Llama mi madre y me dice que voy a ser tía de nuevo. Llamo a mi hermana y le digo: ¡¡¡que voy a tener otro sobrinooooo!!! como si fuera yo quien da la noticia. Decimos todas las tonterías que se nos ocurren en ese momento, referentes o no a bebés, embarazos, traumas de las hermanas mayores, reacciones de mi cuñado..., que es lo que hacemos mi hermana y yo desde que tenemos uso de razón cuando estamos hiperexcitadas por alguna cosa (en serio, la tontería nos puede durar horas ante la mirada de 'basta ya, por favor' de mis padres y mi hermano), y colgamos.
En el momento justo de colgar, si no un poco antes, pienso lo mismo que pensé cuando mi hermana me dijo que iba a ser tía por primera y por segunda vez. Pienso: Joder, tengo que ser mejor. En todo. En lo que sea. Mejor. No sé; es el acto reflejo que me producen los niños nuevos en la familia. Es instintivo, además: cuando me enteré de que venía Aina, que fue la primera, lo pensé. Tampoco es que tuviera conciencia de que iba a ser un ejemplo próximo para ella: viven en Mallorca y nos vemos cada unos tres meses: la niñera, los profes del cole, los vecinos, los amigos de allá de mi hermana y de mi cuñado, mis padres -que van más a menudo por allá-, los padres de mi cuñado, el hermano de mi cuñado -que vive en Menorca y no para de ir y venir-... hay decenas de personas que tienen contacto mucho más frecuente que yo con ella y con Maria, mi segunda sobrina. Yo tampoco había tenido otro sobrino antes que Aina, así que no es que tuviera una experiencia previa al asunto que me dijera: ya la has cagado con uno, para esta tienes que ser buena, qué va: acto reflejo, ya les digo.
Empecé a entender por qué tenía que ser mejor si tenía una sobrina cuando Aina ya tenía unos meses. Cada vez que nos veíamos, menos una vez que se acababa de despertar de la siesta y estaba toda refunfuñona, lo primero que hacía era soltarme una sonrisa de oreja a oreja que, al principio, me hacía quedarme pasmada pensando 'es demasiado pequeña, no puede acordarse de mí'... Unos meses más tarde, cuando empezaba a gatear, llegué a casa de mis padres y vino hasta la puerta arrastrándose: yo me tiré al suelo con ella y empezamos a hacer la croqueta en la alfombra cada una para un lado tronchándonos de la risa. Más adelante, cuando empezaba a hablar, nos pegamos la tarde diciendo arrrjrjjjj, cada vez que nos mirábamos: yo hablaba con mi hermana y ella me miraba todo el rato, esperando a que yo la mirara para decir aarrjjrrjrjj, yo le contestaba con otro arjrjajjjjrrrrrjj y se partía de la risa. Mi hermana me dijo: esto no lo hace con nadie, tenéis un lenguaje especial, vosotras dos. La penúltima vez que la vi, yo estaba en la tienda de mi hermano, de espaldas a la puerta, cuando oí la voz de mi hermana que decía: Aina, mira quién está allí. Yo también miré y la vi literalmente retociéndose, no sabiendo qué hacer con las manos y diciendo, con esa sonrisa que les decía antes: I-sa-bel, para después arrancar a correr para darme un beso.
Total, que ¿qué es esto? ¿Cómo iba a saber yo de toda esta fascinación incondicional? Yo qué sé, pero de alguna manera, la intuí. Seguramente, yo de pequeña, de pequeñísima, tanto que no lo recuerdo, también estaba fascinada por alguno de mis tíos y el recuerdo ha quedado ahí en el subconsciente y de alguna manera sabía que ahora me tocaba a mí... Ni idea.
El caso es que me entero de que voy a tener otro sobrino o sobrina y, aún sin conocerlo, lo primero que se me ocurre -para justificar esa fascinación, para que no sea por nada, para dar motivos, para lo que sea- es que tengo que ser una persona mejor. En todo. En lo que pueda y más.
Sería injusto que tantas risas y tantas babas fueran derramadas para nada.
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