Mi madre le echa la bronca a mi sobrina porque está tirada en el sofá y le pone los pies encima del periódico. Mi sobrina aparta los pies, mi madre sigue leyendo, mi sobrina la mira muy seria, mi madre pasa una página, pasa dos, mi sobrina la mira con la cabeza baja y los ojos de lado, más que mirarla, mira si mi madre la mira. No la mira. Se pone a llorar. ¿Qué te ha pasado? Dice mi madre, que leía el periódico y no se ha dado cuenta de toda la maniobra de indignación infantil. Mi sobrina sigue llorando. ¿Te has hecho daño? pregunta mi madre. Es porque la has reñido por lo del periódico, aclaro yo desde el otro sofá. Ay, noooo, Ainaaa, dice mi madre abrazándola, si solo era porque no me dejabas leer, si la abuela te quiere mucho... Mi sobrina se tranquiliza mientras mi madre la mece y le canta una canción.
Y yo me quedo mirando la escena, reconociendo protocomportamientos adultos de ahora no me quieres, ahora sí, ahora juego a la indignación para que tú me digas cuánto me quieres y si no me lo dices me enfado y me siento frustrada, creyendo que el mundo es injusto y que tú eres muy mala.
Y pienso que si eso es lo que luego, de mayores, llamamos amor; que si de ya crecidos seguimos jugando al me enfado, te perdono; me haces una putada, me abrazas y me pides perdón; es que no maduramos nada de nada desde los tres años.
Y descubro lo que ya sabía: que este juego me da una pereza horrorosa. Y descubro también una cosa que me cuesta más aceptar: si todos hemos sido educados así (porque a ver quién es el guapo de no abrazar a su nieta de tres años cuando llora), si todos esperamos este tipo de respuesta a nuestro comportamiento infantil, ¿a dónde voy yo empeñándome en no entrar en este juego?
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