Se levanta el telón, sale el ministro de Economía y Competitividad
y dice, destrozando toda competitividad, que para eso es suya, que se
la hemos dado: La huelga general no va a modificar un ápice la
reforma laboral. Ah, lo dice al punto de la mañana del día de la
huelga general. Y le hacen una foto y sonríe. Y solo le falta hacer
al final de la declaración un: ¡ueh! Ahí queda eso. Olé torero.
Y mientras, el de Interior, se lleva las manos a la cabeza y llama
para que envíen refuerzos a todos lados, porque lo que acaba de
hacer el ministro de Economía y Competitividad es dotar a la jornada
de un lo tenemos todo perdido que total, ya que estamos, vamos a
quemar un poquito más este piquete. Quemar por quemar, por lo bonito
del fuego, que te quedas mirándolo y te hipnotiza. Y que cuando te
hipnotizan siempre te queda la mirada esa de lelo, de estoy pero no
estoy, ooooh, mira cómo quema. ¿Para qué sirve? Para nada, pero ¿a
que es bonito?
Que ya da todo igual, vaya. Que ya a las ocho de la mañana, lo mismo
da pasarse que quedarse corto. Y que esperar un bus que no llega
-servicios mínimos- ahora va a cabrear más porque que no llegue el
bus no va a servir para nada más que para llegar tarde a la
manifestación a la que llegaríamos si los autobuses no estuvieran
de huelga inútil, total y absoluta, como lo estamos nosotros.
El ministro de Economía y Competitividad acaba de convertir a todo
el país en un chiquipark gigante. A los chiquiparks se mete a los
niños para que se entierren en la piscina de bolas, suban por
escaleras de cuerda, bajen por toboganes, se pongan tibios de llorar
a la hora de ir a casa, lleguen, a la hora del baño rendidos y
caigan dormidos como angelitos, con sus nuevas cicatrices, con los
mocos aún pegados a las narices y con un dibujo nuevo hecho, listo
para imantar a la puerta de la nevera como recuerdo de un día
fantástico en el chiquipark que no ha servido para nada más que
para hacer el burro. Como recuerdo, para los más optimistas, de que
puede haber días futuros en el chiquipark, pero el plato de acelgas,
cariño, mañana te lo vas a tener que volver a comer. El plato de
acelgas. Si no olvidas el plato de acelgas, la próxima vez en el
chiquipark, paraíso de las chuches, los coloringos y el campi qui
pugui, pegarás más fuerte, saltarás más alto y correrás más
lejos de la puritica rabia, ¿para qué? Para nada. Porque tu día de
huelga no va a cambiar un ápice la decisión de papi y mami de ser
veganos. Puaj.
Es lo de siempre: es el luchar contra lo inevitable, el ver la
irreformidad de la reforma, hacer como que la irreformidad jode pero,
al mismo tiempo, aprovecharse de la inutilidad del asunto para
dedicar la jornada, la campaña, la vida entera a la pataleta con el
fin único del desahogo inocuo, con la conciencia colectiva del ser
perro ladrador que no muerde por no querer tener que reconocer luego
que esa cicatriz en la pierna del plato de acelgas la ha hecho él;
que aquí uno empieza reconociendo autorías y le acaban pidiendo
responsabilidades; uno empieza metiendo un gol y le acaban pidiendo
ser el Guardiola que guíe al pueblo. Y se queda calvo en tiempo
récord.
Mejor solo aullar a la luna y conservar el pelo. Mejor hacer
virguerías en la piscina de bolas y comerse luego el plato de
acelgas cuando aún humea, que entra mejor caliente que frío de
nevera para cenar.
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