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dimecres, 15 de setembre del 2010

Día de mezcla de lecturas y acciones de alto riesgo para la mente (para la mía, en concreto).

Me paso la mañana leyendo el Dietario voluble de Vila-Matas. Creo que si sumamos la vez que me lo leí del tirón más las veces que he leído trocitos de este libro desde que lo tengo en mi poder, me lo habré leído entero unas ocho veces. Pregunten, pregunten.

El momento en el que explica cómo un día, yendo por la calle, se esconde detrás de un camión al ver a tres críticos literarios, provoca en mí cada vez que lo leo la misma carcajada que provoca en mí, cada vez que lo oigo, mi chiste favorito desde que tenía 8 años (Mira, una piedra preciosa. ¡Pero si es un ladrillo! Pues a mí me gusta...). ¿Quieren verme troncharme? Prueben a explicarme cualquiera de estas dos cosas. No fallan.

Uno (sólo uno) de mis terrores más terroríficos es encontrarme un día con Vila-Matas y que me cuente el chiste del ladrillo. Creo que entraría en un coma espasmódico del que nunca lograría volver. Lo mejor es que moriría sonriendo.

Esa ha sido la primera lectura del día.

La segunda lectura del día: "Vercoquin y el plancton", de Boris Vian, traducido por Lluís Maria Todó (¡¡¡viva!!!) y editado por Impedimenta (¡¡¡viva!!! ¡¡¡viva!!!).

Y la tercera, más que lectura, remetalectura: gente leída leyendo sobre lectura. Sobre un escritor, en concreto: Albert Camus. Piénsenlo: Boris Vian hace humor llevando al extremo sentimientos y relaciones humanas; Albert Camus hace horror llevando al extremo sentimientos y relaciones humanas. Y los dos hablan de sentimientos y reacciones humanas de verdad.

El psicópata de Vila-Matas hace humor y horror llevando al extremo sentimientos y reacciones sólo suyos; es un kamikaze el tío.

Entre medio, yo misma he intentado hacer un poco de horror llevando al extremo sentimientos y reacciones inventadas de Koldo.



Qué gran día.

dimecres, 18 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 9. Miércoles

Apoyada en el mostrador, leo sin ningún tipo de disimulo "Et on tuera tous les affreux", de Vernon Sullivan, traducida del americano (sic.) por Boris Vian (juas!). Es una edición de 1965 -ya amarillea bastante- que le compré a un bouquiniste del Quai de l'Hôtel de Ville. Además, hoy llevo los labios pintados de rojo. No sé si hay causa-efecto pero, de esta guisa -con el vian, con mi pose de lectora apoyada desafiante en el mostrador y con el rouge-, he vendido tres camisetas, dos polos y un traje con su camisa y su corbata. Y cada vez que he pasado una visa por el datáfono (horrible palabro) he citado mentalmente al Nge de Cuerda "Qué bonita estampa hago".

Lo que pasa es que yo ya no mido el éxito de mis mañanas en la tienda por la cantidad de cosas que vendo sino por lo provechoso de las ideas que me vienen a la cabeza y, en este sentido, el balance del día ha sido tirando a negativo.

Supongo que simplemente, el libro de Vian ha hecho su función: la de acunar -por la que suspiraba el Werther de Goethe-, que al contrario que la de instruir (que puede dar para días, meses, incluso años de tirar del hilo, reflexionar, aprender y aplicar lo aprendido), tiene su efecto sólo mientras el lector no levante la vista de la historia.
A mí hoy, lo que me ha pasado es que leía con un cuarto de cerebro dedicado al autoregodeamiento en la imagen que les comentaba al principio, dos cuartos más pendientes de las peripecias de Rocky (el protagonista del libro) y el cuarto restante pendiente de si entraba o salía alguien de la tienda. Y también me pasaba que cuando la mitad lectora del cerebro se despistaba de las letras, me daba por pensar cosas como que algunos rincones de una tienda de ropa son lo más parecido a una habitación en la que alguien que no eres tú tiene una maleta a medio hacer. Y una maleta ajena a medio hacer, ahora que estamos en pleno verano y todo el mundo se va menos yo, lo único que me inspira es tristeza.

Cuando a mí algo me inspira tristeza, me lamento una milésima de segundo y vuelvo al libro.

He leído hasta que ha llegado el jefe, en el metro de vuelta y caminando por la calle, como hace Pau(*), desde la parada hasta casa. He abierto el buzón y me he encontrado más material para leer: nada menos que una postal con la que Marina Espasa retoma nuestra correspondencia literaria. ¿Hay mejor antídoto contra la tristeza que provocan las maletas ajenas a medio hacer que una carta escrita de puño y letra? Yo creo que no.



(*) ¡¡¡felicidades, Pau!!! (ja, sí, és demà, però demà ves a saber si t'escric el nom per aquí...)

dimarts, 17 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 8. Martes

Una vez ha comprobado que mi jefe sigue siendo mi jefe y que yo soy otra persona, el chico que lleva la cafetería de enfrente de la tienda está bastante simpático conmigo: me llama por mi nombre y sabe que, cuando me acerco, quiero un café con leche del tiempo, sin azúcar y un croissant. Hoy me ha hecho un descuento de casi 40 céntimos, que es el que hace a la gente que tiene tarjeta. Es un gran avance, teniendo en cuenta que el primer día que le fui a pedir un café, casi se desmaya al pensar que yo era mi jefe, con sus mismos ojos, nariz y pómulos, pero más bajito y transexuado. De todos modos aún me mira con un poco de desconfianza y la tarjeta no me la hace, dice, porque por sólo una semana más no vale la pena. Yo creo que en el fondo se quedará más tranquilo cuando yo desaparezca del mapa. Para ponerle un poquito nervioso, hoy, antes de salir del centro comercial, me he metido en la perfumería que hay justo al lado y me he asegurado de que viera bien que me estaba comprando el pintalabios más rojo que tenían.

Desde ayer que llevo dándole vueltas al tema del absurdo. Reflexionando sobre ello, me vino a la cabeza aquella idea deleuziana heredada de Foucault que, creo recordar, decía algo así como que cuando se lleva un concepto al límite del conocimiento, el único camino por el que se puede seguir adelante viene a ser el del absurdo. Podría engañarles a ustedes, lectores, diciéndoles que éste, inventado por Foucault y desarrollado por Deleuze, fue el método que decidí aplicar cuando me puse a llevar más allá de la decoración el sentido del rincón de la astronomía que hay en la tienda: "El interiorismo parece la explicación última de la presencia allí de tan celestiales elementos, pero yo le voy a sacar más partido al asunto y voy a escribir un post de lo más surreal para dejarles a todos boquiabiertos con mis vastos conocimientos filosóficos, ¡jojojo!".

Pues no.

Todo eso lo he pensado después. La verdad es que lo hice por diversión, porque me aburría y porque me salió así. Además: yo de Foucault no sé nada y lo poco que sé de Deleuze lo debo a las cuatro cosas suyas que me puse a leer por puro gruppismo (de la palabra gruppie, en su sentido más petardo): una vez me enteré de que Santiago Auserón era fan, fan, fan suyo, que asistía a sus clases en París y que tiene pendiente desde hace décadas una tesis doctoral sobre su pensamiento. ¿Decepcionados? No me extraña.

Pues esperen que aún hay más: También soy gruppie de Boris Vian, así que hoy me he plantado en la tienda con "El lobo-hombre" en el bolso. Me he puesto a leer como una posesa, como me pasa siempre que leo a Vian. Es el maestro. Es insuperable. Cualquier novela suya, hasta sus cuentos más cortos, como estos del lobo-hombre, que escribió entre los 25 y los 32 años, presentan un humor y unos toques de surrealismo tan bien colocados que, mientras los lees, te olvidas casi de lo trágico de lo que te está contando. Leyendo a Vian (entiendan bien el gerundio: en el preciso momento en el que uno lo está leyendo) se va de sonrisa en sonrisa, a veces incluso de carcajada en carcajada. Pero, a la vez, se va notando un pequeño sentimiento de tristeza, como (apunte para iniciados) un pequeño nenúfar al lado del corazón que va creciendo muy lentamente y que, para cuando llega el final del libro, es tan grande que hay una presión en la garganta. Y esa presión en la garganta no es otra cosa que angustia. Y entonces descubres que era cierto lo que sospechabas todo el rato aunque no pudieras parar de reír: que la historia que te acaban de contar era muy triste.

Así que ya ven: todos estos intentos de absurdo, de transfondo trágico y de redacción a ritmo de jazz, no me vienen de nada elevado, son sólo consecuencia de haber tenido, en los ochenta, la carpeta forrada con fotos de Radio Futura.

Creo que explico ahora tan impúdicamente mis referencias adolescentes para quitarme de encima un cierto sentimiento de farsante que me está empezando a asaltar últimamente. Piénsenlo: yo escribo y ustedes me dejan comentarios muy amables por aquí y por allá que me hacen sentir un poco lista. Pero en el fondo yo sé que no soy más que un monito de imitación (de Vian, de Auserón y de unos pocos más). No quiero encontrarme un día (salvando las distancias, yo nunca conseguiría llegar a engañarles tanto como ella) como la Marilyn Monroe de aquella anécdota que me explicaron una vez: en una fiesta, fumando sola en el balcón, aterrorizada, se le acerca alguien y le pregunta qué le pasa, a lo que ella responde algo así como: "Tengo miedo de que se acabe descubriendo que todo es falso".