dimarts, 17 d’agost del 2010

Dietario de la tienda
Día 8. Martes

Una vez ha comprobado que mi jefe sigue siendo mi jefe y que yo soy otra persona, el chico que lleva la cafetería de enfrente de la tienda está bastante simpático conmigo: me llama por mi nombre y sabe que, cuando me acerco, quiero un café con leche del tiempo, sin azúcar y un croissant. Hoy me ha hecho un descuento de casi 40 céntimos, que es el que hace a la gente que tiene tarjeta. Es un gran avance, teniendo en cuenta que el primer día que le fui a pedir un café, casi se desmaya al pensar que yo era mi jefe, con sus mismos ojos, nariz y pómulos, pero más bajito y transexuado. De todos modos aún me mira con un poco de desconfianza y la tarjeta no me la hace, dice, porque por sólo una semana más no vale la pena. Yo creo que en el fondo se quedará más tranquilo cuando yo desaparezca del mapa. Para ponerle un poquito nervioso, hoy, antes de salir del centro comercial, me he metido en la perfumería que hay justo al lado y me he asegurado de que viera bien que me estaba comprando el pintalabios más rojo que tenían.

Desde ayer que llevo dándole vueltas al tema del absurdo. Reflexionando sobre ello, me vino a la cabeza aquella idea deleuziana heredada de Foucault que, creo recordar, decía algo así como que cuando se lleva un concepto al límite del conocimiento, el único camino por el que se puede seguir adelante viene a ser el del absurdo. Podría engañarles a ustedes, lectores, diciéndoles que éste, inventado por Foucault y desarrollado por Deleuze, fue el método que decidí aplicar cuando me puse a llevar más allá de la decoración el sentido del rincón de la astronomía que hay en la tienda: "El interiorismo parece la explicación última de la presencia allí de tan celestiales elementos, pero yo le voy a sacar más partido al asunto y voy a escribir un post de lo más surreal para dejarles a todos boquiabiertos con mis vastos conocimientos filosóficos, ¡jojojo!".

Pues no.

Todo eso lo he pensado después. La verdad es que lo hice por diversión, porque me aburría y porque me salió así. Además: yo de Foucault no sé nada y lo poco que sé de Deleuze lo debo a las cuatro cosas suyas que me puse a leer por puro gruppismo (de la palabra gruppie, en su sentido más petardo): una vez me enteré de que Santiago Auserón era fan, fan, fan suyo, que asistía a sus clases en París y que tiene pendiente desde hace décadas una tesis doctoral sobre su pensamiento. ¿Decepcionados? No me extraña.

Pues esperen que aún hay más: También soy gruppie de Boris Vian, así que hoy me he plantado en la tienda con "El lobo-hombre" en el bolso. Me he puesto a leer como una posesa, como me pasa siempre que leo a Vian. Es el maestro. Es insuperable. Cualquier novela suya, hasta sus cuentos más cortos, como estos del lobo-hombre, que escribió entre los 25 y los 32 años, presentan un humor y unos toques de surrealismo tan bien colocados que, mientras los lees, te olvidas casi de lo trágico de lo que te está contando. Leyendo a Vian (entiendan bien el gerundio: en el preciso momento en el que uno lo está leyendo) se va de sonrisa en sonrisa, a veces incluso de carcajada en carcajada. Pero, a la vez, se va notando un pequeño sentimiento de tristeza, como (apunte para iniciados) un pequeño nenúfar al lado del corazón que va creciendo muy lentamente y que, para cuando llega el final del libro, es tan grande que hay una presión en la garganta. Y esa presión en la garganta no es otra cosa que angustia. Y entonces descubres que era cierto lo que sospechabas todo el rato aunque no pudieras parar de reír: que la historia que te acaban de contar era muy triste.

Así que ya ven: todos estos intentos de absurdo, de transfondo trágico y de redacción a ritmo de jazz, no me vienen de nada elevado, son sólo consecuencia de haber tenido, en los ochenta, la carpeta forrada con fotos de Radio Futura.

Creo que explico ahora tan impúdicamente mis referencias adolescentes para quitarme de encima un cierto sentimiento de farsante que me está empezando a asaltar últimamente. Piénsenlo: yo escribo y ustedes me dejan comentarios muy amables por aquí y por allá que me hacen sentir un poco lista. Pero en el fondo yo sé que no soy más que un monito de imitación (de Vian, de Auserón y de unos pocos más). No quiero encontrarme un día (salvando las distancias, yo nunca conseguiría llegar a engañarles tanto como ella) como la Marilyn Monroe de aquella anécdota que me explicaron una vez: en una fiesta, fumando sola en el balcón, aterrorizada, se le acerca alguien y le pregunta qué le pasa, a lo que ella responde algo así como: "Tengo miedo de que se acabe descubriendo que todo es falso".

1 comentari:

  1. No vaya usted a pensar que llegar a Deleuze por Santiago Auserón le quita gracia al asunto. Si los lectores se dedicaran a contar como han llegado a tal o cual autor seguro que nos reiríamos un rato, vaya que no creo yo que uno lea a Deleuze así por generación espontánea. Yo me leí a Faulkner porque Cristina Rosenvinge dijo que era uno de sus autores favoritos, eso después de enterarme que la Rosenvinge es amiga de Lou Reed, porque antes no le hacía yo a Cristina ni puñetero caso... así es: hago chas y aparezco a tu lado. :-)

    ResponElimina

Come swim w/me