Mi hermana es endocrino, especializada en gigantismo. Bien, no es gigantismo el nombre técnico de la cosa, es yo qué sé qué de hormonas con nombre de letras y números y otros términos acabados en isis y en ismo y en ón, pero vaya, como gigantismo, ¿no?, le dije yo cuando me lo contó; sí, más o menos, dijo ella, pero no solo de gigantes entendido como ser más alto de lo normal, sino también de tamaño de distintas partes del cuerpo, de ciertos órganos, por ejemplo. O sea, mi hermana estudia por qué pasa y cómo evitar que ciertas partes del cuerpo crezcan más de lo normal: cómo evitar que alguien tenga un corazón demasiado grande como para que pueda latir con normalidad dentro del pecho, que si no puede hacerlo es muerte asegurada. Así de importante es la especialidad de mi hermana.
Lo que no sé es cómo se determina eso del gigantismo exactamente. Seguro que hay unos indicadores de las hormonas del crecimiento que hacen saltar todas las alarmas y hacen que mi hermana coja una jeringa y salte sobre ti para poner freno a tal amenaza de desbordamiento antes de que sea demasiado tarde, ella tiene sus máquinas y puede ordenar sus analíticas y esperar a que le lleguen unos informes llenos de numeritos y de topes por arriba y por abajo que no deben sobrepasarse bajo ningún concepto. Lo que está claro es que, para la mayoría de los casos, más no es mejor, y unos pulmones que te sirven para ganar seis tours seguidos, puede que te acaben llevando también a pincharte hormonas semana sí, semana no para evitar que sigan creciendo, una vez que más empieza a convertirse en demasiado y, así, ya ven qué ocurre cuando algo bueno se convierte en buenísimo y acaba siendo antinatural: el desastre.
Todo esto viene a cuento de los comentarios de la entrada anterior. Quien comenta era un amigo que tenía la manía de diagnosticarme exceso de bondad. Yo tenía la manía de decirle que eso no existía, que demasiado bueno no podía ser, pero hace un rato, me ha vuelto a hacer pensar en ello y por primera vez he pensado que sí que puede ser: que demasiado bueno sería la anormalidad que haría saltar a mi hermana a ponerse los guantes de látex hipoalergénicos y a buscar la inyección de hormonas, el desfibrilador y todo lo que hiciera falta para eliminar, frenar o reducir tal monstruosidad.
Un día este amigo me dijo que era feliz. Yo le dije (y no lo dije porque sí o por hacerme la dramática: lo dije porque empezaba a conocerlo bien): por eso no podemos ser novios, no podrías soportar tanta felicidad. Sí, me dijo. Yo lo entendí todo en ese momento -no hacían falta motivos ulteriores, aunque también me los dio- y me retiré. No podía quedarme. Ni él me me habría permitido hacerle esa putada ni yo quería hacérsela a él.
Lo que todavía no he aclarado, porque aquí sí que no hay indicadores objetivos sino que todo es relativo, es si yo soy el pulmón hiperdesarrollado o si él es la caja torácica atrofiada, pero en el fondo no importa: no encajamos y ya está. Empeñarse sería un suicidio como una catedral.
(Miento en esto último: sí que tengo claro quién es qué: yo no soy tan buena como para no caber y aquellos motivos ulteriores dijeron bastante la última palabra al respecto).
(Por cierto, no tengo ni idea de si quien gana seis tours acaba inyectándose nada, ¿eh?).
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