Dietario de la tienda
Día 2. Martes
Abrir la tienda no presenta grandes complicaciones: alarma, no hay. Simplemente hay que llegar a tientas hasta el cuartito, encender las luces, procurar no asustarse demasiado al ver de repente los dos maniquíes que hay justo enfrente del mostrador (y dar las gracias por haberlos sabido esquivar al entrar a oscuras), encender el ordenador, responder “Aceptar” a los cuatro o cinco errores que te da el programa de caja al arrancar y listo. Se me ha olvidado poner la música, lástima.
A los diez minutos de abrir, entra una pareja con la intención de comprar una chaqueta para el señor. No hay de su talla así que les aconsejo que no se vayan sin mirar las americanas y les hablo maravillas de los tejidos de verano y las rebajas de las que disponemos. Compran una. Son las 10.15. A esto es a lo que yo llamo empezar el día triunfando.
Creo entender un poco el ego subido del que gozan y alardean algunos vendedores de los de toda la vida. Si yo, en dos horas (ayer) más quince minutos (hoy) de profesión, he convencido a un matrimonio de que lo que realmente necesitaba no era una chaqueta sino una americana –piensen que seguramente ellos debían de llevar una semana o a lo mejor todo un mes (“en agosto, cuando estés de vacaciones”) decidiéndose a ir al centro comercial con la idea fija de comprar una chaqueta de un color concreto para que hiciera juego con unos pantalones específicos del armario del señor-, imagínense ustedes el típico respetable ferretero con cuarenta años de experiencia a sus espaldas que te ve bajar los ojos en señal de ignorancia cuando te pregunta desafiante “¿De qué número quieres los tornillos?”. Debe de sentirse Dios.
Para celebrar mi triunfo, entro en el cuartito y saco del bolso el volumen 2 del tiempo perdido de Proust. Una hora después, tras haber intentado practicar mi actitud contemplativa ante distintos elementos decorativos de la tienda (dos armaduras pequeñitas, una moto pequeñita, un póster de unos puros habanos enormes, tres serigrafías en distintos colores de tres scooters y un astrolabio de tamaño normal –Nota mental: escribir un día sobre todo esto-), me descubro rabiosa perdida por la tirria que me produce el joven Proust de “A la sombra de las muchachas en flor”. Cuenta en el libro que había días en los que él se llevaba a su habitación una ramita de manzano y se la quedaba mirando durante horas. Horas que describe como momentos de gran placer: empezaba de noche y se le hacía de día y aún no había acabado de examinar las yemas, cada nudo y cada incipiente capullo de la rama en cuestión.
Abandono el astrolabio, última parada de mi fallido recorrido contemplativo, y paseo mi mirada por los estantes de la tienda en busca de algo que me provoque el embobamiento de manera más eficaz. No lo encuentro pero descubro que la pila de polos de rayas está inclinada. Recuerdo que mi jefe había utilizado el término “perfilar” para referirse a una de mis obligaciones de dependienta: la de hacer columnas perfectas con camisas, jerséis, camisetas y polos. Me pongo a ello. Saco el montón de polos de su estante, los pongo en el sofá, los doblo todos exactamente igual, los coloco unos sobre otros formando una torre perfectamente recta, cojo la torre, vuelvo al estante, subo los brazos y se me cae encima. Repito el perfilamiento desde el paso uno. Esta vez lo consigo. Vuelvo al mostrador, miro la torre desde la distancia y creo volver a sentir el aura triunfal que desprende mi persona.
Entra un cliente. Estira el brazo hacia los polos y saca el del medio. Lo desdobla, lo mira, lo vuelve a doblar sin ni siquiera mirar cómo están doblados sus hermanos, y lo encaja como puede en la parte superior de la torre. Me dice buenos días y se va.
El cliente aún no ha acabado de salir de la tienda y a mí ya me ha venido a la cabeza la historia de Sísifo. Todavía lo estoy viendo alejarse por el pasillo del centro comercial y ya he concretado en mi pensamiento el libro “El mito de Sísifo”, de Albert Camus. Ya he salido de detrás del mostrador (estoy a medio camino entre éste y el estante de los polos) y ya pienso en el principio de aquel libro: Camus reflexiona a lo largo de unas cuantas páginas sobre el que, a su parecer, es el único problema filosófico realmente serio: el suicidio.
Me detengo, giro en redondo y vuelvo al mostrador, a Proust y a mi búsqueda particular de lo bonito de ver: No puedo permitir que ciertas ideas empiecen a rondarme antes de, como pronto, el día 10.
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