Me acaban de contar una de esas historias de parejas que se separan después de que uno de ellos descubriera todo el tinglado que el otro tenía montado a sus espaldas.
La gente hace unas cosas tan complicadas...
El tío, sin que ella lo supiera -o precisamente porque ella no lo supiera-, se había metido en un follón de tres pares de narices de esos que, si se le plantean a uno en frío, no escogería nunca. Al hipotético planteamiento de 'mira, puedes llevar tu vida por aquí o la puedes llevar por allí', cualquier persona en su sano juicio respondería: 'por aquí, por aquí.. Por allí, ni loco', pero la cosa es que, sin planteamientos a priori, sin pararse a pensar y haciendo día a día, uno acaba metido hasta las cejas en el por allí (y loco, claro).
No es difícil acabar pensando que, si sin pensar y en muchísimas ocasiones uno acaba en semejantes berenjenales, debe de ser que la naturaleza humana tira para la berenjena. La siguiente pregunta lógica es: ¿por qué nos empeñamos entonces en hacer como que no y en creernos lo contrario para acabar casi invariablemente llevándonos tales soponcios cuando se descubre el pastel?
Y es justo en el momento de preguntarme eso cuando me creo muy lista y magnánima: lista por haber descubierto el verdadero carácter humano, tan bien enterrado bajo tantas capas de cine y de canción romántica; y magnánima porque habiéndolo descubierto, me siento capaz de perdonarlo todo a la voz de 'animalicos...'.
Pero en seguida vuelvo en mí y pienso que ahí está la cosa, que ya basta de animalicos, que alguien con dos dedos de frente y con la cabeza más o menos en su sitio no haría todo el camino hasta el berenjenal: o cortaría por lo sano o intentaría dejarse por un momentito de pasiones y echarle cerebro -¡y pasión también!- a lo que tiene en casa.
Qué harta estoy de estas historias. Desde que vi claro que no quería una parecida para mí, casi no soporto ni que me las cuenten.