Este agosto en el que el mundo ha decidido no pararse, que nos tiene como las gallinas, que si no hace calor es que no es verano y venga los mercados a hundirse y los londinenses a hacer la revolución. Y lo deslucidicos que están quedando los suplementos de vacaciones y lo desnutridos que se ven los niños somalís, que son los hijos de los niños somalís que se morían hace veinticinco años, ¿se acuerdan? Aquellos que empezaron a morirse justo después de que se anduvieran muriendo los niños etíopes, hace treinta.
Yo estos días me he andado acordando de las huchas del Domund y me han pasado por la cabeza unas cuantas barbaridades porque, ¿quién nos iba a decir a nosotras, que teníamos ocho años y que echábamos a la hucha cinco duros a la semana, los viernes, un poco para salvar la vida a esos chavales con esas barrigas tan poco coherentes con el hambre que decían que tenían, un poco para que el termómetro que teníamos enganchado al lado de la pizarra marcara en rojo más arriba que el que había al lado -el de los chicos- en azul; quién nos iba a decir que esos chavales tendrían hijos barrigones y protomuertos de hambre también?
Barbaridades, ya les digo, barbaridades en pleno agosto he estado pensando.
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