Una novedad literaria cuesta lo que cuesta -al rededor de quince, veinte euros- sea de García Márquez, sea de E.L. James (he tenido que buscar su nombre en el google); así que la cosa está clara: para hacer más caja con un libro, no hay que hacer un libro mejor; no hay que ser cada vez mejor escritor; simplemente hay que venderlo a más gente. Esto se consigue de dos maneras: adaptándose, tanto en el fondo como en la forma, a lo que quiere la mayoría de la gente; y haciendo que el libro llegue a los oídos de cuanta más gente mejor. La combinación ganadora de estas últimas dos maneras se la inventó hace años la publicidad: la gente no sabe lo que quiere, hay que decírselo, crear la necesidad. Nadie tuvo nunca necesidad de beber coca-cola hasta que nació la coca-cola, mejor dicho: hasta que nació la campaña de marketing de la coca-cola.
Nadie necesita leer un libro para estar entretenido: hay el fútbol, hay la temporada de setas, hay el parchís y las cartas. Y, por supuesto, nadie, nadie necesita un libro para preocuparse, para plantearse cosas que le hagan reflexionar sobre su propia existencia: hay las hipotecas, hay los hijos, hay los abuelos y hay los telediarios, aunque estos hayan caído últimamente en el campo del entretenimiento también.
Cuento todo esto porque acabo de ver en el diario una foto de Ildefonso Falcones y me ha venido a la cabeza la supercampaña que le hicieron hace unos años a Ruiz Zafón. Esto me ha hecho pensar en que lo que da pasta en el mundo del libro, no es la calidad literaria ni el prestigio como escritor sino la coca-cola. También he pensado en lo distinto que es este mundo del mundo del arte, y eso me ha llevado a concluir que es como si, siendo García Marquez (o a Kafka o a Beckett o a Joyce) a la literatura lo que Dalí es al arte; Dolores Redondo sería lo que Hello Kitty; ¿se imaginan ahora que el mundo del arte decidiera que es Hello Kitty lo que necesita la gente, que es Hello Kitty el valor por el que apostar? Yo pensaría que nos están timando.
Ya está: Eso ando pensando hoy.