ha cogido una y ha dicho "Ésta", ella se la ha quitado de las manos diciendo "esto no es eléctrico" y me la ha dado. "Pues es todo lo que tenemos", he dicho yo. Y se han ido. Y he vuelto a la señora Homero.

Según Butler, Homero sólo podía ser una mujer, entre otras razones irrefutables porque creía que un barco tiene un timón en cada extremo (como puede verse en el Canto IX de la Odisea) y que un halcón puede desgarrar a su presa en pleno vuelo (según lo que explica en el canto XV). O sea, para Butler, es absolutamente imposible que el género femenino sepa algo sobre barcos y sobre halcones (o eso o lo que piensa es que es absolutamente imposible que cualquiera de los dos géneros sean capaces de permitirse una licencia artística en favor de la lírica).
Me gustaría a mí ver al tal Butler comprándose camisas acompañado de su señora.

Lo que vengo a decir es que ser mujer según los papeles que nos dan tanto los maridos a la hora de comprar ropa como los interpretadores de nuestras obras, no me interesa lo más mínimo. La historia esta de existir, ¿no va de trabajar, sacarse uno mismo las castañas del fuego, disfrutar y ser lo más libre posible? ¿Cómo es que a las mujeres se nos sigue pidiendo este tipo de actitudes? Y lo que es peor ¿cómo es que la mayoría entra al trapo de desempeñarlas? A mí me gustaría quedarme tranquila con mis licencias líricas y que no esperen de mí ni que elija por nadie ni que grite a nadie por unos kilitos de más. De hecho me gustaría que nunca, nunca me presupusieran nada por el hecho de ser una chica.

dijous, 12 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 4. Jueves

Creo que, si en ese momento hubiera sido sólo el jefe, habría sido mucho más tajante y me habría prohibido leer en la tienda. Pero era también mi hermano, así que sólo me dijo que si leía, lo hiciera con disimulo.

Eso pasó ayer, cuando yo estaba aún a vueltas con la Recherche. Fue decírmelo y ponerme yo a buscar la manera física de leer con disimulo, pero un rato después, no pude evitarlo, me puse a buscarle el sentido implícito a la semiorden/petición/consejo de mi hermano.

Lo que él quería decir es que yo estoy allí trabajando y cuando uno trabaja se supone que no puede perder el tiempo (ni siquiera buscándolo con Proust, ¡jojojo!) . Vale que leer la Recherche (según cómo se lea, claro) no es lo mismo que hacer sudokus pero es verdad que a mí últimamente sólo me estaba incitando a la contemplación o (¿a quién quiero engañar a estas alturas?) al avistamiento de musarañas, actividad de muy muy poco provecho tanto para la tienda como para mí.

Lo de la poca productividad para la tienda -una vez que he abierto, he encendido las luces, me he recuperado del susto de los maniquíes, he encendido la caja y me he dado una vuelta de perfilamiento-, si no entra nadie, no tiene remedio. Pero lo de conseguir optimizar el beneficio de la lectura, sí. Así que esta mañana, mirando el "A la sombra de las muchachas en flor" encima de la mesa, al lado de mi bolso, me he armado de valor y le he cantado mentalmente aquello del "hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo", lo he apartado sin ningún miramiento y he metido en el bolso "El legado de Homero", de Alberto Manguel.

Reconozco que lo he hecho un poco a ciegas. Reconozco que tengo ese libro simplemente 1) porque es de Manguel y 2) porque contiene en sus primeras páginas sendas sinopsis de la Odisea y la Iliada, al más puro estilo de "episode guide" de serie de culto. Y yo, la Odisea sí pero la Iliada no me la he leído.

Total que a media mañana, escondo el libro entre la caja registradora y el mostrador y muy disimuladamente me pongo a leer.

Debo poner aquí al lector en antecedentes para que entienda el por qué de lo provechoso (esta vez sí) de mi lectura: Yo, desde hace años, tengo una historia en la cabeza. No tengo ningún problema en explicarla aquí porque la historia, casi, es lo de menos: lo que me ha tenido entretenida y me ha dado grandes satisfacciones estos últimos años ha sido imaginarla y reimaginarla, sin más. Es la historia de un señor que, ya que va a tener que morirse como todos los señores, decide que no puede morirse de cualquier manera. Digamos que se pasa la vida buscando la manera de dignificarse por medio de su propia muerte, así que desde bien temprano, decide no dejarla en manos del destino.

Volvamos a la tienda. Estoy (con toda la discreción de la que soy capaz) leyendo el libro de Manguel sobre Homero, cuando llego al noveno capítulo, en el que Manguel reflexiona sobre la influencia de Homero en la obra de Dante, entre otros, y leo: En Homero, los muertos surgen en tropel y los hombres llegan y se van como las hojas; lo que subraya el poema es la naturaleza cíclica de las sucesivas generaciones. (...). A las ideas de cambio perpetuo y de cantidad infinita, Dante añade la del destino individual, el de cada hoja que llega a su propio final particular, una tras otra. (...). Dante insiste en que el verbo morir debe conjugarse siempre en la primera persona del singular (...), otorgando a cada hoja y, como consecuencia, a cada alma, un movimiento voluntario. La muerte es el fin que se nos ha asignado, parece decirnos Dante, pero es también una acción de la que somos responsables. Que todos hemos de morir es algo que está decretado, pero el acto de morir nos corresponde a cada uno individualmente. He perdido toda compostura, he cogido el bolígrafo de firmar recibos de Visas, y me he puesto a subrayar a la vez que a hacer una lista de próximas lecturas provechosas en los ratos de tienda (Manguel habla aquí de Homero y de Dante, pero también de Virgilio y Malraux), que me servirán de documentación para mi propia historia, la del señor de la muerte dignificadora que les contaba.

Lo malo es que la edición que tengo de "La divina comedia" es aquella ilustrada por Barceló que hace unos años publicó Círculo de Lectores y ésa, hermano, jefe, ésa sí que no sé cómo voy a esconderla.

dimecres, 11 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 3. Miércoles

Paso una media de 3-4 minutos al día esperando al metro para volver de la tienda a Barcelona y, como esos minutos me pillan justo en el momento de descomprensión, suelen ser todavía una especie de prolongación de la actitud contemplativa que explicaba ayer.

Así que hoy andaba yo todavía (por vicio) en plena búsqueda frenética del detalle que acaparara mi atención, cuando me he fijado en que todos los bancos de aquella estación de metro están simplemente atornillados a la pared menos uno, que tiene patas. Los he vuelto a repasar con la mirada y efectivamente: aquél, además de estar atornillado a la pared, tiene patas. Mi reacción inmediata ha sido mirar bajo el banco en el que estaba sentada y levantarme: El banco con patas me ha hecho desconfiar del resto del bancos, incluído el mío, que sólo estaba atornillado a la pared.

Habría ido a sentarme al banco con patas (lo necesitaba: llevaba toda la mañana sin ver una silla en la tienda), pero estaba en el andén contrario, así que me he quedado esperando al metro de pie pensando por un lado: "Estás haciendo el idiota, Isabel. Lo que pasa es que a ese banco no lo aguantaban bien los tornillos y lo han tenido que apuntalar". Y diciéndome por otro lado: "No, no, ese banco deja en evidencia la poca seguridad de los otros, basada en un puro cúmulo de circunstancias que puede fallar en cualquier momento. El de las patas ofrece mucha más confianza. Es un banco con fundamento".

Toda esta reflexión me ha dado pie a elaborar toda una señora teoría, si no vaya porquería de reflexión. El metro ha llegado y yo, por fin sentada, he pensado que la vida a lo mejor consiste en buscarse unas buenas patas sobre las que apoyarse con seguridad; que cuando se nace, lo único que se te da son unos tornillos provisionales con los que ir tirando hasta que ya se tiene unas buenas patas más o menos colocadas y listas para aguantar el peso en el momento en el que las cosas que uno conoce empiezen a tambalearse (que lo harán), y no acabar así dando con los huesos en el suelo.

Eso me ha hecho pensar, como siempre, primero en el pasado: la de veces que han ido a dar mis huesos con el suelo y las patas que me he ido construyendo; y luego en el futuro: en cuántas veces más me tendré que dar la gran hostia para descubrir que necesito más patas y ponerme manos a la obra.

Después de eso, he estado trabajando en algo más relacionado con mi otro trabajo (que ya no sé si es el de verdad o si sólo está atornillado a la pared y acabaré cayendo de culo con él y con toda la cacharrería), me he tomado un par de cervezas con mis amigos (porque, señores: hay vida después de la tienda), he llegado a casa y he visto en Can Luri, ese gran blog apuntalador de bancos inestables, este esquema sobre la necesidad imperiosa de hacerse con unas buenas patas, por mucho que uno piense que no las necesita.

(A veces acabo este tipo de posts y me da por pensar si lo mío no será la autoayuda y la charlatanería. Pasta dan, oye).
Dietario de la tienda
Día 2. Martes

Abrir la tienda no presenta grandes complicaciones: alarma, no hay. Simplemente hay que llegar a tientas hasta el cuartito, encender las luces, procurar no asustarse demasiado al ver de repente los dos maniquíes que hay justo enfrente del mostrador (y dar las gracias por haberlos sabido esquivar al entrar a oscuras), encender el ordenador, responder “Aceptar” a los cuatro o cinco errores que te da el programa de caja al arrancar y listo. Se me ha olvidado poner la música, lástima.

A los diez minutos de abrir, entra una pareja con la intención de comprar una chaqueta para el señor. No hay de su talla así que les aconsejo que no se vayan sin mirar las americanas y les hablo maravillas de los tejidos de verano y las rebajas de las que disponemos. Compran una. Son las 10.15. A esto es a lo que yo llamo empezar el día triunfando.

Creo entender un poco el ego subido del que gozan y alardean algunos vendedores de los de toda la vida. Si yo, en dos horas (ayer) más quince minutos (hoy) de profesión, he convencido a un matrimonio de que lo que realmente necesitaba no era una chaqueta sino una americana –piensen que seguramente ellos debían de llevar una semana o a lo mejor todo un mes (“en agosto, cuando estés de vacaciones”) decidiéndose a ir al centro comercial con la idea fija de comprar una chaqueta de un color concreto para que hiciera juego con unos pantalones específicos del armario del señor-, imagínense ustedes el típico respetable ferretero con cuarenta años de experiencia a sus espaldas que te ve bajar los ojos en señal de ignorancia cuando te pregunta desafiante “¿De qué número quieres los tornillos?”. Debe de sentirse Dios.

Para celebrar mi triunfo, entro en el cuartito y saco del bolso el volumen 2 del tiempo perdido de Proust. Una hora después, tras haber intentado practicar mi actitud contemplativa ante distintos elementos decorativos de la tienda (dos armaduras pequeñitas, una moto pequeñita, un póster de unos puros habanos enormes, tres serigrafías en distintos colores de tres scooters y un astrolabio de tamaño normal –Nota mental: escribir un día sobre todo esto-), me descubro rabiosa perdida por la tirria que me produce el joven Proust de “A la sombra de las muchachas en flor”. Cuenta en el libro que había días en los que él se llevaba a su habitación una ramita de manzano y se la quedaba mirando durante horas. Horas que describe como momentos de gran placer: empezaba de noche y se le hacía de día y aún no había acabado de examinar las yemas, cada nudo y cada incipiente capullo de la rama en cuestión.

Abandono el astrolabio, última parada de mi fallido recorrido contemplativo, y paseo mi mirada por los estantes de la tienda en busca de algo que me provoque el embobamiento de manera más eficaz. No lo encuentro pero descubro que la pila de polos de rayas está inclinada. Recuerdo que mi jefe había utilizado el término “perfilar” para referirse a una de mis obligaciones de dependienta: la de hacer columnas perfectas con camisas, jerséis, camisetas y polos. Me pongo a ello. Saco el montón de polos de su estante, los pongo en el sofá, los doblo todos exactamente igual, los coloco unos sobre otros formando una torre perfectamente recta, cojo la torre, vuelvo al estante, subo los brazos y se me cae encima. Repito el perfilamiento desde el paso uno. Esta vez lo consigo. Vuelvo al mostrador, miro la torre desde la distancia y creo volver a sentir el aura triunfal que desprende mi persona.

Entra un cliente. Estira el brazo hacia los polos y saca el del medio. Lo desdobla, lo mira, lo vuelve a doblar sin ni siquiera mirar cómo están doblados sus hermanos, y lo encaja como puede en la parte superior de la torre. Me dice buenos días y se va.
El cliente aún no ha acabado de salir de la tienda y a mí ya me ha venido a la cabeza la historia de Sísifo. Todavía lo estoy viendo alejarse por el pasillo del centro comercial y ya he concretado en mi pensamiento el libro “El mito de Sísifo”, de Albert Camus. Ya he salido de detrás del mostrador (estoy a medio camino entre éste y el estante de los polos) y ya pienso en el principio de aquel libro: Camus reflexiona a lo largo de unas cuantas páginas sobre el que, a su parecer, es el único problema filosófico realmente serio: el suicidio.

Me detengo, giro en redondo y vuelvo al mostrador, a Proust y a mi búsqueda particular de lo bonito de ver: No puedo permitir que ciertas ideas empiecen a rondarme antes de, como pronto, el día 10.

dimarts, 10 d’agost del 2010

Dietario de la tienda.
Día 1. Lunes

Pensaba que iba simplemente a que mi hermano (a partir de ahora, el jefe) me diera unas cuantas instrucciones, me enseñara dónde estaban las cosas y me pusiera un poco al día de su vida (no nos habíamos visto desde hacía igual un par de meses pero eso, ahora que es el jefe, ya no importa. Bien, a mí sí pero no para lo que les quiero explicar). El jefe en cambio ya contaba con que me quedara mis cuatro horas, dos de ellas sola mientras él se iba a comer.

No sé si es un despreocupado o si es un inconsciente.

El caso es que me quedo sola entre centenares de pantalones, camisas, camisetas, corbatas y zapatos (náuticos entre ellos, sí). Me doy una vuelta mirando modelos, colores, mangas largas y mangas cortas, botones y gemelos. Vuelvo a la caja-ordenador. Miro el correo. Encuentro un mail de una editora que me propone una reunión para el miércoles por la tarde. Pienso en mi otra vida, la del trabajo de hablar por teléfono, de concertar citas, de pensar y de leer libros (esto último, opcional pero mejor si lo hago). Leer libros. Entro al cuartito y saco de mi bolso una biografía de Nietzsche. La abro sobre el mostrador. Pienso con tono coquetón: “¿Qué hace un libro como tú en una tienda como ésta?” Y me río sola. Eterno retorno, hombres dinamita e inversión de la moral. Se puede ir por la vida sin todo eso, definitivamente. Sin camisa, no; sin camisa no se puede ir. Me quedo un rato mirando al vacío, pensando sobre hasta qué punto la filosofía tiene sentido pleno sólo para unos pocos que han decidido o no pueden evitar preguntarse cosas. Quiero decir, como diversión está bien. Incluso como método eficaz para acabar volviéndose uno loco. Incluso como trampolín si quiere uno acabar siendo famoso y respetado en un círculo ridículamente reducido de gente con fama de estar locos.

Vuelvo a mirar el mail. Nada.

Miro el blog. Un comentario nuevo. Decido que escribiré un dietario de mis dos semanas en la tienda. Decido que no será una cosa cómica porque sería demasiado fácil.

Entra una señora. Va directa a los pantalones chinos, los beige de verano. Coge uno, se lo mira. Coge otro, se lo mira. Coge el anterior, lo pone sobre el otro, me mira. "¿Sólo tenéis estas tallas?" Sí; son rebajas y no estamos reponiendo porque entrará la ropa de invierno. Dice que es imposible que esa que tiene en la mano sea una talla 42. Me acerco, miro la etiqueta de papel (42), miro la etiqueta de tela cosida al pantalón (42). Le digo que sí, que es una 42 porque ahí lo pone. Los argumentos en una tienda de ropa son así de aplastantes. Me dice que su marido tiene una 42 y que ese pantalón es demasiado pequeño, que su marido ahí no entra y que, por lo tanto, no puede ser una 42. Los argumentos en un matrimonio son así de aplastantes. Le pregunto si no puede venir su marido a probárselos. Me dice que no, que está trabajando. Mientras tanto me he fijado en que el pantalón lleva una alarma. Yo le he preguntado al jefe si las cosas llevaban alarma y me ha dicho que no. No sé dónde está el trasto de quitar alarmas ergo no puedo dejar que se lleve ese pantalón o descubrirá que soy novata cuando me ponga a llamar al jefe para preguntarle por el trasto. Si descubre que soy novata, pensará que no tengo ni idea de tallas (probablemente hasta piense que tampoco tengo ni idea de maridos, pero esa es otra historia), se irá convencida de que ésa no es una 42 y, si su marido no cabe en los pantalones, volverá a la tienda con cara de triunfo exigiendo que le devuelvan su dinero. Me tranquilizo cuando me dice que volverá por la tarde con unos pantalones de su marido para medirlos con la supuesta talla 42. Le digo que será lo más fácil, que seguramente yo no estaré pero que mi jefe sí y que ya le dejo el recado de que vendrá una señora con unos pantalones para medir. Se va. Vuelvo al mostrador y miro todos los cajones buscando el desalarmador. No lo encuentro. Vuelvo al libro.

El relato sobre la vida de Nietzsche, hasta entonces muy centrado en la evolución de su pensamiento, de repente, se ha puesto telenovélico. Nietzsche aún está vivo. No soy capaz de decir, por lo que leo, si se ha acabado convirtiendo en un vegetal o si simplemente es más Nietzsche que nunca. Su hermana se dedica a hacer un archivo de su obra y, de paso, a hacer transcender la imagen de que, sí, decía cosas interesantes pero también que había estado loco toda su vida y que había sido un ser ruin, ruin, ruin, (chauvinista, racista y militarista, según Rüdiger Safranski, el autor del libro).

-¡Quiero el cinturón marrón del maniquí!

Levanto la cabeza y me encuentro con dos tipos arios. Me asusto. No les había oído entrar. Parecen sacados de Funny Games, la peli de Haneke, así que pienso que podría ser peor: podrían estar pidiéndome una docena de huevos en vez de un cinturón. Apunte mental: preguntarle al jefe si hay algún botoncito de alarma escondido debajo del mostrador. Les acompaño al maniquí, aparto la chaqueta y ven que el cinturón no es marrón del todo: tiene una tira de punto roja cosida a lo largo.

-No. Si no es todo marrón, no.
-Pues no es todo marrón.
-Qué pena.

Se van. Vuelvo al libro. “Yo lo que quiero es quererte y que tú me quieras y lalalá". Nota mental: Preguntarle al jefe si puedo cambiar la música. Repaso la lista de canciones que me acompañará durante la hora y media que me queda en la tienda. Durante las dos semanas que me quedan en la tienda, seguramente. Me dedico un rato a escuchar las letras y a intentar averiguar por qué alguien ha decidido que ese ritmo, ese mensaje, incita a la gente a consumir. ¿Bloquea el pensamiento práctico? ¿Crea una especie de insatisfacción radical en la vida sólo solucionable a base de llenarte el armario de camisas? Entra una señora con un bebé dormido.

-Uy, bajo la música que se despertará.
-No, no hace falta, no te preocupes.
-No cuesta nada, mujer.

Me compra dos camisetas para su marido en señal de agradecimiento por mi consideración. Sí: la música, si sabes utilizarla, es un arma efectiva.

Vuelve mi jefe. Me da las llaves para que abra yo la tienda mañana. Me voy a mi casa. No le he preguntado ni por el desalarmador ni por el botón de emergencias escondido ni si tengo que desconectar algún otro tipo de alarma cuando abra mañana. pienso que mis preocupaciones se centran en señales auditivas. ¿Andaré falta de estímulos sensoriales últimamente?

Me veo dando explicaciones a los agentes de seguridad del centro comercial.