Salgo del trabajo, que no de trabajar, y, de camino hacia el Centro Comercial La Maquinista, entro en la librería Bertrand -ahora Casa del Libro- para comprarme los cuentos completos de Unamuno.
Ese, te, uuuu... subo los ojos por la estantería... ¡U!, arriba del todo. Miro a un lado. Miro al otro. Ningún librero a la vista. Miro a un rincón. Veo una banqueta de plástico con ruedas. Da miedo subirse a una banqueta de plástico con ruedas para alcanzar un libro del último estante pero, como es de Unamuno, pienso mira, si me la pego, será la experiencia completa: darse de morros con la realidad -en forma de estante en el que dejarse los dientes primero (antes de abrir el libro) en forma de literatura después (una vez abierto)-. No me la pego, de hecho, cumplo el objetivo de alcanzar y bajar el tocho con una cierta gracia (hey, ¡aún soy joven!) y sigo mi camino hacia La Maquinista pensando que la lección de dura realidad que no me ha dado el estante, aún me la puede dar el entorno antes que Unamuno. Qué festival.
La Maquinista, la realidad, está en Sant Andreu después de cruzar las vías. Uno entra allá y ve pasar la vida con todas sus etapas y por orden cronológico ante sus ojos:
-Nacer: tiendas para embarazadas.
-Crecer: jugueterías, tiendas de ropa de niños.
-Reproducirse o no: Sensualone.
-Pasar el rato: Fnac, cafeterías.
- y ¿morir? Morir no está. Falta morir, en los centros comerciales. No cabe aquí esa idea disuasoria del consumo. Pongan una tienda de mármoles en un centro comercial, y adiós al negocio. Es bastante lógico si lo piensan.
He venido al centro comercial de los inmortales a organizar una sesión dedicada a la autoestima. La tentación de darle carpetazo al asunto cogiendo el micro y diciendo: ¿quieren un consejo? Ya que están aquí, vayan a comprarse un par de buenos zapatos, crece conforme me acerco al forum de la fnac.
También voy preguntándome por el camino cómo es posible que no haya más literatura de centros comerciales. ¿La hay pero no la conozco? Lo más parecido que se me ocurre es aquel libro de Miqui Otero que pasa en un parque de atracciones. Digo lo más parecido pero no lo es: estamos hablando de todas las etapas de la vida frente a una sola, que no es ni etapa, que es solo ilusión de congelar una de ellas, la de crecer, en un momento eterno; y lo de eterno también es ilusión, que eso de la muerte a veces se cuela, en los parques de atracciones.
Y todo eso voy pensando hasta que llego a la Fnac. Y a partir de aquí, el resto es trabajo. No voy a aburrirles. Sólo diré que en Fnac La Maquinista, la desorganización impera. Bueno, ya va de eso la etapa vital del crecimiento, la inmadurez. Salimos de allí de todo menos más adultos. Aún nos quedan tres días. Ya les contaré en qué acaba todo esto.
dijous, 14 de juliol del 2011
dimecres, 13 de juliol del 2011
Me pasa que:
-Le mando un cuento a alguien para que se lo lea y me dé su opinión e inmediatamente, mientras no me contesta, me pongo a escribir otro como una posesa por el puritico agobio de que he hecho uno y ya está enviado, que es como darlo por terminado, así que tengo que demostrarme que puedo hacer más.
-Preparo unas albóndigas, las pongo al fuego y me pongo inmediatamente a hacer una ensalada por la agonía de que un plato ya está en marcha, sentenciado, pero igual es poco, igual me he pasado con la sal: necesito una alternativa que demuestre que las albóndigas no son todo lo que sé hacer.
-Le envío a alguien un mensaje para quedar y, en el tiempo que tarda en responderme, me pongo en pensar en otros planes para ese mismo día y hora que le he propuesto, para que no parezca que me lo juego todo a una carta y, si no sale, me voy a quedar en casa lamentándome por mi falta de recursos.
Y supongo que así es como progresamos los inseguros, pareciendo, encima, que somos gente desenvuelta y llenos de ases en la manga.
-Le mando un cuento a alguien para que se lo lea y me dé su opinión e inmediatamente, mientras no me contesta, me pongo a escribir otro como una posesa por el puritico agobio de que he hecho uno y ya está enviado, que es como darlo por terminado, así que tengo que demostrarme que puedo hacer más.
-Preparo unas albóndigas, las pongo al fuego y me pongo inmediatamente a hacer una ensalada por la agonía de que un plato ya está en marcha, sentenciado, pero igual es poco, igual me he pasado con la sal: necesito una alternativa que demuestre que las albóndigas no son todo lo que sé hacer.
-Le envío a alguien un mensaje para quedar y, en el tiempo que tarda en responderme, me pongo en pensar en otros planes para ese mismo día y hora que le he propuesto, para que no parezca que me lo juego todo a una carta y, si no sale, me voy a quedar en casa lamentándome por mi falta de recursos.
Y supongo que así es como progresamos los inseguros, pareciendo, encima, que somos gente desenvuelta y llenos de ases en la manga.
dilluns, 11 de juliol del 2011
Dietario de la tienda. Día 9
Segundo sábado de rebajas. Ni la mitad de gente que el día 2, primer sábado de rebajas. Los precios son los mismos, tenemos las mismas prendas (hicimos una reposición a mediados de semana), pero una semana más tarde, la fiebre compradora desatada por el 15% de descuento anunciado en el escaparate parece haber remitido.
El público responde a estímulos inmediatos preestablecidos, está claro. Todo el mundo sabe que el 1 de julio empiezan las rebajas igual que todo el mundo sabe que desde días antes la mayoría de las tiendas se han sacado ya de la manga ofertas que, por normativa, no pueden llamarse rebajas pero lo son. La realidad es que para cuando se cuelga el cartelito en el escaparate, el mundo lleva ya un par de semanas con los precios reducidos un 15% por lo menos pero la masa hace como si no lo supiera.
Así que llega el día, se cuelga el cartel, se sube la persiana y venga todo el mundo como loco a comprar para histeria del personal y engorde de la caja. No les digo en cuántos euros cerramos aquel día pero sí les digo que fue el doble que el día siguiente (segundo día de rebajas) y cuatro veces más que todos los días que vinieron después.
Como este sábado pasado (segundo sábado de rebajas) la cosa fue más calmada y muchos sancugatinos que entraban nos anunciaban contentos que empezaban ya a hacer la maleta para irse de vacaciones, mi hermano calculó que esta semana la afluencia de clientes no sería para tanto. Calculó además también cuántas horas había trabajado servidora y cuánto me tenía que pagar -dato este último que creo que le asustó un poco- y muy empresarialmente, tuvo a bien decirme que no hacía falta que fuera esta semana por la tarde, que si veía que un día se complicaba la cosa, ya me llamaría.
Yo le dije que vale y, arrugando un poco la americana que en ese momento tenía entre las manos por aquello de ser consciente de repente de que aquella era mi última tarde en la tienda hasta nuevo aviso, reprimiendo un suspiro de os voy a echar de menos, bajos por coger, tallas por buscar, agujas con las que pincharme por clavar, me puse a pensar que la vida solo es soportable porque está llena de cosas que se hacen por última vez pero uno no lo sabe.
Segundo sábado de rebajas. Ni la mitad de gente que el día 2, primer sábado de rebajas. Los precios son los mismos, tenemos las mismas prendas (hicimos una reposición a mediados de semana), pero una semana más tarde, la fiebre compradora desatada por el 15% de descuento anunciado en el escaparate parece haber remitido.
El público responde a estímulos inmediatos preestablecidos, está claro. Todo el mundo sabe que el 1 de julio empiezan las rebajas igual que todo el mundo sabe que desde días antes la mayoría de las tiendas se han sacado ya de la manga ofertas que, por normativa, no pueden llamarse rebajas pero lo son. La realidad es que para cuando se cuelga el cartelito en el escaparate, el mundo lleva ya un par de semanas con los precios reducidos un 15% por lo menos pero la masa hace como si no lo supiera.
Así que llega el día, se cuelga el cartel, se sube la persiana y venga todo el mundo como loco a comprar para histeria del personal y engorde de la caja. No les digo en cuántos euros cerramos aquel día pero sí les digo que fue el doble que el día siguiente (segundo día de rebajas) y cuatro veces más que todos los días que vinieron después.
Como este sábado pasado (segundo sábado de rebajas) la cosa fue más calmada y muchos sancugatinos que entraban nos anunciaban contentos que empezaban ya a hacer la maleta para irse de vacaciones, mi hermano calculó que esta semana la afluencia de clientes no sería para tanto. Calculó además también cuántas horas había trabajado servidora y cuánto me tenía que pagar -dato este último que creo que le asustó un poco- y muy empresarialmente, tuvo a bien decirme que no hacía falta que fuera esta semana por la tarde, que si veía que un día se complicaba la cosa, ya me llamaría.
Yo le dije que vale y, arrugando un poco la americana que en ese momento tenía entre las manos por aquello de ser consciente de repente de que aquella era mi última tarde en la tienda hasta nuevo aviso, reprimiendo un suspiro de os voy a echar de menos, bajos por coger, tallas por buscar, agujas con las que pincharme por clavar, me puse a pensar que la vida solo es soportable porque está llena de cosas que se hacen por última vez pero uno no lo sabe.
dissabte, 9 de juliol del 2011
Dietario de la tienda. Día 8
Manoli es de esas personas que trabajan tan rápido que, si tú estás trabajando a ritmo normal a su lado, hacen que parezca que estás remoloneando, escaqueándote y mareando la perdiz. Y no es verdad: yo estoy doblando camisas, polos y bañadores igual que ella, pero en lo que a mí me cuesta doblar uno, ella ya ha doblado tres. Es majísima, además, Manoli: totalmente inconsciente de lo mal que te está haciendo quedar, te va animando todo el rato: que si ya verás cuando le cojas el truquillo, que si esa camisa te ha quedado muy bien.
Además, Manoli es la supervendedora: ayer entró un cliente buscando unos pantalones. Quería unos para llevar con americana pero los que teníamos sueltos le parecían demasiado informales. Manoli le hizo probárselos. Una vez los tuvo puestos, le dejó una americana para que viera el conjunto. Los pantalones, no sé -dijo el cliente- pero la americana, me la quedo. Espere que le deje una camisa, ya verá -dijo Manoli-. Los pantalones, no sé -dijo el cliente-, pero la camisa también me la quedo. Hasta con un polo, le quedarían bien también... -Manoli-. Los pantalones, no sé, pero me quedo el polo -el cliente-.
Se llevó el polo, la camisa y la americana, que la dejó para que le arregláramos las mangas. Tiene que venir el martes a recogerla y, para entonces, habrá decidido si quiere también los pantalones o no.
Un, dos, tres, ¡ya! De lo de vender y venderse
Yo no soy vendedora.
Mi padre me intentó educar para serlo: él fue durante muchos años jefe del departamento de marketing de una multinacional. El tío, a la mitad de su vida laboral, dominaba ya tanto el tema, que se pasó la otra media vida intentado dominarlo en otro idioma: el inglés. No lo consiguió: lo de vender era lo suyo pero lo de los idiomas no. Por eso, por aquello del quiero que mis hijos sean una versión mejorada de mí mismo, cada verano, desde bien pequeños, nos daba puerta y nos enviaba a cualquier sitio angloparlante: primero iba yo, la mayor, de avanzadilla. Si la cosa iba bien, el año siguiente volvía a ir yo con mis hermanos. Nos prohibía hablar entre nosotros en español mientras estábamos fuera, salvo en caso de emergencia. Y, cuando volvíamos, insistía en que habláramos entre nosotros en inglés. Nunca hicimos ni lo uno ni lo otro, claro. Le mirábamos con cara de "Papá..." cuando nos lo decía. Entonces, por lo menos, poneros a estudiar en el piano (él siempre quiso aprender música también).
Para que se hagan a la idea del modus operandi de mi señor padre:
Mi hermano un día le pidió dinero para comprarse una moto.
Convénceme de que necesitas una moto y de que yo tengo que darte dinero para comprártela, dijo él.
..., hizo mi hermano.
Dime qué me va aportar a mí pagarte una moto, por ejemplo, dijo.
¿Que me voy a portar bien?, dijo mi hermano.
Portarte bien, se supone que tienes que hacerlo con o sin moto. Dame un plus sobre eso, respondió mi padre.
..., hizo mi hermano. Y se acabó comprando la moto con su dinero.
Han pasado los años y ni mis hermanos ni yo somos vendedores. Es por el estímulo negativo, claro: mi padre nos intentaba enseñar a serlo en momentos conflictivos y casi nunca nos salíamos con la nuestra. Le salió el tiro por la culata, y no lo digo con orgullo: a mí me gustaría ser una gran vendedora: convencer a los otros de que hacer lo que me viene bien a mí (vender o venderme) también es bueno para ellos (comprar o comprarme). Pero no: no lo soy; no hay caso.
De todos modos, imagínense cómo sería el mundo a estas alturas si todos fuéramos versiones aumentadas de nuestros padres: ellos más uno: vendedores con inglés y música. Y la siguiente generación, vendedores con inglés, música y excelencia deportiva. Y la siguiente, vendedores con inglés, música, excelencia deportiva y astrofísica... Y todos los defectos del padre más uno también: si el padre es facha, el hijo, un grado más de fachez; si el padre es hipocondríaco, el hijo, vendedor con inglés, música, deporte, astrofísica y una habitación a la que sólo se pudiera entrar con mascarilla y guantes....
No sé. Nietzsche lo tenía muy claro: al final, está bien quedarse sólo con el 2 de la v.2.0.
Manoli es de esas personas que trabajan tan rápido que, si tú estás trabajando a ritmo normal a su lado, hacen que parezca que estás remoloneando, escaqueándote y mareando la perdiz. Y no es verdad: yo estoy doblando camisas, polos y bañadores igual que ella, pero en lo que a mí me cuesta doblar uno, ella ya ha doblado tres. Es majísima, además, Manoli: totalmente inconsciente de lo mal que te está haciendo quedar, te va animando todo el rato: que si ya verás cuando le cojas el truquillo, que si esa camisa te ha quedado muy bien.
Además, Manoli es la supervendedora: ayer entró un cliente buscando unos pantalones. Quería unos para llevar con americana pero los que teníamos sueltos le parecían demasiado informales. Manoli le hizo probárselos. Una vez los tuvo puestos, le dejó una americana para que viera el conjunto. Los pantalones, no sé -dijo el cliente- pero la americana, me la quedo. Espere que le deje una camisa, ya verá -dijo Manoli-. Los pantalones, no sé -dijo el cliente-, pero la camisa también me la quedo. Hasta con un polo, le quedarían bien también... -Manoli-. Los pantalones, no sé, pero me quedo el polo -el cliente-.
Se llevó el polo, la camisa y la americana, que la dejó para que le arregláramos las mangas. Tiene que venir el martes a recogerla y, para entonces, habrá decidido si quiere también los pantalones o no.
Un, dos, tres, ¡ya! De lo de vender y venderse
Yo no soy vendedora.
Mi padre me intentó educar para serlo: él fue durante muchos años jefe del departamento de marketing de una multinacional. El tío, a la mitad de su vida laboral, dominaba ya tanto el tema, que se pasó la otra media vida intentado dominarlo en otro idioma: el inglés. No lo consiguió: lo de vender era lo suyo pero lo de los idiomas no. Por eso, por aquello del quiero que mis hijos sean una versión mejorada de mí mismo, cada verano, desde bien pequeños, nos daba puerta y nos enviaba a cualquier sitio angloparlante: primero iba yo, la mayor, de avanzadilla. Si la cosa iba bien, el año siguiente volvía a ir yo con mis hermanos. Nos prohibía hablar entre nosotros en español mientras estábamos fuera, salvo en caso de emergencia. Y, cuando volvíamos, insistía en que habláramos entre nosotros en inglés. Nunca hicimos ni lo uno ni lo otro, claro. Le mirábamos con cara de "Papá..." cuando nos lo decía. Entonces, por lo menos, poneros a estudiar en el piano (él siempre quiso aprender música también).
Para que se hagan a la idea del modus operandi de mi señor padre:
Mi hermano un día le pidió dinero para comprarse una moto.
Convénceme de que necesitas una moto y de que yo tengo que darte dinero para comprártela, dijo él.
..., hizo mi hermano.
Dime qué me va aportar a mí pagarte una moto, por ejemplo, dijo.
¿Que me voy a portar bien?, dijo mi hermano.
Portarte bien, se supone que tienes que hacerlo con o sin moto. Dame un plus sobre eso, respondió mi padre.
..., hizo mi hermano. Y se acabó comprando la moto con su dinero.
Han pasado los años y ni mis hermanos ni yo somos vendedores. Es por el estímulo negativo, claro: mi padre nos intentaba enseñar a serlo en momentos conflictivos y casi nunca nos salíamos con la nuestra. Le salió el tiro por la culata, y no lo digo con orgullo: a mí me gustaría ser una gran vendedora: convencer a los otros de que hacer lo que me viene bien a mí (vender o venderme) también es bueno para ellos (comprar o comprarme). Pero no: no lo soy; no hay caso.
De todos modos, imagínense cómo sería el mundo a estas alturas si todos fuéramos versiones aumentadas de nuestros padres: ellos más uno: vendedores con inglés y música. Y la siguiente generación, vendedores con inglés, música y excelencia deportiva. Y la siguiente, vendedores con inglés, música, excelencia deportiva y astrofísica... Y todos los defectos del padre más uno también: si el padre es facha, el hijo, un grado más de fachez; si el padre es hipocondríaco, el hijo, vendedor con inglés, música, deporte, astrofísica y una habitación a la que sólo se pudiera entrar con mascarilla y guantes....
No sé. Nietzsche lo tenía muy claro: al final, está bien quedarse sólo con el 2 de la v.2.0.
divendres, 8 de juliol del 2011
Dietario de la tienda. Día 7
Tiendas Macson: Poniéndote ropa encima desde la primera vez que quisiste ser un hombre*
Este sería ahora un buen eslogan publicitario si los traumas de Blai Bonet hubieran seguido siendo territorio común tantos años después. (De hecho, creo que hoy día aún encajaría para cierto público, aunque me temo que el target sería tirando más a femenino, y no estoy hablando de las chicas de la Bata de Boatiné, que también).
*Lo digo por esta cita: (La primera vegada que vaig voler ser un home fou per posar-me més roba a sobre.. Manuel Tur a Carmen Onaindia. El mar. Blai Bonet).
_____________________
Secció visites il·lustres que fan il·lusió: avui ha passat per la botiga en Quim Torra.
Tiendas Macson: Poniéndote ropa encima desde la primera vez que quisiste ser un hombre*
Este sería ahora un buen eslogan publicitario si los traumas de Blai Bonet hubieran seguido siendo territorio común tantos años después. (De hecho, creo que hoy día aún encajaría para cierto público, aunque me temo que el target sería tirando más a femenino, y no estoy hablando de las chicas de la Bata de Boatiné, que también).
*Lo digo por esta cita: (La primera vegada que vaig voler ser un home fou per posar-me més roba a sobre.. Manuel Tur a Carmen Onaindia. El mar. Blai Bonet).
_____________________
Secció visites il·lustres que fan il·lusió: avui ha passat per la botiga en Quim Torra.
dimecres, 6 de juliol del 2011
Dietario de la tienda. Día 6
Grandes conclusiones antropologicoproletarias:
1.- La vida proletaria es muy descansada para la mente.
2.- La vida proletaria es cansadísima para el cuerpo.
3.- Puestos a trabajar en una tienda, me tenía que haber centrado en las librerías: un libro ofrece muchas menos posibilidades de doblado que una camisa, a saber: abrir y/o cerrar.
4.- Ídem que tres y, además, un libro, con un poco de suerte, puede llegar a dar pie a conversaciones más interesantes que una camisa.
5.- De hecho, puestos a trabajar, igual me tendría que haber centrado en algo que no fuera una tienda: el dinero ensucia las manos una barbaridad (literalmente).
6.- Ídem que 5 y, además, trabajar los sábados es un coñazo.
7.- El horario proletario va en claro detrimento del horario social: no me extraña que la gente se coja los pedos que se coge en la cena de Navidad de la empresa.
8.- Ídem que siete y, además, tampoco me extraña que la gente viva en la ilusión de que son amigos de los papás de los compañeritos de cole de sus hijos, y se empeñen en hacer excursiones de fin de semana todos juntos y en invitarlos a las merendolas de los cumples de las criaturas.
9.- Si se es proletario para ganar dinero, una vez tienes asumido el pastón que pagas al banco cada mes por la hipoteca del piso, es normal pedir un préstamo también para comprarte la tele, el coche e ir de vacaciones: uno trabaja demasiado para vivir sólo con lo que realmente tiene. El exceso de trabajo (sensación real) y el no tener tiempo entre semana para gastarse la pasta (sensación real también) da como resultado la sensación (irreal, esta) de ser rico. Esto parece verse más claro en esta fórmula:
TRABAJAR MUCHO + GASTAR POCO = SER RICO
Nadie tiene en cuenta, de tan asumida, que la hipoteca del piso es también un gasto (pagar 800€/mes es pagar casi 30€/día, que es más de lo que ganan algunos.
Esta misma fórmula, ya se lo digo, está mal planteada: si se trabaja mucho, le sumes lo que le sumes a este primer factor, es porque se es pobre y no hay más vuelta de hoja.
Grandes conclusiones antropologicoproletarias:
1.- La vida proletaria es muy descansada para la mente.
2.- La vida proletaria es cansadísima para el cuerpo.
3.- Puestos a trabajar en una tienda, me tenía que haber centrado en las librerías: un libro ofrece muchas menos posibilidades de doblado que una camisa, a saber: abrir y/o cerrar.
4.- Ídem que tres y, además, un libro, con un poco de suerte, puede llegar a dar pie a conversaciones más interesantes que una camisa.
5.- De hecho, puestos a trabajar, igual me tendría que haber centrado en algo que no fuera una tienda: el dinero ensucia las manos una barbaridad (literalmente).
6.- Ídem que 5 y, además, trabajar los sábados es un coñazo.
7.- El horario proletario va en claro detrimento del horario social: no me extraña que la gente se coja los pedos que se coge en la cena de Navidad de la empresa.
8.- Ídem que siete y, además, tampoco me extraña que la gente viva en la ilusión de que son amigos de los papás de los compañeritos de cole de sus hijos, y se empeñen en hacer excursiones de fin de semana todos juntos y en invitarlos a las merendolas de los cumples de las criaturas.
9.- Si se es proletario para ganar dinero, una vez tienes asumido el pastón que pagas al banco cada mes por la hipoteca del piso, es normal pedir un préstamo también para comprarte la tele, el coche e ir de vacaciones: uno trabaja demasiado para vivir sólo con lo que realmente tiene. El exceso de trabajo (sensación real) y el no tener tiempo entre semana para gastarse la pasta (sensación real también) da como resultado la sensación (irreal, esta) de ser rico. Esto parece verse más claro en esta fórmula:
TRABAJAR MUCHO + GASTAR POCO = SER RICO
Nadie tiene en cuenta, de tan asumida, que la hipoteca del piso es también un gasto (pagar 800€/mes es pagar casi 30€/día, que es más de lo que ganan algunos.
Esta misma fórmula, ya se lo digo, está mal planteada: si se trabaja mucho, le sumes lo que le sumes a este primer factor, es porque se es pobre y no hay más vuelta de hoja.
Dietario de la tienda. Día 5
Llego a la tienda y me encuentro con mi hermano con unas treinta perchas en cada mano, diciéndome: acompáñame al coche que aún hay más.
En el coche, tres cajas y otras tropecientas perchas de trajes, americanas y pantalones.
Intento coger tantas perchas como él. Avanzo del coche a la tienda. Se me caen unos pantalones. Un señor que come un helado se levanta de la mesa de la terracita y recoge los pantalones del suelo. ¿Dónde te los pongo? Extiendo el brazo: aquí. Se me cae una americana. ¿Y esto? Extiendo el mismo brazo. Aquí. Se me cae otra chaqueta. Aquí, ¿no? Sí. A cada cosa que se cae y me recoloca, avanzo un pasito hacia la tienda. Llego con ropa en las manos, en los dos brazos, en los hombros... Entro en la tienda y lo dejo caer todo encima de una caja.
Ahora hay que meterlo todo en el stock y luego, quitar las bolsas y colocarlo en su sitio. Empiezo a pasar toooodas las etiquetas por el lector del código de barras: voy cogiendo la ropa de una pila y poniéndola en otra. Cuando he hecho la pila entera, coloco las prendas de una en una con sus hermanas: las americanas de rallas con las americanas de rallas, las camisas de cuadros con las camisas de cuadros... De vez en cuando tengo que interrumpir mi actividad para atender a algún cliente. Cada vez que cobro, si tengo el registro de un albarán a la mitad, tengo que salir del programa y, cuando acabo con el cliente, volver a abrirlo y empezar desde el principio. Mi mala leche va en aumento a una velocidad supersónica. Entonces, me pongo a pensar en una reunión que he tenido por la mañana.
Para la semana que viene, estamos organizando una serie de tres mesas redondas/coloquios o lo que salga (no doy para definir nada yo, ahora mismo) de presentación de Terapias Verdes, el sello de autoayuda de la editorial, en Fnac La Maquinista. Ayer al mediodía fui a la consulta de la psicoterapeuta que vendrá a hablarnos sobre la autoestima. La cita era a la 1. Llego, llamo a la puerta y me abre una chica de unos 30, sonrisa serena y voz pausada, que me dice nada más entrar: tenemos la costumbre de ir descalzos, aquí. Me quito los zapatos pensando que llevo las bambas que huelen mal (sí, tengo unas bambas que huelen mal) y que me importa un pito: ella lo ha querido. Me siento con ella en el sofá y empiezo a recibir imputs positivos por todos lados: que si esto es muy interesante, que le parece una iniciativa genial, que si compartimos muchas cosas, ellos y nosotros, y unir fuerzas siempre da buen resultado. Ni siquiera arruga la nariz por el olor de pies.
Tres horas después, les decía, en plena actividad frenética en la tienda y con una mala hostia que no puedo con ella, tiro de memoria inmediata e intento volver mentalmente a esta experiencia en el oasis del buen rollo y del olor de pies que no importa, en busca de la relajación perdida. No funciona.
Pasa mi hermano por ahí y me pregunta qué tal. Hostia, Javier, esto no se puede hacer con la tienda abierta, es un caos de la hostia, la gente entra y cada vez que cierro esa hostia en el ordenador, tengo que empezar desde el principio, estoy hasta los cojones!!! Ya (grita Javier), pero ¿cuándo cojones quieres que lo hagamos si abrimos todo el día? Venga, joder, que lo tenemos que acabar esta tarde. Grrr. Grrr. Y estos últimos cuatro gritos, resulta que sí funcionan. Mi hermano se pone a pasarme las prendas de una en una y yo las voy metiendo en el stock. Cuando acabamos, los dos vamos colocando la ropa en su sitio. A los 10 minutos, nos estamos riendo por cualquier tontería; hacemos como que nos peleamos por coger la misma camisa y nos entra la risa floja cuando la pila de ropa se derrumba y, al recolocarla, se nos va para el otro lado. Y todo, sin quitarnos los zapatos.
Cerramos, muertos, a las 20.30h. La tienda está aún a medio recoger. Nos despedimos, sin embargo, de una manera muy relajada, contentos.
Vuelvo en el tren pensando en qué hubiera pasado, si en vez de pegarnos cuatro gritos con mi hermano, yo le hubiera propuesto quitarnos los zapatos, tranquilizarnos, concentrarnos en nuestras posibilidades y contentarnos con ellas no queriendo nada más y sintiéndonos orgullosos de quienes somos. Me habría estampado una percha en la boca para que callara, probablemente.
Me pasa por la cabeza la peregrina idea de invitarlo a él, y no a la psicoterapeuta, a dar la charlita de la semana que viene, en la Fnac, sobre la importancia de la autoestima para hacer frente a la vida. Me río un poco y decido que no. Mejor no mezclar las cosas. A fin de cuentas, todo el mundo tiene unas bambas que huelen mal y momentos en los que dar cuatro gritos bien dados.
Llego a la tienda y me encuentro con mi hermano con unas treinta perchas en cada mano, diciéndome: acompáñame al coche que aún hay más.
En el coche, tres cajas y otras tropecientas perchas de trajes, americanas y pantalones.
Intento coger tantas perchas como él. Avanzo del coche a la tienda. Se me caen unos pantalones. Un señor que come un helado se levanta de la mesa de la terracita y recoge los pantalones del suelo. ¿Dónde te los pongo? Extiendo el brazo: aquí. Se me cae una americana. ¿Y esto? Extiendo el mismo brazo. Aquí. Se me cae otra chaqueta. Aquí, ¿no? Sí. A cada cosa que se cae y me recoloca, avanzo un pasito hacia la tienda. Llego con ropa en las manos, en los dos brazos, en los hombros... Entro en la tienda y lo dejo caer todo encima de una caja.
Ahora hay que meterlo todo en el stock y luego, quitar las bolsas y colocarlo en su sitio. Empiezo a pasar toooodas las etiquetas por el lector del código de barras: voy cogiendo la ropa de una pila y poniéndola en otra. Cuando he hecho la pila entera, coloco las prendas de una en una con sus hermanas: las americanas de rallas con las americanas de rallas, las camisas de cuadros con las camisas de cuadros... De vez en cuando tengo que interrumpir mi actividad para atender a algún cliente. Cada vez que cobro, si tengo el registro de un albarán a la mitad, tengo que salir del programa y, cuando acabo con el cliente, volver a abrirlo y empezar desde el principio. Mi mala leche va en aumento a una velocidad supersónica. Entonces, me pongo a pensar en una reunión que he tenido por la mañana.
Para la semana que viene, estamos organizando una serie de tres mesas redondas/coloquios o lo que salga (no doy para definir nada yo, ahora mismo) de presentación de Terapias Verdes, el sello de autoayuda de la editorial, en Fnac La Maquinista. Ayer al mediodía fui a la consulta de la psicoterapeuta que vendrá a hablarnos sobre la autoestima. La cita era a la 1. Llego, llamo a la puerta y me abre una chica de unos 30, sonrisa serena y voz pausada, que me dice nada más entrar: tenemos la costumbre de ir descalzos, aquí. Me quito los zapatos pensando que llevo las bambas que huelen mal (sí, tengo unas bambas que huelen mal) y que me importa un pito: ella lo ha querido. Me siento con ella en el sofá y empiezo a recibir imputs positivos por todos lados: que si esto es muy interesante, que le parece una iniciativa genial, que si compartimos muchas cosas, ellos y nosotros, y unir fuerzas siempre da buen resultado. Ni siquiera arruga la nariz por el olor de pies.
Tres horas después, les decía, en plena actividad frenética en la tienda y con una mala hostia que no puedo con ella, tiro de memoria inmediata e intento volver mentalmente a esta experiencia en el oasis del buen rollo y del olor de pies que no importa, en busca de la relajación perdida. No funciona.
Pasa mi hermano por ahí y me pregunta qué tal. Hostia, Javier, esto no se puede hacer con la tienda abierta, es un caos de la hostia, la gente entra y cada vez que cierro esa hostia en el ordenador, tengo que empezar desde el principio, estoy hasta los cojones!!! Ya (grita Javier), pero ¿cuándo cojones quieres que lo hagamos si abrimos todo el día? Venga, joder, que lo tenemos que acabar esta tarde. Grrr. Grrr. Y estos últimos cuatro gritos, resulta que sí funcionan. Mi hermano se pone a pasarme las prendas de una en una y yo las voy metiendo en el stock. Cuando acabamos, los dos vamos colocando la ropa en su sitio. A los 10 minutos, nos estamos riendo por cualquier tontería; hacemos como que nos peleamos por coger la misma camisa y nos entra la risa floja cuando la pila de ropa se derrumba y, al recolocarla, se nos va para el otro lado. Y todo, sin quitarnos los zapatos.
Cerramos, muertos, a las 20.30h. La tienda está aún a medio recoger. Nos despedimos, sin embargo, de una manera muy relajada, contentos.
Vuelvo en el tren pensando en qué hubiera pasado, si en vez de pegarnos cuatro gritos con mi hermano, yo le hubiera propuesto quitarnos los zapatos, tranquilizarnos, concentrarnos en nuestras posibilidades y contentarnos con ellas no queriendo nada más y sintiéndonos orgullosos de quienes somos. Me habría estampado una percha en la boca para que callara, probablemente.
Me pasa por la cabeza la peregrina idea de invitarlo a él, y no a la psicoterapeuta, a dar la charlita de la semana que viene, en la Fnac, sobre la importancia de la autoestima para hacer frente a la vida. Me río un poco y decido que no. Mejor no mezclar las cosas. A fin de cuentas, todo el mundo tiene unas bambas que huelen mal y momentos en los que dar cuatro gritos bien dados.
Subscriure's a:
Missatges (Atom)