Se me rebela la cafetera: la dejo encendida mientras me ducho y cuando vuelvo a la cocina me encuentro el café desparramado por el suelo y al gato mirando, totalmente alucinado, cómo el charco avanza hacia él. Tiene el café a un escaso centímetro de sus patas, mira hacia abajo, inmóvil. Cuando el café está a punto de alcanzarle, retrocede un centímetro, vuelve a poner las patas juntas y vuelve a mirar fijamente hacia abajo, inmóvil otra vez. Digo: Koldo. Me mira y se va.
Cojo la fregona y me pongo a... fregar, claro, ¿qué iba a hacer con la fregona si no ante un charco de café de perímetro creciente?
Koldo me mira con esa cara de uhm, entre decepcionado y condescendiente, que sólo los gatos y algunas personas muy desengañadas contigo o demasiado acostumbradas a ti, esas que creen firmemente que nunca, nunca llegarás a sorprenderles, suelen poner cuando te miran.
Para cuando acabo de fregar el desaguisado, Koldo ya ha acabado de pensar esta tía no sabe divertirse y se ha quedado dormido.
Lo de Kika es peor: Kika ni siquiera ha abierto el ojo durante todo el incidente del café. Lo de Kika es de una indolencia que a veces roza la imprudencia. Kika es indolente e imprudente, y todo lo que rima...
Me voy a dar una vuelta. Es uno de esos sábados que tengo muy claro con quién me gustaría pasar el día y con quién no lo voy a pasar. Uno y otro vienen a ser la misma persona.
Bueno, ya saben: uhm, esta tía no sabe divertirse.
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