Una vez le dije a Víctor que lo que fallaría de la cosa ecologista sería lo que en un principio pareció que le haria triunfar, a saber, la relevancia que estaba cogiendo la cosa festiva, juvenil, del asunto.
Que de repente un movimiento que hablaba del fin del mundo, de la tierra directamente achicharrada por el Sol a través de un agujero en una cosa que nadie sabía que existia hasta entonces, la capa de ozono, adquiriera aires de fiesta, de excursionismo, de kumbayá y de ritmillo de bongos en el Parc de la Ciutadella, que suponían la aceptación del movimiento por parte del sector juvenil de la sociedad, aunque hizo que pareciera que la cosa tenía futuro, lo que estaba haciendo en realidad era convertir la cosa en algo a superar, algo de lo que renegar en el futuro, como si de un episodio adolescente cualquiera se tratara.
Pasó un poco lo mismo con el movimiento independentista: hasta lo jarraitu se vistió de fiesta, hostia, qué falta de conciencia del yo como pobre actor contra el mundo. Qué manera más absurda de creernos poderosos simplemente por salir a la calle a ritmo de batucada. Qué manera más bestial de banalizar problemones.
Suerte que ha habido gente que ha sabido retratar el asunto desde un punto de vista más realista. Suerte que el arte, el de verdad, mantiene su función de recolocarnos ante el mundo a escala real. Y suerte que Palumbus Todó está ahí para recordárnoslo de vez en cuando.
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