Me llama Peio H. Riaño, como hace
casi siempre que hay una noticia política con repercusión directa
sobre las librerías, para preguntarme por el famoso sello de calidad
que se nos acaba de inventar el ministerio, para poner en marcha el
cual se van a gastar la fortunaza de 150.000 euros. Y me pide,
encima, que le cuente qué me parece en comparación con los
2.000.000 de euros que ha decidido el estado francés gastarse allá
en darles un empujón a las tiendas de libros suyas (porque eso es lo
que van a ser las librerías francesas ahora: prácticamente suyas
del Estado).
Primero le digo que nos hemos
equivocado por unos poquicos kilómetros de lado de la frontera,
claro; que un poco más arriba y ya lo teníamos, pero no.
Luego le digo que él ya sabe, por
otras veces que hemos hablado el tema, que yo no soy devota de las
subvenciones: que sí, que caen muy bien, pero que un negocio que se
aguanta por ayudas y no por ventas es un negocio fallido condenado a
ir a remolque del repartidor de becas de turno al que cambiarán como
mucho a los cuatro años y a quien, encima, le tienes que caer bien.
Y que de qué me sirve a mí tener pasta para ampliar el fondo a tres
mil referencias más si luego me las voy a comer con patatas.
Y le acabo concluyendo, más o menos, que si tienen 150.000 euros para regalar, que los cojan y que se los metan en el cole: que les paguen con ellos el sueldo a cinco profesores de filosofía que me eduquen a 150 chavales por curso para que, cuando sean mayores, tengan ganas de venir a comprarme libros.
Y le acabo concluyendo, más o menos, que si tienen 150.000 euros para regalar, que los cojan y que se los metan en el cole: que les paguen con ellos el sueldo a cinco profesores de filosofía que me eduquen a 150 chavales por curso para que, cuando sean mayores, tengan ganas de venir a comprarme libros.
Eso sí que sería una buena ayuda para
empezar, pero me suena que he leído en algún lado que están haciendo justo todo lo contrario. Y así todo.
Ya se sabe, no hay que opinar donde nadie ha opinado antes. No fos cas que féssim el ridícul. Viva la vida sin subvenciones.
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