dilluns, 4 de juliol del 2011

Dietario de la tienda. Día 4

No le pillo el rollo a ir de negro.

Ayer parecía un chicazo, con unos pantalones y una camiseta de tirantes, de aquellos tirantes que se juntan un poco por debajo de la nuca, pasan entre los omóplatos y llegan hechos un solo tirante a la parte de la espalda de la camiseta (joder, qué difícil de explicar es este tipo de camiseta -com és la samarreta? ... Fa mal d'explicar-, jaja!); el primer día parecía una secretaria, con unos pantalones azules de raya diplomática y una camiseta también azul de tirantes anchos (sí: iba de azul el primer día, ¿qué quieren?, mi hermano me llamó la noche anterior para decirme que esta vez, por favor, hiciera caso de lo de la imagen corporativa que el año pasado me salté a la torera, y fuera de negro. Azul fue todo lo negro que pude encontrar en mi armario); y hoy, una bailarina de danza contemporánea de esas que en el fragor de la batalla enseñan una teta y no se dan ni cuenta (y el público hace como que tampoco). Lo que sí que es verdad es que, en todos los casos, parecía una dependienta: una dependienta chicazo, una dependienta secretaria y una dependienta bailarina de danza contemporánea.

Por lo visto, no se puede ir vestida de dependienta y no parecer una dependienta. Hay otros casos en que sí que es posible no parecer ser lo que intenta reflejar la ropa que llevas: me he hartado de vender trajes para gente que iba de boda que, en el momento en que se los ponían, parecía que iban, bien de funeral, bien de todo lo contrario, o sea, al circo. Pero si vas de dependienta, vas de dependienta aunque cambie el matiz. Estudiemos el caso de la dependienta chicazo; la brutota; la choni, por ejemplo. Me disponía yo, con mis pantalones negros y mi camiseta negra indescriptible, a limpiar un espejo de cuerpo entero. Acabábamos de abrir, fuera hacía unos 40 grados y el aire acondicionado aún no había hecho su efecto. Me planto sudando delante del espejo con el fris-fris limpiacristales en una mano y un trapo en la otra. Miro muy seria buscando las huellas pringosas de los deditos de los niños que acompañan a papá a comprarse pantalones. Si uno mira a un espejo buscando algo, indefectiblemente se encuentra a sí mismo tal y como lo ve el mundo. Esto es así. Ya la primera imagen fue de machote, pero miren la segunda, que la cosa va a peor: aplico el limpiacristales (fris, fris), paso la bayeta. En esta primera fase de limpieza del cristal, sea o no de espejo, siempre hay un momento de pánico: el limpiacristales se extiende pero no desaparece: queda todo desparramado como si uno hubiera pasado la lengua directamente por la superficie a limpiar; en definitiva: queda sucio y el limpiador en cuestión, por un momento, se plantea contrariado cómo, si su intención es limpiar algo y está aplicando el producto correcto, el efecto inmediato es el contrario al deseado. Esta sensación dura milésimas de segundo porque el limpiador -yo, la choni- sabe que tiene que pasar un trapo seco o un papel de periódico para eliminar el rastro inmediato del limpiacristales. Le doy la vuelta al trapo, me agarro con la mano libre (he dejado el fris-fris en el suelo) al marco del espejo y con la otra mano paso enérgicamente el trapo por el lado seco por toda la superficie del espejo. Enérgicamente: me cae un mechón de pelo sobre la cara y me pongo a sudar más. Todo enfrente del espejo, recuerden: me estoy viendo; estoy viendo mi cara de esfuerzo, el vaivén de mi brazo y del resto de mi cuerpo. No quiero ni pensar qué pasaría si hubiera hecho esto hoy, que iba de bailarina de danza contemporánea.

De fondo, suena Ricky Martin.

Y cuando más camionera choni poligonera me siento, veo a mi lado en el espejo impoluto el reflejo de una señora con un polo lila en la mano que me pregunta: ¿lo tienes en la talla XL? ¿Lo ven? camionera choni poligonera pero dependienta todo el rato.

C.S.Q.D.

Gracias.
Dietario de la tienda. Día 3 (II)

De las parejas que entran a comprar.

Un señor con una barriga descomunal se prueba un polo. El polo -pobre, está diseñado como está diseñado- le abarca la tripa como si fuera una faja y deja que las costuras de los hombros caigan hasta la mitad del bíceps. El señor sale del probador de esta guisa, riendo. Su mujer le ve y ríe también. Te queda bien, le dice, como todos los polos. Es la percha, responde él. Ríen los dos y deciden quedárselo. Mientras pagan, aún me hacen un par de bromitas sobre tipillos y panzas espléndidas. Paga con tarjeta de chip. Abre la cartera para enseñarme el DNI. Le digo que no hace falta, que me pedirá el número. Me dice que ya que tiene la cartera abierta, mire la foto que lleva de su mujer; ¿a que parece una estrella de Hollywood?, me pregunta. Ella le da un golpe en el hombro y vuelve a reír.

Una pareja joven mira las bermudas. Me acerco y les pregunto si les puedo ayudar. No; él NUNCA se deja ayudar, responde ella. Y además NUNCA sé lo que quiero, dice él levantando las cejas y poniendo cara de santapaciencia. Vuelvo a la caja. Al rato vuelve solo él -ella ya está en la calle- con unas bermudas, una camiseta azul y otra roja. Me llevo esto y esto, dice poniendo las bermudas y la camiseta azul en el mostrador, y esta otra, dice tirando la roja encima de las otras dos prendas, que si no la cojo, no quiero ni pensar la que me espera en casa...

Por la noche, le cuento a Abel que, en tres días, he visto las peores y las mejores actitudes en cuanto a relaciones humanas y que creo que tanto unas como otras, solo pueden darse entre parejas.

¿Sabes qué pienso?, me dice, que esas dos parejas, en realidad son la misma pareja en distintos momentos.
No, le digo.
Sí, me responde.
No, insisto.
Que sí.
Que no puede ser.
Es.
Pues no quiero que pueda ser.
Pues es.