A los 13 años, servidora se reveló como negada para los números mediante un, en casa, sonorísimo cate en matemáticas. Mis padres me apuntaron a clases particulares con un profe vecino, un señor de unos cincuenta años que tenía el despacho en el que me daba la lección lleno de estanterías de libros del suelo al techo. El profe, viéndome incapaz de centrarme en la ecuación de segundo grado que tenía delante por quedarme mirando embobada los lomos de los libros que nos rodeaban, un día, señalándome los numericos del papel, me dijo: 'céntrate, resolvemos esto primero y si lo conseguimos, -señalando entonces los libros de la pared- te regalo uno'.
Me regaló "La ciudad y los perros" de Vargas Llosa y me dijo que, si me gustaba, podría coger todos los que quisiera. A partir de entonces, cada día, al final de la clase, me quedaba un rato a mirar los libros y a hablar con él de lo que había leído.
Al César lo que es del César: El profe de mates y Vargas Llosa fueron importantísimos, más de lo que me pensaba en aquel momento, para todo lo que ha venido después.