Paso una fulminante gripe de verano. Estar enferma me anula: mi actividad se reduce a beber mucha agua y a ir del sofá a la cocina a por más agua, de la cocina a la cama y de la cama al lavabo haciendo "ay" a cada paso. Mi círculo social queda compactado en una persona: el farmacéutico de la esquina. Son fantásticos, el farmacéutico y su coro de abuelos, permanentemente en la farmacia interesándose por qué me pasa: consiguen alejar de mi cabeza la idea "nadie se preocupa por mí" que me invade siempre que estoy enferma y que añade la autocompasión a la lista de síntomas de cualquiera de mis enfermedades recurrentes.
Pedir ayuda o reclamar la atención sobre mi persona no es mi fuerte. Por eso adoro al farmacéutico de la esquina, a su coro y a cualquiera que me llame preguntando cómo estoy porque hace un par de días me oyó decir que creía que me estaba resfriando. Acabaré siendo una vieja cartillera, de las que van al médico día sí y día también porque es el único que les pregunta cómo están. Muy triste todo.
Perdonen, no soy yo quien habla, es mi resfriado estival y el aburrimiento que me ha provocado. Me he pasado dos días enteros encerrada en casa y me he tragado dos temporadas de "Cómo conocí a vuestra madre". La aborrezco. Reconozco que de la primera temporada no me enteré de la mitad: estaba a 38 y medio de fiebre y lo que más risa me daba eran las risas enlatadas. O ni eso: seguramente sólo me reía por contagio, por la anulación de cualquier conato de voluntad que me provoca la enfermedad. "Ría aquí" y yo, a 38 y medio, río y lo que me digan.
A partir del capítulo 15, seguía riendo a cada orden de risa pero ya empezaba a ver que me estaban colando lo que siempre te cuelan las sitcom americanas: cuatro personajes arquetípicos locos por vivir unas viditas en las que, si amas, lo único que puedes recibir a cambio es amor (levantar ceja aquí). Y si no amas, como el quinto personaje –contrapunto de los otro cuatro-, no es tu culpa, es que seguramente tienes un trauma de la infancia pero, no te preocupes que tus amigos siempre te respaldarán y harán aflorar el corazoncito que late en tu interior (señalarse la boca con dos dedos, sacar la lengua y hacer “aggg, aggg” aquí).
La serie es una mierda -perdón, es la fiebre: estoy a 37,2. (¡Jojo! Me encanta esta excusa)- pero yo me he seguido tragando capítulo tras capítulo hasta completar los cuarenta y pico que suman las dos primeras temporadas (mover la cabeza de lado a lado mientras piensan “ayyy, Isabel…” aquí).
(Inserten aquí la noche del martes al miércoles, que la paso durmiendo como un lirón)
Hoy me he despertado a 36,3 –sí: mi temperatura corporal normal está unas décimas por debajo de la media de la de la humanidad- (pensar “¿ah, sí?” aquí)- y con una sensación así como de que estos dos últimos días no han existido. Porque no han existido, ¿no? Y si han existido, los podré recuperar al final, ¿no? Joder, qué asco, qué pérdida de tiempo es estar enferma. Si al menos hubiera pegado el estirón, pero ni eso: sigo en mi 1,60 pelado, blanca como la leche en pleno agosto en una ciudad de playa y más escéptica que nunca respecto de las relaciones humanas. Estupendo.