"La maleta", de Dovlatov, tiene algo de tristeza monumental en choque continuo contra el mundo absurdo (¿cuál no lo es?) que le tocó vivir al protagonista, o sea, al autor.
No sé si no estuve lo suficientemente atenta en la presentación que los Labreus montaron en el (H)original el otro día o si, simplemente, no llegaron a explicarlo así; da igual, mejor que no me enterara, porque la sensación de descubrir hacia el cuarto cuento que Dovlatov iba efectivamente, historia a historia, haciendo o deshaciendo, que es lo mismo, una maleta, fue impagable.
Me gustaría tener aquí a mano el libro para reproducir alguno de los fragmentos, pero ya lo he hecho rular: lo tiene mi amigo Jordi, así que no me queda otra que tirar del recuerdo. Y resulta que el que más presente tengo es el cuento en el que se pregunta qué le mantenía unido a su mujer, explica qué puede ofrecer una mujer a un escritor ruso y acaba explicando cómo una mujer abandona a un escritor ruso. Y todo el rato el partido, el exilio y aquella tristeza que decía, sobrevolando la relación, sobrevolando la historia y sobrevolando todo el libro, que es el libro de alguien muy muy escéptico, muy muy de déjate de hostias y déjame vivir como mejor sepa.
Un día, hace unos meses, apunté en una libreta que, cuando uno pasa unas horas dentro de una tienda de ropa mirando los montones de jerseys, camisetas y pantalones, acaba teniendo la sensación de que está en la habitación de alguien que tiene una maleta por hacer; aquel día sólo pudo hacerme volver a la realidad ver las etiquetas enganchadas a cada prenda: aquellas cosas no tenían recuerdos. En "La maleta", las cosas no tienen etiquetas y cada una tiene una historia de frío, de vodka y de esperpento detrás. Una historia de será todo esto lo que me lleve y Rusia, entonces, ya podrá olvidarse de mí que yo no, yo no podré podré dejar de ser quien me ha hecho Rusia.
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