Dietario de la tienda. Día 2.
La Patri: Yo quiero tener cuatro hijos.
Ahora es Manoli, la otra dependienta, que tiene dos, quien me mira con cara de buf.
Yo: Tú primero acaba de hacer botellones y luego ya verás lo que haces.
Acaban de salir de la tienda tres señoras. Una ha entrado hasta el fondo, las otras dos se han quedado al lado de la caja.
Señora 1: Pero Marisa desafina, ¿no?
Señora 2: Sí, pero bueno, sigue el ritmo, no como Carmen, que desafina y no tiene ritmo y se nota muchísimo más.
Señora 1: Es verdad. ¿Y has visto cómo los críos de su coro desafinan igual que ella?
Señora 2: Pues claro, les enseña a cantar desafinando...
Vuelve la señora desde el fondo. Que solo tienen de caballero, les dice a sus dos amigas. Se van.
Salgo a fumar.
Un señor que pasa por la calle: Mireia, ¡¡¡¡STOP!!!!
Una niña de unos tres años, rubia, con ricitos y un vestido monísimo que va corriendo se para en seco. El padre la alcanza. Se agacha. Le mira muy serio: ¿Qué he dicho? ¡Stop! ¡Stop!, he dicho ¡stop! La próxima vez que diga ¡stop! si no haces ¡stop!, nos vamos a casa. ¿Lo has entendido?
La niña asiente con la cabeza.
Ante tal despliegue de supernannismo aplicado, me quedo pensando que, si todo va según el guión, la niña volverá a correr, el padre volverá a gritar ¡stop!, se irán inmediatamente a casa y el padre le acompañará directamente al rincón de pensar. Castigar a los niños enviándoles a pensar. Pensar como estímulo negativo, como el peor de los castigos. Pensar como sustituto del bofetón. Educar a los niños en la creencia de que pensar es una cosa que solo se hace obligado, si te portas mal.
El deseo lógico de Mireia cuando tenga doce años y empiece a rebelarse adolescentemente contra la autoridad paterna no podrá ser otro que: Tengo ganas de ser mayor para hacer lo que me dé la gana y no tener que volver a pensar nunca más. #usfelicitopares
Vuelvo a entrar en la tienda. Manoli y la Patri siguen dándole vueltas a lo de los cuatro hijos que dice que quiere tener la Patri.
Manoli: Dices eso porque no tienes ninguno. Uno solo ya es mucho trabajo, aunque te salga bueno. Dos es la locura. Cuatro... no me lo quiero ni imaginar.
Cuatro hijos. Cuatro niños alumnos de la clase de canto de Carmen. Un coro entero de niños desafinando al unísono, convencidos de que tiene que sonar así, que solo paran si les gritas ¡stop! y que, si no lo hacen, acabarán desarrollando un rechazo infinito a la simple idea de ponerse a pensar.
Como nunca he sido padre, toda pedagogía me parece un eructo. Pero he contemplado a mi hermana, tan complaciente con su hijo, que he empezado a pensar que la anarquía es un principio nada desdeñable.
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